Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba

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Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 1 (1911)

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portada vol 01

 ÍNDICE

1. Cuatro palabras
2. La plaza de la Corredera
3. Periódicos satíricos
4. Las giras campestres
5. "Pepito el del huerto” y D Paulino
6. La taberna
7. Ateneos y veladas literarias
8. El Carnaval
9. El barrio de la Merced y "Lagartijo”
10. La casa de vecinos
11. El teatro
12. La Semana Santa
13. Fernández Ruano y Fernández Grilo
14. El Club mahometano
15. Libros cordobeses
16. La Feria de la Salud
17. Antonet
18. Los piconeros
19. Los Juegos florales
20. Las verbenas
21. Don José González Correa

22. El Triunfo
23. La redacción de “El Adalid”
24. Los baños
25. Eduardo Lucena y el “Centro filarmónico”
26. Procesiones de rogativa
27. La velada de San Juan
28. La Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes
29. Carlillos el pintor y Montesinos
30. Romances y relaciones
31. El caño gordo
32. Visitas regias
33. La Escuela provincial de Bellas Artes
34. Hojas poéticas
35. La Feria de la Fuensanta
36. D. Francisco de B. Pavón y la botica de San Antonio
37. La batalla de Alcolea
38. Don Juan Tenorio
39. Las avenidas del Guadalquivir
40. Los nacimientos
41. Rafael Romero de Torres
   

 

 

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CUATRO PALABRAS

 

No soy partidario del prólogo, porque si lo escribe el mismo autor de la obra prologada resulta un autobombo, y si lo encarga á otro escritor equivale á decirle: elogia mi trabajo.

Por las razones indicadas empiezo este libro solamente con unas líneas que le sirvan de presentación. No es una obra de las llamadas de estudio ó de consulta, no es una producción literaria de altos vuelos; es, sencillamente, un conjunto de descripciones, hechas con más ó menos acierto, con mayor ó menor fidelidad que otras, de lugares, escenas, tipos, usos, costumbres, personalidades y sucesos de Córdoba, pero de la Córdoba de ayer, que tiene para muchos la seducción del pasado y para no pocos el dulce encanto del recuerdo.

Los hijos de este hermoso rincón de Andalucía que gocen al rememorar los tiempos felices de su juventud, pasarán, sin duda, horas agradables leyendo estas páginas, como yo las pase al escribirlas, y me perdonarán las incorrecciones que encuentren en ellas. A esos les dedico mi modesto trabajo.

Las personas que corrieron sobre el pasado el velo impenetrable del olvido, atentas sólo al presente y anhelando escalar el porvenir, no hallarán solaz alguno en mis artículos. Esas, si llega á sus manos el presente volumen, no deben tomarse la molestia de abrirlo.

Y aquí concluyo estas cuatro palabras, las cuales, en mi concepto, han de ser más útiles para el lector que un extenso y rimbombante prólogo.

Ricardo de Montis

 

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LA PLAZA DE LA CORREDERA

 

Pocos lugares de Córdoba evocan los recuerdos del pasado con tanta intensidad como la plaza de la Corredera.

Ese extenso paraje, rodeado de antiguas y simétricas construcciones que perdieron parte de su armonía á causa de dos formidables incendios, con sus arcadas y soportales, con sus balcones corridos, con sus ventanas casi cuadradas, habla al espíritu observador de otras épocas llenas de poesía y tiene un dulce encanto para el enamorado de la historia.

Allí, con poco esfuerzo, la imaginación compone los cuadros de los torneos, en que héroes como el Gran Capitán, don Alonso de Aguilar y otros muchos demostraban que eran tan diestros en las justas, disputándose el premio por su dama, como en la guerra luchando con ardimiento por su Dios y por su Rey; vé el acto solemne de la proclamación de Felipe V; asiste á la jura de banderas por nuestros bizarros ejércitos y se regocija con las funciones de fuegos artificiales en honor de los Soberanos y con aquellas interminables fiestas de toros, que duraban casi todo un día, en las que hicieron gala de su valor y destreza Montes, Pedro Romero, Cuchares, Panchón, el Chiclanero y otros diestros de la antigüedad quienes mataban seis toros de ocho años en cada corrida lidiábanse doce ó dieciseis por la exigua cantidad de doscientos reales, según consta en algunas cuentas que se conservan en nuestros archivos.

Y la fantasía nos traslada al primitivo mercado de los jueves, fundado por Real cédula de Carlos V en el año 1526, al que concurrían casi todos los cosarios de la provincia y en el que asediaba al comprador, para llevarle las cestas ó los fardos á cambio de unos cuantos maravedises, una verdadera turba de muchachos vagabundos, envueltos en sus mantas, por lo que el pueblo llamábales manteses ó mantesones, palabra genuinamente cordobesa, con la cual aún se designa á la gente perdida y de malas costumbres.

Y después, ya en nuestros tiempos, recordamos el mercado al aire libre de hace pocos años, que en periodos de lluvia, con sus enormes sombrajos de lona, semejaba un campamento, y rememoramos con tristeza los días de nuestra infancia ya remota en que, al aproximarse la Navidad, íbamos á la Corredera para solazarnos con la contemplación de los puestos de zambombas, panderetas y toscas figurillas de barro y para adquirir el misterio y los pastores que habían de constituir el Nacimiento, uno de los sueños dorados de la niñez venturosa.

En la plaza y en sus alrededores por la época á que nos referimos, había establecimientos é industrias que lograron merecida fama y popularidad; la fábrica de sombreros de aquel gran filántropo que se llamó don José Sánchez Peña, montada en vetusto edificio que fué prisión en tiempos remotos; la primitiva tienda de quincalla de Córdoba, denominada Fábrica de cristal, porque su laborioso fundador empezó vendiendo objetos de vidrio y de hojalata que el mismo construía; los talleres de los esparteros, instalados exclusivamente en estos lugares y que dieron nombre á la calle Espartería; los clásicos mesones que evocaban el recuerdo de siglos pasados; los bodegones con sus mesas llenas de mal oliente bazofia; los puestos de loza basta y de jarras y botijos de La Rambla; el escritorio ambulante del memorialista; las mesillas de los zapateros remendones y de las chindas, nombre con que solo en nuestra capital se designa á las vendedoras de los despojos de reses.

En el Arco bajo las prenderías y los baratillos, manifestación pública de la miseria y recipientes de toda clase de gérmenes morbosos; más allá la renombrada pastelería del Socorro; pasando el Arco alto las tiendas de tejidos baratos y de ropas hechas para la clase pobre, con sus fachadas llenas de bombachos, blusas, alpargatas, prendas interiores y gorras de quinto; los tenderetes de los vendedores de relaciones y romances que los extendían en las aceras y los colgaban en cuerdas sujetas con clavos á las paredes; en la calle Ayuntamiento las banastas llenas de flores, que semejaban trozos arrancados á los huertos cordobeses ó á nuestra incomparable Sierra; en la plaza del Salvador los almacenes de calzado de recio cordobán, con sus zapateros de relucientes calvas, entre los que sobresalía el maestro Tena, un hombre casi analfabeto, no obstante lo cual era un prodigio como numismático, y en todas aquellas inmediaciones las clásicas tabernas con su sello especial que las distinguía de todas las del resto de España.

A aumentar la animación propia de la Corredera en las horas de mercado, en que la invadían ancianas despenseras, frescas mozas y hombres chapados á la antigua, ocultando el canasto para la compra bajo la capa hasta en el mes de Agosto, contribuían y contribuyen los trabajadores del campo que por las mañanas congréganse en la plaza del Salvador y en Sus contornos, donde se conciertan los ajustes con los amos y se arreglan las viajadas.

Y por todos los lugares indicados desfilaban los tipos más característicos de nuestra ciudad: el vendedor de El Cencerro, periódico que le arrebataba el pueblo en la época de la revolución, pues no había cortijada donde no se leyese de sobremesa; Antonet con su guitarra y sus canciones; Castillo, el expendedor ambulante de específicos, que tan pronto se presentaba en lo alto de su mesilla con bata y gorro griego como vestido de hebreo ó de moro; el tonto Miguelinzo con su acordeón; Torrezno, el mendigo idiota, confidente de Zugasti durante su campaña contra el bandolerismo andaluz, y otros muchos que podríamos enumerar.

Y en tiempos de agitaciones políticas aparecía también en tales sitios, arengando á las masas con voz retumbante, don Francisco Leiva, aquel infatigable orador republicano de contestura atlética que tomó parte como voluntario en la celebre batalla de Alcolea y después escribió la obra más completa que se ha publicado relativa á tal episodio de nuestra historia.

Dominando el ruido ensordecedor de los pregones, de los cantares, de la charla, de los carros, la campana de la iglesia de San Pablo llamaba á los fieles, y vendedores y compradores, todo el pueblo, siempre católico, muchas mujeres cubriéndose la cabeza con el delantal ó con el pañuelo de mano á falta de mejores tocas, acudían al templo para oir la primera Misa al padre Cordobita, aquel respetable anciano, verdadero manojo de nervios, que llegó á ser una institución en nuestra capital.

Y no había jóvenes que después de pasar la noche de serenata ó de fiesta, al retirarse á sus casas, dejaran de visitar la Corredera, así como de ir en busca de Navas, el guarda particular de la calle Almonas, arsenal ambulante de toda clase de armas, para darle una broma pesada ó recordarle la ocasión en que le hicieron creer que hablaba por teléfono con su padre, muerto hacía muchos años.

Fiesta memorable para el vecindario de la plaza era la procesión de la Virgen del Socorro.

Pocos actos religiosos han inspirado en Córdoba el entusiasmo que aquel.

La noche en que se celebraba ofrecía la Corredera un golpe de vista hermoso.

Ocupábala una inmensa muchedumbre, compuesta en su mayoría por gente del pueblo; los innumerables balcones y ventanas que le imprimen un sello característico, casi todos engalanados con pintorescas colgaduras, hallábanse repletos de hermosas mujeres que cubrían sus bustos con el airoso mantón de Manila y ostentaban entre el cabello un diluvio de flores.

El alegre repique de las campanas, el incesante estallido de los cohetes, anunciaban la llegada de la procesión; á poco el Arco bajo inundábase de luz, aparecía en el la imagen venerada, y aquella multitud, ebria de gozo, de fervor, prorrumpía en delirantes, vítores, que no cesaban un momento hasta mucho después de haberse alejado la comitiva.

Desde la torre de la fábrica de sombreros de Sánchez Peña enfocaban á la Virgen con una luz eléctrica, que por ser entonces poco conocida llamaba extraordinariamente la atención de las personas sencillas, y la efigie, bañada en resplandores, recorría magestuosa la plaza y parecía que entre sus labios carmíneos vagaba una sonrisa de satisfacción, la sonrisa con que la madre acoge las caricias y los halagos de sus hijos.

Después había fuegos artificiales, cucañas, bailes, rifas y otras diversiones y algunos años se completó el programa con un espectáculo sensacional: los arriesgados ejercicios del celebre funámbulo Blondin que atravesaba la plaza sobre una maroma, sujeta á los balcones más altos, llevando, para que le viesen bien, dos grandes antorchas en los extremos de su balancín.

Hoy todo esto ha desaparecido, y la Corredera, con la construcción del Mercado en su centro, ha perdido el carácter primitivo, dejando de ser una de las plazas más pintorescas de España.

Pero el progreso se impone y en aras de él hay que sacrificar todo, lo que significa tradición, aunque nos cueste gran trabajo y nos produzca honda pena á cuantos hemos pasado ya los linderos de la juventud.

 

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PERIÓDICOS SATÍRICOS

 

A pesar de que Córdoba, como toda Andalucía, es la tierra de la gracia y del ingenio, en nuestra población no han abundado los periódicos satiricos y muy pocos de estos lograron popularidad y larga vida.

Los primeros publicáronse á raiz de la revolución; desde el afio 1868 hasta el 1871 aparecieron Juan Palomo, El Murciélago, El Cencerro, La Víbora, El Can-can. El Gato, El Aguijón (que era repartido gratuitamente), El Tambor (adversario de El Cencerro), El Fandango y Lucas Gómez.

De todos los mencionados El Cencerro fue el que obtuvo más suerte; fundólo don Luis Maraver y se editaba en los talleres de don Rafael Arroyo.

Aparecía todos los domingos y adquirió tanta celebridad en poco tiempo que su propietario, para ampliar el inesperado negocio que se le presentaba, trasladó su residencia á Madrid y allí siguió y sigue tirándose dicho semanario, que hoy arrastra una existencia casi inverosímil.

Era el periódico favorito de las clases populares; no

había casa de vecinos ni cortijada donde no se leyera, y aunque es verdad que regocijaba á la gente debemos reconocer, por desgracia, que con su lenguaje poco culto, chavacano á veces, y con sus tendencias antireligiosas, ha causado más perjuicios que beneficios al pueblo.

En varias ocasiones fué suprimido por los Tribunales de justicia como consecuencia de causas que se instruyeron á sus directores y entonces, para no interrumpir la publicación, apareció con los títulos de El Tío Conejo y Fray Liberto.

A la muerte de don Luis Maraver se encargaron de redactarlo individuos de su familia, que después cedieron la propiedad á otras personas. Hoy ignoramos á quien pertenezca.

Exceptuando el anteriormente indicado sólo La Víbora merece especial mención de todos los periódicos satíricos que enumeramos al comienzo de esta nota.

Lo creó un periodista, muy joven entonces, tan ingenioso como mordaz, don José Navarro Prieto, y sus críticas le proporcionaron serios disgustos.

Una semblanza que empezaba de este modo:

"Se trata de un tipo
muy alto, muy alto;
un poquito cojo
y un poquito manco
que dá muchas voces
cuando está borracho"

fue causa de que tuviera un encuentro desagradable con una persona muy conocida en esta capital, que le agredió cierta noche en las callejas de las Azonáicas.

También alguno de sus escritos motivó el encarcelamiento del señor Navarro.

Este, al suspender la publicación de La Víbora, fundó La Cotorra, periódico semanal, como aquel, y de su mismo género.

En 1885 apareció El Bombo, semanario más que satírico festivo, ilustrado con caricaturas, cuya redacción estaba formada por distinguidos é ilustrados jóvenes de esta capital, entre los cuales figuraban dos que más tarde habían de llegar á las altas esferas del poder: don Antonio Barroso Castillo y don José Sánchez Guerra.

Un verdadero bohemio de las letras, don Emilio López Dominguez, lanzó al estadio de la prensa La Revista municipal, dedicada á poner en solfa, con mucha gracia, las sesiones del Ayuntamiento y á agotar la paciencia del Jefe de los guardias municipales, sólo porque este nada tenia de Adonis, de Apolo ni de cosa que se le pareciera.

En cierta ocasión, al aproximarse la Pascua de Navidad, el periódico aludido ofreció regalar un pavo á la persona que acertara quien era el hombre más feo de Córdoba.

En el número siguiente La Revista municipal publicó un suelto concebido en estos ó parecidos términos: "No podemos cumplir, con gran pesar nuestro, la oferta de regalar un pavo á la persona que acertara quién es el hombre más feo de Córdoba pues de los cincuenta y nueve mil habitantes que tienen esta población más de cincuenta mil nos ha contestado que el Jefe de los guardias municipales y no poseemos dinero para adquirir tal cantidad de las mencionadas aves ni hay medio fácil de reunirlas en un momento determinado.

El señor López Dominguez, posteriormente, dirigió El Incensario, periódico que llevó la sátira á un extremo de exageración lamentable y dió motivo á que circulara un libelo anónimo denominado El Botafumeiro, de triste recordación.

Algunos jóvenes, pintores y escritores, publicaron una revista titulada La Feria de la Salud el año en que se estrenaron las casetas de estilo árabe que figuran hoy en nuestro famoso mercado.

Y esta innovación, así como el hecho de haber ordenado el Alcalde á todos los dependientes del Municipio que contribuyeran con un donativo de macetas de flores á adornar los jardines del Duque de Rivas, los cuales acababan de formarse, proporcionaron á los autores del referido periódico fuentes de inspiración para hacer varias caricaturas y algunos chistes de buen gusto.

Una de aquellas, titulada Cantar en acción, representaba un conocido guardia del Municipio cargado con un tiesto de plantas, y al pie decía:

"Barea el municipal
ayer pasó por aquí;
llevaba al hombro un rosal,
por eso lo conocí".

Unos estudiantes idearon, para distraer los ocios de las vacaciones veraniegas, publicar otro semanario con monos titulado La Ducha, y tras innumerables peripecias sólo consiguieron que saliera á luz el primer número.

Un escritor festivo, al enterarse de la muerte de tal periódico, le dedicó el siguiente epitafio:

"La Ducha ha fallecido
pocas horas después de haber nacido;
esto le probará á sus redactores
lo que es un parto en tiempo de calores".

En los últimos años del Siglo XIX desfilaron por la prensa cordobesa La Cotorra (segunda época), La Cotorrita, El Lorito, El Sable, La Murga, El Látigo y otros, todos de existencia efímera y de los cuales sólo dos lograron interesar al público: La Cotorra y El Látigo.

El primero, que fué el de más larga duración, se hizo popular por sus semblanzas de gente conocida y por algunas campañas beneficiosas que, burla burlando, emprendió con acierto.

Una noche varios individuos penetraron en una casa de mal vivir y cometieron toda clase de atropellos, incluso el de arrojar á unas mujeres por un balcón.

La Cotorra Censuró aquel acto de barbarie en un enérgico artículo titulado "Cieno" que fué recibido con aplauso por la opinión.

Los autores de la hazaña buscaron al Director del periódico, un pobre hombre que había solicitado con insistencia el cargo por figurar, careciendo en absoluto de dotes para ejercerlo y le exigieron una satisfacción, asustándole con amenazas, ó que les dijera el nombre de la persona que había escrito aquel trabajo.

El buen Director encaminóse muy apurado á la redacción para contar lo que le ocurría; tan pronto como lo supo el autor del artículo salió en busca de los individuos enojados y al encontrarles no sólo se declaró responsable de todos los conceptos emitidos, sino que anunció que la semana siguiente publicaría otro más duro, lo cual hizo en efecto.

Ninguno de aquellos iracundos señores se atrevió á contestarle una palabra: ¡como que se trataba de un hombre que se había batido heróicamente en los campos de batalla y que, además, manejaba toda clase de armas con una destreza asombrosa!

Respecto á El Látigo puede decirse que fué el extertor de la agonía de aquel malogrado periodista que se llamó Julio Valdelomar.

En el vertió toda la hiel con que amargaron su triste existencia hombres sin corazón y amigos desleales.

Por eso la lectura de este periódico satírico más que la risa á los labios hacía asomar las lágrimas á los ojos.

 

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LAS JIRAS CAMPESTRES

 

Aunque no se ha perdido en Córdoba la costumbre de organizar jiras campestres, las que hoy se celebran difieren mucho de las antiguas.

En la actualidad las familias que disponen de medios para ello pasan una temporada todos los años en las incomparables huertas de nuestra sierra, y las que no pueden permitirse este lujo se conforman con ir los domingos, un rato por la tarde, al Ventorrillo del Brillante ó á la carretera de Trassierra, lugares que se han convertido hoy en paseos, y solamente la clase obrera suele echar un dia de campo ó ir de perol, según las frases gráficas, lo cual hacían antiguamente desde la persona mejor acomodada hasta el último trabajador.

El sábado ó la víspera del día festivo preparábase todo lo necesario para la jira; los canastos de las viandas, la esportilla bien repleta de sabrosas aceitunas, la bota del vino, que hoy ha desaparecido por completo, la guitarra, las castañuelas para el baile y la soga larga y resistente para el columpio.

Los muchachos no dormían pensando en la ida de campo.

Antes de que amaneciera ya estaban levantados todos los expedicionarios, reflejándose una aleda indescriptible en sus rostros, y apenas se divisaba la primera claridad del alba emprendían el camino de la sierra, las mujeres cargadas con los cestos, los mozos llevando la guitarra, la bota y el frasco del aguardiente, y los hombres de más peso la escopeta ó las redes y los palotes para cazar unos pajarillas que dieran buen gusto al arroz.

Estas caravanas sentaban sus reales en sitios donde hubiese buen agua, un llano próximo para bailar y correr y un par de olivos en condiciones para hacer en ellos el columpio.

Y allí pasaban las horas inadvertidas, unos cazando, otros entregándose á honestas diversiones, las viejas dedicadas al arte culinario.

Y cuando el sol daba su último beso de luz á las crestas de los montes, emprendían todos el regreso tan alegres como estuvieran á la ida, sin mostrar cansancio, llenos los pulmones de aire puro, y dispuestos, después de unas horas de reposo, á continuar su labor diaria.

Eran famosas las jiras campestres de los plateros, de aquellos artífices que dieron fama universal á una industria cordobesa.

Ellos no las celebraban únicamente los domingos, improvisábanlas cualquier día, un dia hermoso de invierno, de esos que convidan á tornar el sol.

Bastaba que un operario de un taller iniciara la idea

para que todos, desde el maestro hasta el último aprendiz, la acogiesen con entusiasmo; al punto dejaban su delicada labor y media hora después veíaseles marchar camino del campo, rebosantes de satisfacción y de júbilo.

Y eran estas de los plateros jiras espléndidas en las que había derroche de todo: de buen humor, de alegría, de vino, sin que jamás la sombra de un disgusto empañara el contento de los expedicionarios.

Nuestra ciudad, como casi todas las de España, tiene también su clásica romería, la de la fiesta de la Candelaria, que primero se celebró en el arroyo de las Piedras y hoy se verifica en el de Pedroches.

El hermoso espectáculo que presenta dicho paraje el 2 de Febrero ha sido descrito y cantado por nuestros mejores poetas y la romería en cuestión sirvió de tema, hace muchos años, en unos Juegos florales.

Más de una vez registráronse en estas excursiones accidentes desagradables ó cómicos y se represento á lo vivo la escena del célebre cuadro Se aguó la fiesfa, á causa de la inesperada aparición de un toro.

Estas visitas, desagradables siempre, nos recuerdan el siguiente hecho: un pobre blanqueador, muy aficionado al campo, á quien sus amigos llamaban el Conde Negri, sorprendió en cierta ocasión á aquellos con la noticia de que' había inventado un procedimiento, acerca del cual guardaba gran reserva, para que huyese de la persona que lo pusiera en práctica el toro más temible por su bravura.

Un día en que, según su costumbre, se fué de perol con varios camaradas, hallándose todos sentados tranquilamente á la orilla del río, presentóse un novillo, y apenas divisó el grupo dirigióse hacia él en carrera vertiginosa.

El Conde Negri, radiante de gozo porque iba á demostrar la eficacia de su invento, levantóse de un salto, se quitó el sombrero, inclinó el cuerpo hacia adelante como si fuera á andar á gatas, y en esta forma, muy despacio, marchó hacia donde estaba la fiera, caminando para atrás y moviendo á la vez el sombrero con ambas manos colocadas por debajo de la cintura.

El novillo, al fijarse en aquel bulto extraño, retrocedió algunos pasos, no se sabe si por miedo ó para tomar mayor carrera, pero volvió á avanzar ligero como un rayo dando tan terrible embestida al pobre blanqueador que fué á caer de bruces en el río con la rapidez de una saeta.

No es necesario decir la carga que le dieron los amigos ni que desistió en aquel acto de volver á ensayar la experiencia.

Aunque el tiempo propio de estas jiras es el invierno, nunca dejaron de celebrarse en Córdoba durante la primavera y el estío, ya por la tarde ó por la noche, para ir á los melonares y á comer lechugas é higo-chumbos.

No hace muchos veranos se pusieron de moda las excursiones nocturnas á la Palomera, adonde iban innumerables familias para echar uno cana al aire con el pretexto de beber las ricas aguas de la fuente que hay en dicho lugar, aunque muchos las sustituyeran por el Montilla ó el amílico.

Y no debemos concluir estas Notas sin mencionar también otra clase de jiras no menos características de nuestra ciudad que las indicadas: las que efectúan los muchachos á los habares para hacer la doctrina, frase genuinamente cordobesa con la que ellos califican el hurto de habas.

 

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"PEPITO EL DEL HUERTO" Y DON PAULINO

 

Entre las personas que gozaron de popularidad en Córdoba, hace ya bastantes años, figuraban los maestros de baile conocidos por Pepito el del huerto y Don Paulino.

Y aunque dedicados á la misma profesión eran dos tipos completamente opuestos: uno el bailarín popular, otro el que pudiéramos llamar aristocrático.

Pepito el del huerto, así apodado porque vivió mucho tiempo en el huerto del "Vidrio", situado en los callejones próximos al paseo de San Martín, frente al edificio que hoy ocupa la Audiencia, fué en sus mocedades botinero.

Joven alegre, aficionado á la juerga y habilísimo en el baile, no había casorio, bautizo ni parranda en que él no fuera elemento principal.

Las mozas que asistían á tales fiestas tenian á gala bailar con Pepito, cordobés neto, que derrochaba donosura en esos bailes genuinamente andaluces y artísticos llamados el vito, las peteneras, las soleares y las sevillanas.

Y á la vez que con sus primores coreográficos entusiasmaba á las hembras, sabia con su gracia hacer las delicias de todos los concurrentes.

Le solía acompañar un gitano de muy pocos años, casi un chiquillo, operario de su taller de botinería, muchacho ocurrente como pocos, capaz de hacer desternillar de risa al hombre más misántropo; un individuo á cuyo alrededor no había penas, como aseguraban cuantas personas le conocían.

El oficio de botinero vino á menos; llegó un día en que desapareció y entonces Pepito el del huerto dedicóse á dar lecciones de baile.

Y no es necesario decir que hizo mucho negocio; que pasaba todo el día, de casa en casa, enseñando ese arte siempre bello, casi indispensable para la mujer, y que, por las noches, su academia estaba concurridísima.

Todos los años, al llegar los Carnavales, organizaba con algunos de sus discípulos una comparsa llamada Los boleros y recorría nuestras calles y visitaba las principales casas de la población, obteniendo muchos aplausos y no poco dinero á la vez.

Al efectuarse la apertura del paseo del Gran Capitán y la urbanización de sus alrededores desapareció el huerto del "Vidrio" y Pepito tuvo que levantar de allí sus reales, instalándose en un viejo caserón de la calle del Cuarto, también con honores de huerto, que hoy aun se conserva como en la época á que nos referimos.

En él tuvimos ocasión de conocer al maestro de baile más popular de Córdoba, ya viejo, rendido por su labor y por los años, pero siempre alegre, siempre decidor, siempre deseoso de que le hicieran palmas, para lucir su agilidad y su maestría.

En una amplia habitación de paredes blancas como el ampo de la nieve, iluminada por varios velones que pendían de las toscas vigas del techo, estaba instalada la academia.

A ella acudían mozas y mozos de los barrios bajos, llenándola casi por completo; un hijo de Pepito rasgueaba en la guitarra sevillanas, peteneras y soleares, walses y schotis, el maestro aparecía con la gravedad propia de quien ejerce el sacerdocio de la enseñanza y comenzaba la lección.

Cuando el profesor fatigado, más por el peso de la edad que por el ejercicio, tenia que suspender este para descansar en el viejo sillón de enea, sustituíale su esposa, una anciana también, muy lista y muy simpática, y luego su hija, preciosa joven de facciones delicadas y porte señoril.

Las últimas veces que visitamos esta academia sufrimos una impresión triste y dolorosa.

Pepito el del huerto, el hombre jovial, siempre activo y diligente, aquel manojo de nervios, que al oir una guitarra no era suyo, y al coger las castañuelas parecía que se quitaba cincuenta años de encima, yacía postrado en su sillón de enea, triste, víctima de una parálisis que inmovilizaba sus miembros, sumiéndolo en un estado muy semejante á la muerte.

Su esposa y su hija seguían dando lecciones porque aquel era su único medio de subsistencia, y cuando Pepito, en un momento de lucidez, podía apreciar la magnitud de su infortunio, dos gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas y hundía la cabeza en el pecho para que no le vieran llorar; ¡quien llora en una academia de baile!

 

*

 

Don Paulino no era cordobés; ignoramos el lugar de su nacimiento.

Dedicó toda su vida, según él aseguraba, al arte coreográfico, y figuró muchos años en los cuerpos de baile de las compañías de opera.

Ya viejo, cuando tuvo que abandonar el teatro, establecióse en Córdoba y se dedicó á la enseñanza.

Y aquí se,hizo, como Pepito el del huerto, un tipo popular.

¿Quién no recuerda á aquel anciano, de aspecto simpático, muy pulcro, muy limpio, envuelto en largo gabán durante el invierno, vestido invariablemente de chaquet, que más parecía un característico de comedia antigua que un bailarín?

Profesaba una verdadera adoración al baile, que para él era el arte por excelencia y siempre tenía un gesto de desprecio para quienes se mofaban de tal ejercicio, considerándolo cosa fútil y sin importancia.

No concebía tampoco que hubiese quien se dedicara á aprenderlo y menos á enseñarlo sin saber música y, según él, no podía exigirse perfección, belleza ni elegancia en las actitudes y movimientos coreográficos á la persona que ignorase los secretos del pentágrama.

Don Paulino cayó bien en Córdoba, como vulgarmente se dice, y á poco de haberse establecido en esta ciudad tenía gran número de lecciones.

Casi todas las jóvenes de su época pertenecientes á la buena sociedad fueron discípulas suyas ,y él se envanecía de ello tanto como de los elogios y aplausos que las prodigaban en las reuniones cuando lucían las habilidades que les enseñara su maestro.

A todos los alumnos profesaba un cariño entrañable, y reunía las condiciones imprescindibles para obtener frutos de la enseñanza: paciencia, afabilidad y don de transmitir.

En algunas ocasiones presentóse en nuestros teatros, pero la escena no era ya su centro.

Un bailarín de setenta años, aunque haya sido una verdadera notabilidad como lo fué Don Paulino, sólo puede inspirar lástima á las personas de buenos sentimientos, risa á las demás.

En cierta ocasión celebrábase una fiesta en la morada de una linajuda familia de Córdoba; las hijas de los dueños de la casa, alumnas aventajadísimas de Don Paulino, habían de bailar todo su repertorio, y el maestro, como era consiguiente, figuraba entre los invitados á la reunión.

A la hora de comenzar esta, con una puntualidad cronométrica, llegó nuestro nombre, envuelto en su largo gabán, y sin despojarse de él presentóse en el salón donde se hallaban los invitados.

A poco manos expertas arrancaron torrentes de notas al piano; voces delicadas llenaron el espacio de dulces armonías y luego llegó la hora del baile.

La hija mayor del aristocrático matrimonio levantóse dispuesta á hacer gala de su donosura y habilidad; simultáneamente se levantó Don Paulino y despojándose de su gabán, á la vez que decía: "esta noche te acompaño yo", apareció vestido de andaluz, con el traje que llamamos corto, y en la actitud de hacer una salida de sevillanas.

La sorpresa fué general y no hemos de entrar en el análisis de la impresión que produjo aquella extraña é inesperada figura. Dedúzcala el lector por las consideraciones que exponemos antes.

No hace muchos años Don Paulino sufrió una horrible desgracia; resbaló y cayó en la calle, fracturándose una pierna.

La curación fué larga y cuando estuvo restablecido del accidente veíamosle más demacrado que antes, siempre triste y sombrío, apoyado en un bastón para poder andar, aunque con gran trabajo, ir de puerta en puerta mendigando una limosna.

Y al encontrarle reproducíase en nuestro cerebro la imagen de Pepito el del huerto paralítico, y reflexionábamos acerca del triste fin de estos dos hombres, y entonces sí que asomaba á nuestros ojos una lágrima mucho más abrasadora que la que escaldara las mejillas del pobre maestro de baile de la calle del Cuarto cuando veía, inmóvil, desde su sillón de enea, girar en vueltas vertiginosas á la juventud que le rodeaba, y sentíamos una pena más honda que la que embargara el corazón de las personas de buenos sentimientos ante el espectáculo de un pobre anciano, vestido de corto, haciendo piruetas en el teatro ó en el salón de la casa aristocrática.

 

 

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LA TABERNA

 

La taberna de Córdoba ha perdido el carácter típico, el sello especial que la distinguía de las tabernas de todas las demás poblaciones.

Hoy carece de aquella sencillez primitiva que le daba su mayor encanto; es, por regla general, un establecimiento lujoso, bien decorado, lleno de luces y hasta de espejos, ígual á todos los que hay dedicados al mismo comercio en el resto de España.

Antiguamente la taberna cordobesa hallábase instalada en una casa grande, que jamás carecia de patio, un patio de tapias bajas para que lo invadiera bien el sol; de piso formado por piedras menuditas; muy limpio, muy alegre, lleno de macetas de flores y de jaulas con pájaros.

El despacho no se parecía al de las demás tiendas: tras un amplio mostrador de pino, invariablemente pintado de color de caoba, hallábanse, á un lado, las viejas botas, unas sobre otras, que contenían el oloroso nectar de Montilla; al otro la ventruda tinaja del vinagre y la orza con las ricas aceitunas, y frente la estantería, azul con filetes rojos, repleta de frascos y botellas, á los que servían de fondo relucientes bateas de latón apoyadas sobre la pared; debajo de la anaquelería el medidor, tosca mesa cubierta de zinc, y en ella el echador, pintarrajeado barreño procedente de Andújar, que hoy buscan con interés las personas aficionadas á las antigüedades, y el jarro para vaciar por el embudo, análogo al echador.

En un rincón el diminuto estante con puertas de cristales, que contenía en una tabla los bolados para los refrescos y en la otra los libritos de papel de fumar y las cajas de fósforos.

Sobre el mostrador, en primer término, una panzuda jarra, también compañera, por sus labores, del barreño; la botella de las guindas y la salvilla con los vasos y las copas.

Colgados de la pared el embudo y las medidas; pendientes del techo varios manojos de lentisco para cazar las moscas y dos ó tres quinqués de reverbero que durante la noche iluminaban débilmente la estancia.

En una de las paredes, cerca del mostrador, hallábase el indispensable ventanillo, que aún conservan muchas tabernas, por el cual serviase á las personas que rehusaban entrar en el despacho.

Todas las habitaciones de la casa ostentaban, en la parte superior de sus puertas, una pequeña cortina roja, formando puntas, cada una de las cuales terminaba en una borla, cortina que, como dice muy bien un estimado amigo nuestro, era un pedazo de la gloriosa bandera de la Patria.

El mobiliario de dichas habitaciones consistía en varias mesas, pintadas lo mismo que el mostrador, y multitud de sillas, bastas y recias, de las llamadas de Cabra.

No decoraban entonces los muros vistosos carteles anunciadores de ferias y corridas de toros ni cuadros con cromos más ó menos artísticos, sino estampas hechas en la primitiva litografía malagueña de Mitjana representando episodios históricos, escenas taurinas ó retratos de los más célebres diestros de la antigüedad.

Lo único que no se ha modificado en nuestras tabernas con el transcurso del tiempo ha sido la denominación especial de las medidas. El sistema métrico-decimal no ha entrado en tales establecimientos.

Hoy, como ayer, se expende el vino por botellas, medios, vasos y medias y el aguardiente por copas y chicuelas, si bien el tamaño de las copas ha disminuido considerablemente, quedando casi relegadas al olvido las primitivas que ahora se designan con el nombre de clásicas.

Tampoco ha habido modificaciones en la original clasificación de los vinos, según su precio: siguen denominándose de veinte, de dieciseis y de doce, que eran los cuartos á que antiguamente se vendía el cuartillo.

En lo único que se advierte diferencia notable es en la calidad del líquido. La destrucción por la filoxera de los magníficos viñedos de nuestra provincia y los progresos de la química, no siempre útiles, son causa de que hoy no abunden, como antes, los riquísimos vinos de Montilla, que gozan de fama universal.

¡Quién no recuerda aquellos néctares deliciosos de las celebres tabernas de la Coja y la Cosaria!

En dichos establecimientos y en todos los que se hallaban en los barrios bajos de la población había vino de veinte que, según los buenos bebedores, era bálsamo. ¿A que obedecía esto? A que la clase pobre, moradora en tales barrios, sólo consumía el de doce y aquel hacíase viejo en las botas, adquiriendo un olor y un sabor riquísimos.

Hoy el de doce, por su inferior calidad, apenas tiene salida; en muchos establecimientos ni siquiera lo hay y todo el mundo recurre al de veinte ó, por lo menos, al de dieciseis.

No eran antes las tabernas de Córdoba, ni hoy lo son en su mayoría, y nos complace mucho declararlo, focos del vicio ni teatros de escándalos y pendencias.

Eran puntos de reunión de obreros, industriales y comerciantes que concurrían á ellas para pasar un rato con los amigos en amena charla, para cambiar impresiones sobre el trabajo ó para hacer algún negocio.

Poco antes de mediodía las tabernas llenábanse; el pueblo iba á tomar las once, lo que hoy llamamos el aperitivo, para comer á las doce y acostarse á dormir la siesta después de cerrar las puertas de las casas, costumbre patriarcal que paralizaba la vida de la población durante un par de horas en aquellos tiempos, mucho mejores que los actuales, en que el piso de nuestras calles estaba cubierto de yerba.

Muy rara vez se registraba una cuestión seria ó un accidente desagradable en la taberna; todo quedaba reducido á la discusión interminable de dos piconeros tras de haber apurado una infinidad de medias ó al alboroto del Zapatero largo y la Cumplía que iban, invariablemente, á dormir la mona en el Galápago.

Como en aquellos tiempos no se trasnochaba, los lugares de reunión á que nos estamos refiriendo cerrábanse temprano y se abrían antes de que las interminables recuas de hermosos burros cargados de costales llenos de trigo despertasen con su cencerreo al vecindario.

Los taberneros, hombres por regla general robustos, eran cordobeses chapados á la antigua, de buen carácter, de paciencia sin limites y de intachable honradez, aunque nunca ha faltado quien murmure que les gustaba bautizar el vino.

No por eso dejaban, alguna que otra vez, de jugar malas partidas á ciertos parroquianos, como lo demuestran los dos casos siguientes con que ponemos fin á estas notas.

Una tarde del mes de Julio penetraron en una taberna dos segadores, con las fauces abrasadas por el calor; pidieron dos chicuelas de aguardiente y como vieran, mientras se las servían, unas enormes jarras, limpias y sudorosas, colgadas en el patio, abalanzáronse á ellas y de un solo trago apuraron su contenido.

Después bebieron las chicuelas y, al preguntar al tabernero qué le debían, aquel contestó con gran calma: por el aguardiente nada, por el agua dos pesetas.

Protestaron los segadores, pero al fin tuvieron que pagar la suma que se les reclamaba, en virtud de los razonamientos del tabernero: todas las tardes reuníanse allí varios amigos que iban, no precisamente por el vino, sino por el agua de las jarras, y cuando se presentasen aquel día y las encontraran sin el fresco líquido, de seguro no harían su gasto corriente, que era de ocho ó diez reales.

El dueño de otra taberna, individuo que fué muy popular, hallábase en cierta ocasión desesperado porque no entraba un alma en su establecimiento.

Una noche presentóse, al fin, un parroquiano, portador de una soberbia curda; sentóse ante una mesa, pidió un medio, bebióselo y se quedó dormido.

El sueño iba haciéndose demasiado largo y el tabernero tuvo una idea feliz: fué á la cocina, cogió varios platos de los que le habían servido para su comida, todavía con las sobras de las viandas, y los llevó á la mesa del borracho.

Al despertar este, algunas horas después, llama al tabernero, entrególe los ocho cuartos, importe del medio, y se dispuso á proseguir su interrumpida marcha, pero el amo del establecimiento le detuvo, diciéndole con simulada extrañeza: ¡qué me da usted aquí, sólo el importe del vino! Y la cena ¿quien la paga?

-¿Qué cena? exclamó estupefacto el parroquiano.

-¡Pues la que se comió usted antes de dormirse! ¿No se acuerda y todavía tiene ahí los platos?

El pobre hombre miró con asombro aquellos restos de comida; quiso, en vano, recordar la escena del fantástico banquete, y acabó por entregar á su interlocutor los diez reales que le exigía.

Pero salió preguntándose á sí mismo: ¿qué habré comido yo de tan poco alimento que tengo el estómago como si estuviera en ayunas desde esta mañana?

 

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ATENEOS Y VELADAS LITERARIAS

 

Aunque en Córdoba, durante la segunda mitad del siglo XIX, hubo una pléyade de literatos muy estimables y más amor que hay en la actualidad al estudio, las ciencias y á la literatura, fueron muy pocas las sociedades que se crearon para fomentar esas aficiones y ninguna logró vida próspera ni larga.

Y es que los hombres que podían haberlas sostenido preferían, por el carácter especial de los cordobeses, á las exhibiciones en ateneos y demás centros análogos la reunión intima en la casa de un amigo, donde hablaban con libertad de todo, cambiaban impresiones y leían sus trabajos, satisfaciéndoles mucho más el elogio ó la advertencia del compañero que el aplauso de un público numeroso.

Por eso gozaron de notoriedad las reuniones literarias celebradas por el Barón de Fuente de Quinto, el Conde de Torres-Cabrera, el Marqués de Jover y otras personalidades, en las cuales se dieron á conocer poetas de tanta valía como Manuel Fernández Ruano, Antonio Fernández Grilo, Enrique Valdelomar y otros.

Una de las primeras tentativas de creación de un ateneo debióse á don Bernardo Iglesias, Gobernador civil de esta provincia, quien, en el año 1854, empezó á congregar á los escritores cordobeses en uno de los salones del edificio destinado á Gobierno civil, para celebrar conferencias y veladas de carácter literario y científico.

Cuando se dispuso de elementos suficientes organizóse un ateneo en forma, que estableció su domicilio oficial en el Círculo de la Amistad.

La existencia de este centro de cultura fué muy corta, así como la de los que se fundaron después con los títulos de Ateneo del Casino Agrícola (año 1854), Liceo Artístico Literario (1862, 1890 y 1892), Academia Literaria de la Juventud Católica (18771, La Juventud Estudiosa (1868) y El Progreso del Saber (1889).

En 1882, varios jóvenes, en su mayoría estudiantes, organizaron un modesto ateneo, que celebraba sus actos, en los salones de las Escuelas Pías de la parroquia del Salvador, de donde se trasladó al piso segundo del café del Gran Capitán.

Pusiéronse á discusión en este centro temas importantes, jurídicos, filosóficos y literarios.

Dos de los que originaron mayores polémicas fueron La abolición de la pena de muerte y ¿Cuál fué el primer monumento escrito en castellano?

Por cierto que no faltaron notas cómicas en estas discusiones.

Al tratar de la pena de muerte, un ateneista sostuvo, como prueba, á su juicio irrebatible, de que la Iglesia Católica la sanciona el hecho de que el sacerdote auxilie al reo en sus últimos instantes.

Otro, refiriéndose al primer monumento escrito, afirmó que era el Poema del Cid, fundándose en la antigüedad del personaje cuyas hazañas describe.

Y en vista de este modo de argumentar, un ingenioso y festivo poeta le objetó que tal monumento debía ser el Libro de Fleury, puesto que en él se trata de la creación del Mundo.

Invitadas por la Junta directiva de dicho Ateneo dieron en él conferencias personalidades que gozaban de justa reputación en todas las esferas del saber.

Muerto este centro, puede decirse que renació de sus propias cenizas, exhuberante de vida, pues ya no contaba solo con los elementos estudiantiles, sino con todos los más valiosos de la población, siendo lujosamente instalado en el amplio edificio de la calle del Paraíso, hoy del Duque de Hornachuelos, en que estuvo el Casino Industrial.

Y allí se organizaron brillantes festivales, en los que al par que á la ciencia y á la poesía se rindió culto á la música, cooperando á su éxito la participación que en ellos tomara la mujer.

Los salones de este Ateneo, en noches de veladas, eran punto de reunión de las damas cordobesas.

Y no sólo ocuparon la tribuna de referido centro los hombres de más saber que albergaba esta ciudad, sino algunos literatos ilustres que fueron nuestros huéspedes en aquella época.

Allí tuvimos ocasión de admirar y aplaudir las hermosas creaciones de doña Patrocinio de Biedma, del inmortal Zorrilla, de Enrique Pérez Escrich, de José Ortega Morejón y de otros poetas de altos vuelos.

Y tampoco faltaron allí, como en parte alguna, las notas cómicas. Un estudiante de leyes, avecindado en un pueblo, vino á Córdoba y suplicó al Presidente del Ateneo que le permitiese dar una conferencia.

Accedióse con gusto á la petición y el joven, muy satisfecho, se presentó ante un público selecto y numeroso, á hacer gala de sus conocimientos y de sus dotes oratorias.

Tras un exordio en el que quiso demostrar el gran apuro en que se encontraba por acceder á las reiteradas súplicas de aquella docta sociedad, anunció que iba á hablar del café, tema importantísimo como comprenderán nuestros lectores, y se extendió en una larga serie de consideraciones, todas vulgares y sin interés alguno.

Al concluir la disertación desencadenóse una furiosa tormenta; acompañada de lluvias torrenciales, que impidieron á los concurrentes abandonar el local.

Y entonces un ateneísta de buen humor y mucha gracia subió á la tribuna y después de anunciar que, en vista de que era imposible marcharse iba, para pasar el rato, á seguir la conferencia sobre el café exponiendo algo de lo que no había dicho su antecesor, empezó á tratar el asunto por el lado bufo, con lo que hizo desternillarse de risa al auditorio.

Enumeró las distintas clases de café que se toman, desde el agua de achicoria hervida en un puchero en la casa del pobre hasta el rico Moka hecho en maquinilla.

Consignó que el café se puede beber solo, con leche y con gotas; advirtió que para tomarlo fuera de casa hay necesidad de tener una perra gorda, por lo menos, precio á que lo expenden en los aguaduchos, ó treinta céntimos si se va al café, porque, aunque solo cuesta un real, el camarero pone mala cara si no se le da propina, y siguió en esta forma hasta agotar el repertorio de sus ocurrencias.

Cuando se le hubo terminado añadió muy serio: señores: es ya tarde y estarán ustedes hartos de café y con ganas de cenar; voy, por lo tanto, á hablar del chocolate que resulta más apetitoso á estas horas.

Y, en efecto, comenzó otra disertación con la que tuvo en hilaridad constante al público.

Como digno epílogo de la original velada, se improvisaron y leyeron varias poesías humorísticas, dignas compañeras de las conferencias sobre el café y el chocolate.

En uno de estos actos no faltó tampoco un desahogado que recitara, queriéndolo hacer pasar como suyo, nada menos que uno de los Pequeños poemas de Campoamor.

El Ateneo celebró, además, tres fiestas en el Gran Teatro, dedicadas al eximio poeta don José Zorrilla; una con motivo de su coronación, otra cuando visitó á Córdoba de regreso de Granada y otra al ocurrir la muerte del egregio cantor de nuestras viejas tradiciones.

La segunda resultó la velada más brillante que se ha verificado en esta capital.

En la tercera ocurrió un incidente que no dejó de tener gracia.

Presentóse en ella, por primera vez ante el público, un joven poeta y empezó á leer, de manera detestable, una composición bastante bien escrita, pero demasiado larga.

Los espectadores comenzaron á demostrar su aburrimiento, y al fin uno del paraíso, harto ya de venos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Que se calle el de Monturque!

El pobre joven estuvo á punto de desmayarse y jamás volvió á leer sus producciones en público.

Al terminarse la construcción del edificio en que se halla el Café de Colón fué trasladado á su piso principal el Ateneo y allí lo hundió, para no levantarse más, lo que arruina á no pocas entidades y á muchas personas; el lujo.

Después nadie ha intentado siquiera crear otro centro de cultura análogo en Córdoba.

Alternaban con los actos á que nos hemos referido, además de las sesiones de la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes y de las veladas del Centro Filarmónico, también consignadas en estos apuntes, otras no menos agradables en el Círculo Católico de Obreros, instalado en un amplio local anejo á la iglesia de San Francisco, y en la Sociedad de Orífices y Plateros.

Estas últimas llegaron á adquirir verdadera importancia, pues en ellas no sólo tomaron parte todos los mejores poetas de Córdoba, sino los que accidentalmente se hallaban en nuestra población al anunciarse algunas de dichas reuniones, tales como Sinesio Delgado, Miguel Gutiérrez, Juan Menéndez Pidal y otros.

Hoy de todo aquel movimiento intelectual sólo nos queda el recuerdo, pues por desgracia aquí, al par que mueren los escritores sin que otros les reemplacen se va extinguiendo también la afición á las letras.

 

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EL CARNAVAL

 

Las máscaras, permitidas en Córdoba desde tiempos remotos las noches de San Juan y San Pedro, no fueron autorizadas en los días de Carnaval hasta el año 1852.

El Ayuntamiento acordó en ese año solemnizar el natalicio de la Infanta María Isabel, Princesa de Asturias, con multitud de diversiones populares, Y para organizarlas nombró una comisión presidida por el ilustre decano de la prensa local y entonces teniente de alcalde don Rafael García Lovera.

Suyo fué el pensamiento de consentir el uso de disfraces el primer día de Carnaval, implantando así una costumbre ya antigua en otras capitales y, aunque la idea tuvo enemigos tan encarnizados como don Ramón Aguilar, triunfó á la postre.

El público aguardaba con impaciencia la nueva diversión, aunque nadie se atrevía á exhibirse con antifaz, y ya dudaban muchos del éxito de la fiesta cuando se presentaron en el paseo cinco ó seis máscaras, envueltas en lujosos dominós, calzando guante y repartiendo dulces y galanterías entre las damas. Formaban parte de aquel grupo de máscaras don Fausto y don Ignacio Garcia Lovera, don Manuel Barroso y don Rafael Padilla.

A la aparición de tales máscaras sucedió la de otras muchas, y tan agradablemente impresionados por la brillantez y cultura de la diversión quedaron sus iniciadores, que dieron permiso para que se repitiera los dos días siguientes.

En vista del éxito, el Municipio dispuso la celebración de fiestas análogas todos los días de carnaval de los años sucesivos; después toleró que el domingo primero de Cuaresma, ó sea el de Piñata, hubiera la mascarada del Entierro de la sardina y, por último, consintió el uso de disfraces en ese día con la misma libertad que en los de Carnestolendas.

A las exhibiciones públicas, más ó menos grotescas, sucedieron los magníficos bailes de trajes en los salones del Circulo de la Amistad y del Casino Industrial, y la formación de numerosas estudiantinas y comparsas.

De estas sobresalieron las tituladas Las tres coronas del Arte, La crisis, El pendón azul, Los hambrientos, El Arte y Amor y desinterés, para la cual el malogrado Eduardo Lucena escribió la bellísima jota ¡Olé!, popular no sólo en España sino también en París, donde llamó la atención con ella una estudiantina que postulaba para socorrer á los menesterosos.

Posteriores á las citadas fueron El bazar de novios, La ilustración española, El hambre en veinte tomos, Los negritos, Los herreros, La crisis monetaria, El barco, Los boletos, constituida por niños que bailaban aires andaluces, y La raspa, á la que hicieron célebre sus buenos cantantes y sus coplas satíricas.

Sustituyó á esta la magnífica estudiantina del Centro Filarmónico, de la que tratamos ya en otras Notas cordobesas, la cual desapareció al morir su director don Eduardo Lucena, y algunos indivios [sic] del Centro formaron después La Tuna cordobesa, que recorrió nuestras calles durante los últimos carnavales del siglo XIX, al par que las tituladas El cisne, Blanco y Negro, Los siete niños de Ecija y las creadas por el último Ateneo que hubo en Córdoba y por la Asociación de obreros "La Caridad".

En cierta ocasión una de esas estudiantinas fué detenida por cantar coplas censurando con dureza á las autoridades, y el día siguiente al de la detención salió otra comparsa que se expresaba por medio de la mímica y titulábase De los escarmentados nacen los avisados.

El público celebró mucho la ocurrencia.

Máscaras notables sólo ha habido algunas que imitaban perfectamente á tipos muy populares en esta capital. No las citamos por razones fáciles de comprender, pero sí consignaremos un suceso que tuvo gracia. Una persona tan conocida como apreciada en Córdoba quiso, tiempo há, embromar á su familia y á los amigos, y para lograrlo dísfrazóse en la casa de un pariente suyo, único poseedor del secreto, y se echó á la calle dispuesta á correrla.

A los pocos instantes oyó el enmascarado que le nombraban; hizose el distraído, prosiguiendo la excursión carnavalesca, pero nuevamente escuchó su nombre y notó al fin, con extraordinario asombro, que lo repetían muchos transeuntes.

Avergonzado y sin explicarse la causa de que todo el mundo le conociera, tornó al domicilio de su pariente, donde le dieron la clave del enigma. Llevaba escrito su nombre en la espalda con grandes caracteres.

El autor de la broma fué el ocurrentísimo don José González Correa, y la víctima su hermano político don Francisco Serrano.

Hoy, después de un largo periodo de lamentable de cadencia, parece que renace el Carnaval culto de otros tiempos.

En el paseo de la Victoria se instalan tribunas, desde las cuales el público libra verdaderas batallas con las personas que ocupan los carruajes, sirviendo de proyectiles ramos de flores, dulces, papeles picados y serpentinas; exhíbense algunas carrozas de buen gusto, la Estudiantina del Real Centro filarmónico "Eduardo Lucena", sucesora de aquella que logró merecido renombre, suele recorrer las calles un día y obsequiar con agradabilísimos conciertos á determinadas personas; nos visitan algunas comparsas de pueblos próximos, y el Círculo de la Amistad y los demás casinos celebran bailes de máscaras con lucimiento extraordinario.

Esta resurrección, llamémosla así, de costumbres que desaparecieron, debe llenarnos de júbilo, pues es un signo del progreso de Córdoba.

¿Cómo apreciar mejor el grado de cultura de un pueblo que presenciando sus fiestas de Carnaval?

 

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EL BARRIO DE LA MERCED Y "LAGARTIJO"

 

Uno de los barrios mis típicos de Córdoba es el de la Merced, situado en un estremo de la población, muy cerca del campo, casi en la falda de Sierra Morena, que lo acaricia con sus brisas cargadas de perfumes.

Barrio antiguo, clásico de ciudad vetusta, no busqueis en él edificios á la moderna, de gran elevación, ni calles bien alineadas.

Las casas son de uno ó dos pisos; no hay en ellas la simetría ni reunen las comodidades que apreciamos en las que se construyen actualmente, pero en cambio tienen mucho sol, mucha luz, mucha alegría y unos patios muy grandes, llenos de enredaderas, de dompedros, de claveles que manos femeninas cuidan con esmero; con el cariño que siente la mujer por las flores.

Las fachadas de esas casas no brillan con el brillo del estuco, pero su blancura ciega cuando el sol las baña de plano y casi todas ellas, en vez de los zócalos de ricos mármoles, ostentan otros mis humildes pintados con humo de pez ó con almazarrón.

Las calles tortuosas, empedradas con gruesas guijas que sirven de proyectiles á los muchachos para sus campales batallas, traen á nuestra memoria el recuerdo de otras épocas y si las recorremos durante la noche, al claror de la luna, nos parece que vamos á tropezar, á cada paso, con una ronda de corchetes, con una dueña misteriosa ó con un galán de amplio chambergo y reluciente espada.

Con ser esto muy original, aún tiene algo más característico el barrio en cuestión; es el barrio exclusivo de los toreros cordobeses.

En él vieron la primera luz todas las grandes figuras de la tauromaquia, desde Pepete hasta Lagartijo y Guerrita; en él hicieron su aprendizaje; en él tuvieron su escuela, el viejo matadero, que por estar situado allí también dió su nombre al barrio en cuestión.

¡Cuántas veces Rafael Molina y Rafael Guerra asaltaron las tapias del mencionado edificio y burlando la vigilancia de sus dependientes ensayaron pases, quiebros y toda clase de suertes con las reses, más ó menos bravas destinadas al degüello!

Los toreros modestos á quienes su arte no producía lo suficiente para vivir dedicábanse á matarifes ó carniceros, sin duda por la analogía que hay entre este oficio y aquella profesión.

Todos los habitantes de la Merced vivían completamente aislados del resto de los vecinos de Córdoba; muy pocas veces transitaban por aquellas tortuosas vías personas que no fuesen del barrio y, por qué no decirlo, cuando alguna aventurábase á recorrerlo, además de despertar la curiosidad de las mujeres y chiquillos, exponíase á ser víctima de las mofas de unas y otros.

Hoy, por fortuna, nada de esto sucede, lo cual prueba el progreso de la cultura de nuestra población.

Además, un torero cordobés que no perteneciera al barrio, era mirado con desdén por todos sus compañeros y hasta poníase en tela de juicio su valía.

En una tarde de corrida eran dignas de ver las calles del repetido barrio; ni en una verbena popular hay más animación.

Todo el vecindario asomábase á las puertas de sus casas para presenciar el paso de los diestros que habían de tomar parte en la fiesta y en los alrededores de los domicilios de aquellos agolpábase una gran muchedumbre, con el mismo fin.

Un clamoreo semejante al provocado por el cohete que estalla y se deshace en lágrimas de oro en una función de fuegos artificiales, anunciaba la salida de los toreros que, precedidos de una turba de chiquillos, dirigíanse á la plaza, gallardos, apuestos, luciendo sus ricos trajes de vivos colores y contestando con sonrisas á las frases cariñosas de los amigos, á las dulces palabras de las mozas, á los requiebros de tas comadres...

Y cuando se alejaban, muchos labios entreabríanse para elevar oraciones al Cielo y mucho; ojos se cubrían de lágrimas.

Al terminar la corrida, si los diestros regresaban á sus hogares aclamados por la multitud, el barrio entero celebraba el triunfo como se celebran los grandes acontecimientos, y el gozo desbordábase de los corazones, y todo era diversión y alegría.

En estos cuadros llenos de luz se destacaba como principal figura, una figura en verdad jigantesca dentro de su esfera, la de Lagartijo.

Aquel coloso, aquel verdadero artista de la tauromaquia, cuyo cuerpo desgarbado se transformaba en la plaza, convirtiéndose en el torero más arrogante, más gentil que ha pisado la arena, contribuyó poderosamente á aumentar la popularidad del barrio de la Merced, hizo que dejara de ser un rincón casi olvidado de Córdoba y constituyó el lazo de unión entre la gente de coleta y las personas de todas las demás clases sociales, que antes de la época en que llegara á su apogeo Rafael Molina hallábanse algo distanciadas de cuantos vestían el traje de luces.

Y además fué la Providencia de los vecinos pobres, pues si su magnánimo corazón se revelaba con cuantos á él acudían en demanda de auxilio ó socorro ¿qué no había de hacer con sus compañeros, con sus amigos de la infancia, con sus convecinos y deudos?

El era el padrino obligado en bodas y bautizos, por él no quedaban sin comer innumerables familias, por él librábanse de los rigores del frío muchos infelices y no iban á la fosa común los restos sin vida de algunos desgraciados.

Así se comprende que si el recuerdo del gran torero no se borra de la memoria de los buenos aficionados, el del hombre caritativo perdura también en Córdoba y sobre todo en el antiguo barrio del Matadero, á una de cuyas principales vías nuestra Corporación municipal puso el nombre de calle de Lagartijo, realizando un acto de justicia merecedor de alabanzas.

Rafael Molina Sánchez puede ser considerado como una de las primeras figuras de la Córdoba del siglo XIX, como la encarnación del legendario tipo andaluz, pródigo, alegre, valiente, caritativo, que derrocha el dinero en una fiesta, se juega la vida á cada momento, enjuga las lágrimas de quien llora y tiene siempre entre los labios una broma para el amigo, un requiebro para la moza, una palabra de consuelo para el desgraciado y una oración para la Virgen de su culto.

A todas estas dotes uníase en Lagartijo otra más estimable aún: la modestia; ni las ovaciones de las muchedumbres, ni las lisonjas de grandes y chicos despertaron nunca su vanidad.

En cierta ocasión, hallándose rodeado de amigos, díjole uno de ellos: Rafael, si te hubiesen dado un billete de cien pesetas por cada vez que te han tocado las palmas ¡qué capital poseerías!

Y el contestóle al punto con una ingenuidad asombrosa: pues más dinero tendría si me dieran un billete de cinco duros por cada vez que me han mentao la madre.

Tales eran Lagartijo y el barrio de la Merced.

Hoy del primero solo resta la memoria y el segundo ha variado mucho, perdiendo su carácter primitivo.

Sin embargo, aunque hayan desaparecido todos aquellos famosos diestros que en é1 vieron la primer luz y los que quedan no habiten ya en sus casas, llenas de sol y de flores, es y será, mientras exista la ciudad de San Rafael, el barrio de los toreros cordobeses.

 

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LA CASA DE VECINOS

 

Las construcciones modernas van haciendo desaparecer la antigua casa de vecinos, típica de Córdoba. Hace treinta años la veíamos en todas las calles, hoy la encontramos solamente en los barrios bajos de la población.

No es un edificio dividido en departamentos aislados, con poca luz y menos ventilación, como la de las grandes poblaciones; es un viejo caserón, bañado constantemente por el sol y perfumado por las brisas de la Sierra, dondes;e vive en familia, á semejanza de los pueblos primitivos, sin duda más felices que nosotros.

Porque todos los moradores de cada una de esas casas constituyen una verdadera familia, heterogénea y numerosa, unida por los vínculos del afecto.

Cada vecino siente como propias las penas y las alegrías de los demás: les consuela en el infortunio y participa de sus goces.

¿Hay un enfermo? Pues todos se aprestan á asistirle, á cuidarle con esmero, con cariño, quitándose gustosos las horas de descanso para dedicarlas á esta noble misión.

¿Hay alguno en situación apurada por falta de trabajo ó por otra circunstancia cualquiera? Pues sus convecinos llegan á privarse hasta de lo necesario para que no muera de hambre ni tenga que recurrir á la caridad pública.

Y si alguien insulta, si alguien maltrata á cualquier individao [sic] de estas venturosas familias, veréis á los demás salir á su defensa, veréis á las mujeres, principalmente, aprestarse á vengar el ultraje, valiéndose, no sólo de la lengua sino de las uñas, si es preciso.

Así ocurren frecuentes reyertas, en las que rizos y moños suelen rodar por el suelo y á las cuales pone término cuando no la casera, el guardia municipal del distrito.

La casera es el personaje más saliente de estas viviendas populares; ella hace de cabeza de familia aunque tenga marido, pues para el desempeño del cargo que ejerce impúsose la mujer al hombre mucho antes de que se hablara del feminismo.

La casera ocupa la mejor habitación y sus funciones son múltiples y variadas; ella cobra los alquileres, ordena ciertos servicios domésticos, pone paz entre los matrimonios mal avenidos, borra las rencillas sin fundamento, vigila á las mozas que tienen novio, aconseja al que se separa del buen camino, reprende al borracho, despide al inquilino que no le conviene y arma la bronca cuando cree oportuno para hacer respetar sus derechos.

Una de sus principales obligaciones es la de cerrar la puerta de la calle, invariablemente y con puntualidad cronométrica, á las diez de la noche en el invierno y á las once en el verano: las buenas costumbres así lo exigen.

Y ya puede ir después de esas horas cualquier vecino y cansarse de llamar; pasará la noche á la intemperie, si no busca otro refugio, y al día siguiente, como complemento del castigo, sufrirá un buen repaso de la casera.

Naturalmente están exceptuados de la regla establecida para recogerse los vecinos que, por sus oficios ú ocupaciones, tienen que trasnochar, pero estos poseen llaves, que facilita la encargada de la vivienda, aunque no de muy buen grado por cierto.

La mayoría de los servicios y faenas de la casa se ejecuta por riguroso turno. Así cada sábado le toca á una vecina barrer la puerta, cada semana ocupar la pila para el lavado de la ropa, cada mes dar bajeras á la fachada, cada noche encender el farol del portal, cada vez que se rompe la soga del pozo sustituirla por una nueva y hasta donde hay varias muchachas con novio estas turnan en el usufructo de la gradilla de la puerta para pelar la pava.

En cambio cuando se aproxima la Semana Santa ó la Feria y cuando va á pasar por la calle la procesión del Santísimo todas tienen la obligación de enjalbegar la fachada y apenas es de día salen, en refajo, provistas de sus escobillas, y en poco tiempo dejan los muros blancos como una paloma, según ellas mismas dicen.

En la casa de vecinos hay dos dependencias importantes: una, la principal, es el patio, ese patio con mezcla de huerto, encanto de los extranjeros y admiración de los artistas.

Cubren sus paredes enredaderas trepadoras, verde yedra y olorosos jazmines; en su frente elévase el macetero, pirámide esbelta llena de flores, que sirve de nido á policromos insectos y delicadas mariposas; en los arriates que lo rodean hay bellos rosales y frondosos dompedros; en el suelo una alfombra de manzanilla; en la tosca balaustrada de madera, pintada de azul rabioso, que limita la galería del piso alto, innumerables jarras llenas de claveles reventones que serán lucidos por las mozas entre el pelo en noches de verbena ó de jolgorio.

Allí se festejan los grandes acontecimientos de la vecindad: el otorgo, el casamiento, el bautizo, la vuelta del soldado que fué á la campaña, y se celebran como el pueblo sabe celebrarlo todo: con música de guitarras que alegran el alma, con cantares sentidos que llegan al corazón, con el baile clásico de Andalucía, tan artístico como la danza griega y tan voluptuoso como la oriental.

Y allí, en las noches de verano, después de haber regado bien el piso de menudas piedras, siéntanse los vecinos en amable coloquio para descansar de los trabajos del día.

En torno á la anciana, que se distrae haciendo calceta, agólpanse los chiquillos empeñados en que les cuente cuentos; las madres duermen á sus hijos en el regazo, murmurando monótonas canciones; las jóvenes charlan de sus amoríos y en la penumbra de un rincón una pareja feliz, abstraída de cuanto le rodea, rima el dulce y eterno idilio de los enamorados.

Algunas noches, generalmente las de los sábados, esta calma patriarcal se trueca en bullicio indescriptible; es que se ha organizado una caracolada ó una sangría que sirve de pretexto á aquella venturosa gente para echar una cana al aire.

Otra dependencia que juega un papel importantísimo en estas casas es la habitación más amplia del piso bajo que tenga ventanas á la calle; su inquilino ya sabe que está obligado á cederla en determinadas ocasiones.

Como que en ella se instalan los altares del Jueves Santo y de la Cruz de Mayo, cubriéndola de colgaduras, llenándola de imágenes, de luces, de flores, que la convierten en un templo en miniatura erigido por la Fé del pueblo, siempre arraigada, siempre inquebrantable.

Y cuando ocurre una gran desgracia, cuando el destino arrebata la vida de una joven, aquella habitación conviértese en capilla; allí se la coloca, también cubierta de flores, y ante el cadaver desfila todo el barrio, vertiendo lágrimas las mujeres, sollozando los hombres, y repitiendo todos á la familia doliente la fórmula de ritual en estos casos: Salud para encomendarla á Dios.

Y hay mozo que al acercarse á la ventana, sombrero en mano, para contemplar el cadáver, recuerda la noche del Jueves Santo en que también se aproximó, de igual modo, para entonar una saeta y surge en su memoria una copla, tan poética y sentida como todas las del pueblo, y le dan ganas de cantar, á guisa de responso:

¡Mira qué bonita era...
se parecía á la Virgen
de Consolación de Utrera!

 

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EL TEATRO

 

La afición al arte teatral, que hoy ha decaído notablemente en Córdoba, fué extraordinaria durante la primera mitad del siglo XIX y aún en algunos años posteriores.

Pruébanlo el considerable número de teatros que hubo en nuestra población y las muchas sociedades que se fundaron para cultivar el arte referido. Entre aquellos recordamos los titulados Principal, El Pecreo, Iberia, San Fernando, Cervantes, Moratín, Gran Teatro, Teatro de Verano, Variedades y Teatro-Circo del Gran Capitán.

El primero, destruido por un incendio, hallábase en el lugar que hoy ocupa la casa número 9 de la calle Ambrosio de Morales, y era el coliseo aristocrático de esta capital.

Por él desfilaron los artistas más eminentes de su época, en él se iniciaron las funciones por horas y con ellas lizo su entrada triunfal el llamado género chico.

El Café-teatro del Recreo, instalado en el edificio recientemente demolido en la calle de María Cristina para prolongar la de Claudio Marcelo, fué, por el contrario, el teatro democrático de Córdoba y no habrá anciano que no lo recuerde con gozo.

Allí pasaron nuestros abuelos horas agradabilísimas, escuchando las mejores zarzuelas del repertorio clásico, al mismo tiempo que saboreaban la taza de café, y no á cómicos de la legua, sino á artistas notables como la Willians, la Cubas, Antonia García, la Galé, la Imperial, Monjardín, Guerra y otros.

Y hubo compañías que hicieron muy buen negocio en ese teatro, á pesar de que el precio de la entrada con opción á consumo no llegaba jamás á una peseta, y que permanecieron años enteros con nosotros, estableciéndose tal corriente de confianza entre los actores y el público que se trataban como individuos de una misma familia.

Aquellos cómicos vieron nacer aquí á varios de sus hijos, uno de los cuales había de ser después actor que honrara á su ciudad natal: Pepe Moncayo.

Y no sólo fue el Recreo teatro de comedias, zarzuelas y dramas, sino también de idilios amorosos, que la discreción no nos permite recordar.

Análogos á este, aunque no lograron igual éxito, eran el de San Fernando, que también se hallaba en la calle María Cristina, entonces del Arco Real, donde después estuvo el café de la Viuda de Lázaro y en la actualidad hay una pasamanería y un almacén de esteras; el de Iberia, emplazado en el lugar de la calle García Lovera en que se levantan las oficinas de la Empresa del alumbrado por gas; el de Cevantes, establecido á pocos metros del anterior, en la misma acera de expresada calle, y el de Moratín, situado en la de Jesús María, frente al palacio de los Marqueses de Valdeflores.

Posteriormente el banquero don Pedro López Morales construyó el Gran Teatro, único que hoy queda de todos los citados, hermoso coliseo digno de nuestra población.

En los extensos patios de la antigua casa de la calle Gondomar, reconstruída no hace muchos años para establecer en ella las Escuelas-Asilo de la Infancia, se improvisó un teatro de verano que estuvo funcionando muy escaso tiempo.

A poco se levantó otro teatro veraniego, llamado de Variedades, en el solar del paseo del Gran Capitán contiguo al Casino republicano y, por último, construyóse el Teatro-Circo, que figura hoy en dicho paseo.

Tanto en el Teatro Principal como en el Gran Teatro además de presentarse numerosos espectáculos de distintos géneros, se celebraron fiestas literarias, bailes, reuniones políticas, banquetes y otros actos.

Además de los teatros públicos mencionados ha habido muchos particulares en Córdoba, algunos de verdadera importancia.

En la casa de la calle Duque de la Victoria, antes de los Huevos, propiedad de los herederos de don Antonio García Heller, fundó uno don José Gálvez, por los años 1818 á 19. En él empezaron á representar las comedias modernas varios aficionados de la buena sociedad, entre los que figuraban los sobrinos del dueño de la casa y el abogado don Juan de Gracia. Allí se pusieron en escena las famosas comedias tituladas "El chismoso", "El médico á palos", "El sí de las niñas" y "La mogigata". Uno de los sostenedores de este teatro, asiduo concurrente al mismo, era el juez Bernar y Vargas.

También á principios del siglo XIX, en la casa llamada del Bailío, su propietaria la señora Marquesa de Perales construyó un pequeño teatro en el que se efectuaron conciertos, representaciones dramáticas y hasta se cantaron óperas completas.

En la casa de la calle de Alcántara conocida por "Posada del Obispo blanco", hubo otro teatro, por los años de 1824 á 25, en el que varios industriales, entre ellos los sombrereros Montes y Sánchez, y la esposa de un sastre apellidado Clavijo, representaron la tragedia "Otelo", las comedias "A Madrid me vuelvo", "El pelo de la dehesa" y otras muchas.

En el edificio de la plaza de la Trinidad que posteriormente fué palacio de los Duques de Hornachuelos y que hoy ocupan las oficinas de la Delegación de Hacienda, del año 1835 a1 36 el industrial Bergel inprovisó un teatrito en el que se cantaron bastantes zarzuelas, distinguiéndose dicho industrial en la titulada "El tío Caniyitas".

También hubo, por el año 1836, un teatro de aficionados en el espacioso local que fué iglesia de los Mártires de Córdoba, la cual estuvo en el mismo lugar en que hoy se halla la ermita dedicada á San Acisclo y Santa Victoria en el paseo de la Ribera.

En el antiguo corral de Bataneros, del 1838 al 39, se creó un teatro lírico, en cuyas funciones tomaban parte los músicos de la Capilla de la Catedral, entre los que figuraban el violinista Talavera y el trompa Espejo. No solo cantaron zarzuelas sino algunas óperas como "El Califa Bagdad"

Del 1843 al 45 se fundó la sociedad denominada "El Liceo", la cual celebraba conciertos y representaciones de óperas en un teatro instalado en la plaza de las Nieves, donde hoy está el Círculo de la Amistad. Aquella sociedad dió nombre á la calle del Liceo, que ahora se denomina de Alfonso XIII.

Entre otras óperas puso en escena las tituladas "Norma", "Lucía de Lanmemoor" y "Lucrecia Borgia", y fueron tantos los elogios dedicados por la prensa á estas funciones, que el ilustre literato don Juan Eugenio de Arzembousch llegó á mofarse de ellos.

A mediados del siglo XIX también se representaron comedias en una casa de la calle Pera-Mato, según se afirma en la obra titulada "Casos raros de Córdoba".

Posteriormente en la casa número 5 de la calle Fitero varios jóvenes crearon una sociedad dramática denominada de "Las Dueñas", que formó un teatro en una de las amplias naves de dicho edificio. Algunos de aquellos aficionados lograron después contratarse, como actores, en buenas compañías.

En el año 1876 los señores Marqueses de Ontiveros construyeron un bonito teatro en su palacio de la plaza del Conde de Priego, donde se representaban comedias y zarzuelas.

En el piso alto del Café-Teatro del Recreo una sociedad de aficionados fundó el "Salón Rossini", para representar comedias y dar bailes y reuniones íntimas.

Dos teatros particulares que tuvieron gran popularidad fueron los del Horno del Camello, en la calle Diego Méndez, y del Horno del Veinticuatro, en la de su nombre. En ellos trabajaron muchos aficionados, y en algunas de sus funciones ocurrieron incidentes graciosísimos.

Por último, en nuestros días, hemos tenido el teatro de don Luís Barrena, instalado en su casa de la calle Almonas, hoy Gutierrez de los Ríos; el de don Salvador Barasona (uno de los mejores que ha habido en Córdoba) hecho en su domicilio de la calle José Rey, y el de la sociedad dramática "Manuel Espejo", que estaba en el barrio de Trascastillo.

Además, según afirma don Teodomiro Ramírez de Arellano en su obra "Paseos por Córdoba", "en la calle de las Campanas-hoy Sánchez de Feria-casa número 2, hubo en sus extensos salones, en más de una ocasión, teatros de aficionados".

Esta larga relación de teatros y sociedades dramáticas demostrará á nuestros lectores lo que decimos al comienzo de las presentes notas: que los cordobeses, en tiempos pasados, mostraron aficiones extraordinarias al arte de Talía.

Además de las sociedades indicadas, hubo otras que trabajaron en los teatros públicos, de las que mencionaremos las tituladas "Filarmónico-dramática", "La Amistad cordobesa", "Duque de Rivas", "Fernández Ruano" y "Vital Aza". En estas figuraban algunos aficionados muy notables, que llegaron á trabajar con excelentes compañías.

Hacia el año 1832 distinguidas personas de la buena sociedad cordobesa representaron comedias y cantaron óperas en el Teatro Principal. En aquellas funciones tomaron parte las señoras Mata y Morín (doña Leocadia) y los señores Garcia Lovera (don Ignacio) y Escandón.

Finalmente, también se han organizado en nuestra capital varios cuadros cómico-líricos infantiles, entre los cuales sobresalió uno que funcionaba por el año 1870, compuesto de niños de las principales familias de la población. Este cuadro tenía cuerpo coreográfico, en el que figuraba como primer bailarín un joven que después fué director de un periódico local: don Carlos Matilla de la Puente. Para la diminuta compañía á que nos referimos escribió una zarzuela titulada "Virtud y orgullo" el poeta don Fernando de Montis.

Tampoco es escaso el número de obras de autores cordobeses ó residentes en Córdoba estrenadas en los teatros de nuestra ciudad.

Nosotros recordamos las siguientes: los dramas "El Triunfo de la Lealtad" y "El sitio de Sevilla" y la comedia "Intriga de bastidores", originales del Barón de Fuente de Quinto; las comedias "El árbol de la esperanza", "La loca de la casa" y "La luz de la razón", de don Teodomiro Ramírez de Arellano; el drama "El espectro juez" y la loa "La Paz", de don Manuel Fernández Ruano; el monólogo "Víspera de boda" de don Julio Valdelomar; el juguete "Cásese usted con su abuela", de don Salvador Barasona; las comedias "El verbo comer" y "Por un pañuelo", de don Miguel José Ruiz; las comedias "El diamante en bruto" y "Piel de lobo", de don Ventura Reyes

Corradi; el juguete "La paletita", de don José García Plaza; los dramas "La mano de la Providencia" y "La heroina ó la insurrección de Santo Domingo", de don Cándido Costi; la comedia "Corte de cuentas", de don Rafael García Lovera; el juguete "Uno de tantos enredos", de don Rafael Conde Souleret; la zarzuela "Fé, Esperanza y Caridad", libro de don Luis Maraver y música de don Eduardo Lucena; el drama "La corona del deber", de don Camilo González Atané; los dramas "Alfredo de Lara" y "Don Lope de Aguirre", de don Ignacio García Lovera; lascomedias "El desafío", "¡Qué amigos tienes, Benito!" y "En broma", de don José Jover y Paroldo; el juguete "Lo que puede un alcalde", de don Francisco Ballesteros; las comedias "Los bebés" "A-2" y "Se afeita, corta y riza el pelo", de don R. Alfonso Candela; la comedia "¡Mentira!", de don Miguel Gómez Quintero; la zarzuela "Los imprudentes", letra del actor señor La-Guardia y música de don Manuel Molina; la comedia 'Puñalete", de don Antonio Escamilla Rodríguez; la zarzuela "Cataplún! del actor Guzmán; los monólogos "Fiera vencida" y "Las dos medallas", de don Julio Pellicer; el drama "El beso de Judas" y la zarzuela "Córdoba la Sultana", de Marcos R. Blanco Belmonte, la segunda con música de don Angel Galindo; el drama "Por egoismo", el diálogo "Día feliz", y la zarzuela "La Cruz de Mayo", de don Francisco Toro Luna, la última con música de don Dionisio Millán; el drama "La huelga", el diálogo "Si es delito, que lo digan" y el apropósito "La Cruz Roja" de don Emilio Santiago Diéguez; las zarzuelas "El yerno del alcalde", y "La noche de los dichos" de don Luís Peñalver, ambas con música de don Dionisio Millán; la comedia "Los pergaminos de marras", de don Vicente Toscano Quesada; la comedia "Un caso de hidrofobia" y la zarzuela "El piconero" de don Antonio Ramirez López, la segunda con música de don Francisco Romero; el drama "Redención" de don Juan de Alvear y los monólogos "Regeneración", y "Una copla que redime", del autor de estas líneas.

En el Café-teatro del Recreo se verificó un estreno memorable.

Un modesto empleado, cuyo nombre creemos oportuno omitir, escribió un melodrama titulado "La hija de la Providencia ó los serenos de Córdoba", basándose en un hecho que había ocurrido en nuestra capital: el abandono de una niña recien nacida á quien una mujer dejó dentro de un canasto, en la puerta de un establecimiento de comercio de la calle Esparteria.

El autor de la obra, en el primer cuadro de la misma, se limitaba á presentar, con un realismo despojado en absoluto de galas literarias, la escena que antes hemos indicado, á la cual seguía un interminable desfile de serenos cantando la hora, el hallazgo de la niña en el cesto y su entrega al comandante de los serenos que se ofreció á prohijarla.

El público, numerosísimo, que asistía á la representación, empezó á demostrar su desagrado al final de este cuadro; en el siguiente aparecía el patio de una casa de vecinos y en él varias parejas bailaban un schotis celebrando el bautizo de la niña.

Y de aquí no pasó el melodrama; los espectadores, enfurecidos, empezaron á silbar desaforadamente y á arrojar copas, botellas y hasta sillas al escenario.

Hubo necesidad de echar precipitadamente el telón y no faltó quien propusiera el asalto del proscenio, para colgar al autor y á los actores.

Aquel que, vestido de rigurosa etiqueta, gracias á la generosidad de algunos amigos, aguardaba impaciente el momento en que le llamaran para recibir los aplausos del púbico, tuvo que salir por la puerta falsa del teatro y refugiarse en una taberna próxima, de donde marchó á su domicilio, con toda clase de precauciones, á las altas horas de la madrugada.

Don Camilo González Atané, tras la lucha titánica que tienen que sostener los autores noveles, consiguió que la compañía de doña Julia Cirera le estrenase en el Gran Teatro el drama "La corona del deber".

El público no recibió muy bien el primer acto, y la Cirera, temiendo un fracaso, decidió suprimir el segundo y pasar al tercero.

No es necesario describir el asombro de González Atané al ver aquella terrible mutilación ni la extrañeza de los espectadores cuando notaron la falta completa de hilación entre las dos jornadas de la obra.

Jamás perdonó el autor esta mala partida á la famosa actriz.

Pero el estreno más desdichado de todos los que ha habido en Córdoba fué el de la zarzuela "¡Cata plún!", del actor don Rafael Guzmán.

Mediada la representación empezaron los concurrentes á abandonar el teatro, protestando de las obscenidades de la obra, y el Gobernador impuso una multa á Guzmán.

Los incidentes cómicos y las escenas chistosísimas ocurridos en los teatros particulares de Córdoba proporcionarían tema para escribir un libro muy ameno.

Una noche, en el teatro del Horno del Veinticuatro, como resultara interminable un entreacto, los espectadores empezaron á impacientarse y á demostrarlo de manera harto ruidosa.

Al fin levantóse el telón, salió al proscenio uno de los improvisados actores y, adelantándose hasta las candilejas, largó el siguiente discurso: respetable público: se han perdido unas enaguas blancas y nadie sale de aquí hasta que aparezcan.

Y volvió á bajar el telón y continuó el espectáculo en suspenso hasta que fué encontrada la prenda referida.

En el teatro del Horno del Camello muchas personas acostumbraban á entrar y salir durante las representaciones, causando á los concurrentes molestias y distrayendo á los cómicos.

Para evitar este abuso se acordó cerrar la puerta en el momento en que empezaran las funciones y no volver á abrirla hasta que concluyesen.

La mujer de uno de los aficionados que trabajaban llegó una noche después de la hora convenida, empezó á llamar y al preguntar el portero, mal humorado, quién era, contestó entre enfurecida y suplicante: abra usted, que mi marido es papel.

Y el feroz cancerbero contestóle sin vacilar: pues échelo usted por debajo de la puerta.

En la época á que se refieren estas notas solían venir á nuestra población, durante la feria, compañías de cómicos ambulantes que instalaban sus teatrillos en el campo de la Victoria.

En uno de ellos representábase en cierta ocasión una comedia titulada "Moros y cristianos".

Al final de un acto, uno de los artistas, que tenía el defecto vulgarmente llamado media lengua, presentóse vestido de moro, izando una bandera, y exclamó con gran énfasis: venciedon los modos y las medias lunas holladon las bandedas españolas.

Al terminar el parlamento, unos individuos de buen humor prorrumpieron en estruendosos aplausos, al mismo tiempo que pedían la repetición de la escena.

El pobre actor, muy satisfecho de su triunfo, declamó nuevamente las frases anotadas y los espectadores volvieron á aclamarle y á gritar con toda la fuerza de sus pulmones: ¡que se repita, que se repita!

Ya comprendió el cómico la mofa de que era objeto y arrojando al suelo con furia la bandera y sustituyéndola por una enorme navaja de Albacete que ocultaba debajo del jaique, gritó, á su vez, en tono de desafío: iquien quiera que lo repita que suba!

No hay presición [sic] de añadir que inmediatamente reinó en el teatro un silencio sepulcral.

 

 

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LA SEMANA SANTA

 

La Semana Santa, nunca celebrada en Córdoba con el lujo y la ostentación que en otras poblaciones, tiene aquí dos notas características muy poéticas y eminentemente populares: los altares y las saetas.

La saeta cordobesa no se parece á la sevillana; en esta se notan vestigios del canto flamenco; en aquella hay algo de los trenos de Jeremías; más sentimiento, más sabor religioso.

Nuestra saeta es el grito que lanza la madre al ver muerto á su hijo; e! gemido de la humanidad que llora arrepentida de su crimen.

Cantada por la voz vibrante de una mujer nos da la impresión más exacta del sublime poema del Gólgota.

La tradicional costumbre de los altares se va perdiendo como otras muchas; hoy casi exclusivamente se conserva en los barrios bajos de la ciudad.

Hace treinta años eran pocas las familias que no instalaban altares, para pasar en ellos la noche del Jueves Santo velando al Señor.

Poníanlos en habitaciones espaciosas, con ventanas á la calle, á fin de que pudiera verlos el público. Y cada cual echaba el resto para que su altar superara en magnificencia al del vecino.

Colgaduras, alhajas, imágenes, luces, flores amontonábanse en aquellos sagrarios erigidos por la fe del pueblo al Divino Redentor, formando un conjunto artístico, hermoso, lleno de encantos indescriptibles.

Los dueños de los altares invitaban á sus amigos y amigas para que fuesen á cantar saetas, y con este motivo la velada prorrogábase hasta el día.

Los mozos reuníanse en grupos para visitar los altares; el que mejor cantaba se abría paso entre los curiosos agrupados ante la ventana de cada uno de aquellos y, sombrero en mano, entonaba una saeta, la cual era en el acto contestada por una de las mujeres que había en el interior de la habitación. Y seguían á la primera copla otras muchas, sin que jamás faltara la genuinamente cordobesa:

"¡Qué hermoso está el monumento
con tanta luz encendía;
mujeres que estais adentro
dispertar si estais dormías
á adorar al Sacramento."

Si el cantor era amigo de la familia de la casa esta le obsequiaba con la clásica copa de aguardiente y una exquisita torta, elaboración especial de nuestras tahonas para la Semana Santa.

Los altares daban gran animación, durante la noche del Jueves, á las calles, muchas de las cuales semejaban ferias, por sus innumerables puestecillos de tortas y hornasos.

En materia de procesiones nunca se ha distinguido esta capital ni por el número ni por la calidad de las mismas.

Antiguamente la Hermandad de los Panaderos sacaba el domingo de Pasión la imagen de Jesús Nazareno que se venera en la iglesia parroquial de San Lorenzo y la conducía al Calvario, situado en el lugar conocido por el Marrubial, donde hoy se eleva el cuartel de Alfonso XII.

Algunos años la Cofradía de los Curtidores sacó también procesionalmente, el Lunes Santo, la efigie de Jesús en el huerto, de la parroquial de San Francisco.

Desde hace bastante tiempo, en la noche del Jueves Santo sale la procesión llamada de Jesús Caido, procedente de la iglesia de San Cayetano, cuya Hermandad fué presidida por el gran torero Lagartijo, quien regaló á la imagen una magnífica túnica, hecha en Barcelona.

La principal procesión de Córdoba es la del Viernes Santo, que se forma en la parroquial del Salvador.

En ella figuran, invariablemente, la Cruz de la iglesia auxiliar del Espíritu Santo, conducida por su Hermandad, que la llama Cruz guiona, por ir delante, y algunos, uniendo las dos palabras, denominanla la crujiona; un Jesús Crucificado, del templo de los Padres de Gracia; Nuestra Señora de las Angustias, del de San Agustín; el Santo Sepulcro, del del Salvador, y la Virgen de los Dolores, de iglesia hospital del mismo nombre.

Este es el mejor paso de cuantos se exhiben en nuestra capital, si no por su merito artístico por su lujo y magnificencia.

La imagen predilecta de los cordobeses tiene dos valiosos mantos, uno negro, que le regaló el Obispo de esta Diócesis don Juan Alfonso de Alburquerque, y otro azul, bordado y donado por varias señoras.

También posee riquísimas alhajas, entre ellas una diadema de gran valor que le legó la señora Marquesa de Salazar.

Además de las imágenes dichas han figurado, algunas veces, en esta procesión, las igualmente mencionadas de Jesús en el huerto, Jesús Nazareno y Jesús Caído; la del Salvador con la cruz de plata, que hay en la iglesia del Hospital de Jesús Nazareno; la de Jesús rescatado, del templo de los Padres de Gracia, y la de Cristo amarrado á la columna, del de San Francisco.

Un año también formaron parte de la misma procesión las efigies de San Juan, la Magdalena, la Verónica, un Ecce Homo y Jesucristo Crucificado entre el buen ladrón y el mal ladrón.

En épocas ya remotas, imitando el ejemplo de otras poblaciones, los individuos de algunas hermandades iban uniformados con túnicas blancas, moradas ó negras, ostentando en la cabeza enormes cucuruchos, de los cuales pendía un pedazo de tela que cubría el rostro, á guisa de antifaz.

Y los muchachos, siempre traviesos, entreteníanse en colocar grandes piedras sobre las largas colas de los mazaragüevos, extraño nombre que el vulgo daba á tales individuos quienes, al final de la jornada, resultaban con las túnicas hechas pedazos.

Cuando concluía la procesión del Santo Entierro innumerables personas acompañaban á las imágenes de Nuestra Señora de los Dolores y del Cristo de Gracia hasta sus iglesias, haciéndolas objeto de hermosas manifestaciones de fervor.

Por último, el Domingo de Pascua se forma, desde hace muchos años, en la parroquial de Santa Marina, la procesión de Jesús resucitado, que recorre los alrededores del templo.

Una costumbre que va desapareciendo, con lo cual nada se pierde, es la de colocar en los balcones, el Domingo antes citado, peleles ó Judas, en los que el pueblo sacia sus iras, destrozándolos á palos y pedradas.

En cambio subsiste la de celebrar el toque de gloria con disparos de armas de fuego, arrastrando latas y realizando otros actos que serán manifestaciones de júbilo entre salvajes, pero que no lo pueden ser en pueblos rnedianamente civilizados.

Tres sucesos dignos de mención, muy desagradables por cierto, han ocurrido en Córdoba el Viernes Santo.

Hace ya algún tiempo, en las primeras horas de la tarde, con general sorpresa del vecindario hasta que se dio cuenta de lo que pasaba, fué interrumpido el silencio propio del día por el toque de las campanas de todos los templos parroquiales. Hacían la señal de fuego á causa de haberse declarado un voraz incendio en un depósito de maderas del Campo de San Antón.

Pocos años después, á las once de la noche, otro siniestro análogo destruyó una casa de la calleja del Niño

Perdido, obligando á las campanas á perturbar la calma augusta del Viernes Santo.

Y en dicho día también se registró en nuestra capital una verdadera catástrofe. Varios individuos de una familia muy popular organizaron una gira campestre al lugar llamado "Lope García"; allí saltaron á una barca para pasear en el Guadalquivir; aquella volcó y murieron ahogadas seis personas.

Mas como todo no han de ser tristezas, concluiremos con una nota cómica.

Cinco ó seis jóvenes de buen humor recorrían altares en la noche de un Jueves Santo, y uno de ellos, gran aficionado al divino arte, hacia el gasto cantando saetas.

Agotósele el repertorio ó se cansó de él y, enmedio de la calle, rodeado por sus colegas, empezó á entonar la "siciliana" de la ópera Cavallería rusticana.

En el acto presentóse un guardia municipal y le dijo con formas corteses: caballero, esta noche no se pueden cantar más que saetas.

Es que lo que yo canto son saetas italianas, contestóle el joven.

Y el celoso dependiente de la autoridad puso este aplastante fin al diálogo: Ya lo sé, caballero, pero aquí cerca vive un concejal que no entiende de música y me puede dar un disgusto.

 

 

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FERNÁNDEZ RUANO Y FERNÁNDEZ GRILO

 

Exceptuando aquel coloso de la literatura que se llamó don Angel de Saavedra, Duque de Rivas, Fernández Ruano y Fernández Grilo fueron los dos primeros poetas cordobeses del siglo XIX; uno por su mérito indiscutible, otro por su popularidad extraordinaria.

Y entre ambos sólo había de común la inspiración: en todo lo demás separábales un inmenso abismo.

Fernández Ruano era pensador, esclavo de la forma, correctisimo, viril, enérgico; Fernández Grilo pensaba poco sus concepciones, dejándose arrastrar siempre por la fantasía; buscaba más que el nervio la delicadeza en la estrofa y prefería la espontaneinad, la fluidez á la corrección.

El primero estudiaba mucho; el segundo apenas leía.

Esto en cuanto á sus dotes literarias; en las personales resultaba mayor todavía la diferencia.

Don Manuel Fernández Ruano era hombre de carácter apocado, excesivamente corto de genio, modesto en grado sumo, enemigo de la adulación y de la falsedad, una persona, en fin, chapada á la antigua, que llevaba siempre el corazón en la mano para podérselo mostrar á todo el mundo.

Don Antonio Fernández Grilo, por el contrario, hallábase dotado de un carácter bullicioso; había nacido para vivir en sociedad; tenia don de gentes. Profundo conocedor de las debilidades humanas, plenamente convencido de que el mundo es una comedia y dispuesto á pasar la vida todo lo mejor que le fuera posible, nunca mostrábase parco en el elogio, jamás rehusaba halagar las agenas vanidades, siempre estaba en situación, como dicen los actores, al representar su papel en el teatro social, y procuraba cuidadosamente que la risa no asomara á sus labios cuando debía aparecer triste, ni que la expresión del dolor saliera á su rostro cuando debía estar alegre.

Siendo tan diametralmente opuestos ambos poetas su destino tuvo que serlo también.

Fernández Ruano jamás gozó los favores de la fortuna ni encontró un Mecenas dispuesto á protegerle.

Fué en sus primeros tiempos un humilde empleado de las oficias del Cabildo Catedral, que en los ratos de ocio escribía composiciones religiosas hermosísimas.

Con ellas logró llamar la atención de los buenos literatos y obtener honrosos premios en aquellos primitivos Juegos florales de Córdoba cuyas recompensas podían ostentarse con legítimo orgullo.

Poeta de la escuela clásica sevillana, puesto que no reconocemos la cordobesa, y perdónesenos esta digresión, cultivaba con especialidad la oda é hizo algunas, como las dedicadas á San Eulogio y á El canal de Suez, suficientes para dar una reputación literaria.

Esta última, según la opinión del Duque de Rivas, la hubiera firmado el gran Quintana sin inconveniente alguno.

Alentado por varios amigos y realizando un verdadero sacrificio, don Manuel Fernández Ruano marchó á la Corte, recomendado al Conde de San Luis.

Este invitóle á comer en una ocasión; el pobre poeta que jamás había pisado los salones aristocráticos cuya atmósfera le asfixiaba, sentóse ante la mesa aturdido y confuso y pocos momentos después se volcaba una sopera encima.

Al día siguiente cayó enfermo; falto de recursos y en una población extraña, tuvo que refugiarse en un hospital, y apenas hallóse en disposición de emprender el viaje, regresó á Córdoba, jurando y perjurando no volver más á Madrid.

Y aquí pasó el resto de su pobre existencia, atenido á empleos humildes, á destinos bien agenos á sus gustos y aficiones, hasta que, al crearse el periódico conservador La Lealtad obtuvo una plaza en su redacción, la cual ocupaba cuando le sorprendió la muerte.

En este periódico, alternando con los trabajos informativos, publicaba hermosas poesías y artículos literarios verdaderamente notables, con los que popularizó el pseudónimo de Martin Garabato.

Y á la vez tomaba parte en cuantos actos y veladas, entonces muy numerosos por cierto, celebrábanse en Córdoba para rendir tributo á las letras y en todos ellos eran objeto de admiración las inspiradas creaciones de Fernández Ruano, apesar de que él, al leerlas, les quitaba gran parte de su mérito.

También quiso probar fortuna en el teatro y le fué adversa.

Su drama El espectro juez como obra literaria es irreprochable pero le falta interés y esta circunstancia, unida á una avería que ocurrió en la maquinaria, la noche del estreno, precisamente en la escena más culminante, fue causa del fracaso de la citada obra y de todas las esperanzas que hubiera hecho concebir á su autor.

Fernández Ruano no tenia, no podía tener enemigos; todo el mundo le quería y le respetaba. ¿Cómo está usted, don Manuel? decíale á cada paso un amigo ó un admirador y él invariablemente contestaba: bien; es decir, mal; es decir, regular, con lo cual nadie podía enterarse de su estado.

Hombre de constitución raquítica, tenía un miedo cerval al frío; así no era estraño [sic] verle á principios de Primavera ó de Otoño enfundado en un enorme gaban, de amplios bolsillos, el cual, á su vez, envolvia en una vieja capa.

Aparte de que la capa le sirviera hasta en verano, como á otros cordobeses antiguos, para ocultar el cesto conque iba por las viandas al mercado; pues nuestro gran poeta, siguiendo una costumbre tradicional de muchos paisanos suyos, que ya también ha empezado á perderse, se hacía la despensa, como aquí se dice, para comprar á su gusto y evitar sisas y engaños.

El inolvidable cantor de Carlos V, su mejor poema, ni aún en los meses de más elevada temperatura abandonaba su prehistórico gabán.

Con él iba en todos tiempos á la oficina, á la redacción, embutido en él escribía y sólo en esos días de Julio y Agosto en que el calor abrasa despojábase para trabajar de su prenda favorita y la colocaba cuidadosamente sobre una silla próxima á su asiento.

En cierta ocasión un gato se le introdujo en uno de los grandes bolsillos y, sin duda agradóle el albergue, porque se quedó en él á dormir.

Fernández Ruano, cuando hubo terminado su tarea, púsose el abrigo sin advertir la presencia del huesped y dirigióse muy tranquilo á la imprenta en que se editaba el periódico. Allí fué á sacar unos originales y... sacó el gato, provocando la hilaridad general de los cajistas.

El eximio poeta cordobés murió en la miseria y fué necesario abrir una suscripción entre sus compañeros para enterrarle decorosamente.

Después se acordó nuestra ciudad de que había perdido á un hijo ilustre y el Ayuntamiento costeó la impresión de las obras de aquel y puso su nombre á la calle Pescadores donde naciera.

Varios aficionados al arte escénico, deseosos de honrar la memoria del poeta, crearon una sociedad dramática y también le pusieron el nombre de Fernández Ruano, haciendo así, aunque de buena fé, un epigrama sangriento, pues el infortunado vate sólo dió á la escena una obra y esa se la silbaron.

*

Si don Manuel Fernández Ruano fué un desgraciado en toda la extensión de la palabra, á su compañero don Antonio Fernández Grilo jamás le abandonó la buena suerte.

Muy joven escribió en Córdoba sus primeras poesías, entre ellas una oda Al mar, que llamó la atención de los literatos más que por su mérito, y en verdad lo tiene, porque el autor nunca había visto el espectáculo grandioso que era objeto de su canto.

Entonces el Barón de Fuente de Quinto le costeó un viaje á Málaga para que pudiese admirar lo que tan acertadamente habia descrito su fantasía, y aquí empezaron los éxitos de Fernández Orilo.

Pronto fué elemento indispensable en todas las reuniones literarias de nuestra población y hasta tuvo la fortuna de encontrar un Mecenas: el Conde de Torres Cabrera que le editó un libro de poesías.

Con él como único bagaje y encontrando pequeño el campo en que podía desenvolverse en su ciudad natal, marchó á Madrid en busca de más amplios horizontes.

Y allí donde se han hundido para siempre en el abismo de la indiferencia verdaderos genios y hombres notables, Grilo consiguió abrirse paso en poco tiempo y obtener todo lo que ambicionaba: nombre, posición, consideraciones, amistades.

Personas de gran valía brindáronle su protección; las puertas de los alcázares se le franquearon para que en los regios salones vibrara la mágica voz del poeta recitando sus versos de manera maravillosa, las damas rodeáronle seducidas por el canto del moderno trovador, y Grilo, fiando más que en sus méritos literarios en la viveza de su ingenio, que siempre tenía una frase feliz para los hombres y un madrigal para las mujeres, y en sus dotes, únicamente superadas por el gran Zorrilla, de consumado maestro de la declamación, jamás se preocupó de estudiar, de escribir obras sólidas y bien cimentadas. Sus versos ligeros, sencillos, armoniosos, que despiden perfumes de flores silvestres y tienen melodía de aves canoras, bastábanle para conseguir el triunfo anhelado, aunque no pudieran servirle de escala que le condujese al templo de la gloria.

Nuestro poeta obtuvo buenos destinos que nunca se preocupó de desempeñar, conservándolos, no obstante, merced á sus buenos influyentes amigos.

Se dió el caso de que los propios compañeros de oficina no le conocieran personalmente, pues no se presentaba en aquella ni aún para cobrar; le llevaban la nónima y el dinero á su domicilio.

En cierta ocasión uno de sus jefes, alto funcionario celosísimo en el cumplimiento del deber, quejóse insistentemente de que Grilo tuviera en completo abandono su cargo; las quejas llegaron á oídos de don Alfonso XII y el Monarca transmitiólas al popular cantor de La chimenea campesina, tan pronto como este le pidió una audiencia.

Fernández Grilo escuchó el capítulo de quejas simulando una gran sorpresa, y cuando terminó de hablar el Rey, dijo con un aplomo admirable: ha engañado á Vuestra Majestad quien le haya dicho eso: yo voy á la oficina siempre que en ella puedo hacer falta.

¡Hombre! ¿y cuándo cree usted que puede hacer falta?- le preguntó sonriente don Alfonso.

Pues dos veces al año -contestó al momento Grilo;- el día en que esteran y el día en que desesteran. En ambos no asisten los empleados á la oficina, y si ocurre cualquier asunto urgente no hay quien lo resuelva; por eso voy yo. En el resto del año sobran empleados y mi presencia sería innecesaria.

Poco después don Antonio Fernández Grilo recibía una pensión de la Casa Real, la cual disfrutó hasta su muerte, para que no tuviera que molestarse en ir al Ministerio de donde dependía ni aún siquiera los días del estero y desestero.

No hay que decir que el literato cordobés fué desde entonces el poeta de los Reyes, el poeta de la aristocracia, mimado y querido en la Corte.

Doña Isabel II le costeó una edición lujosísima de sus versos, hecha en París, y el autor de Ideales, que así se titula este libro, consiguió hasta que se le eximiera del pago de derechos para introducirlo en España.

No ha habido escritor alguno que haya gozado de tal merced en nuestra nación.

Grilo venía frecuentemente á Córdoba para descansar de la vida de Madrid, siempre agitada y llena de emociones; para respirar los aires puros de la Sierra, de esa sierra que constituía su encanto; para visitar las Ermitas, donde halló el raudal más precioso de su inspiración.

En una de estas visitas tuvo la suerte de acompañarle el autor de las presentes Notas.

En el paraje más hermoso, más indescriptible del Desierto de Belén, en el sitio llamado Sillón del Obispo, las personas que acompañaban á Fernández Grilo le rogaron que recitara su composición Las Ermitas.

Y el poeta, de pié en aquella altura, desde la cual, como él dijo, falta muy poco para llegar al Cielo, rodeado de todos los ermitaños, en medio de un silencio sepulcral, declamó como él sabía hacerlo, como no le habíamos oído jamás, sus versos delicados y bellísimos, imprimiéndoles un sentimiento, dando tales inflecciones á la voz que subyugaba, que seducía, que logró producirnos el éxtasis de lo sublime.

¡Qué grande, qué jigantesca resultó allí la figura de Grilo!

Su mejor producción, su obra maestra es esa poesía que saben los cordobeses de memoria, que los ermitaños regalan á su visitantes y que está en todas las celdas de aquel retiro, impresa en una hoja de papel, pegada al muro como si fuera una oración.

Mas no es allí solamente donde, á nuestro juicio, debiera hallarse: Córdoba cumpliría un deber de justicia elevando á la memoria de Grilo un monumento sencillo, modesto, en las Ermitas, y esculpiendo en él las estrofas más populares y mejores de nuestro poeta, pues este, aunque no llegase á la altura de otros, dió más fama á su ciudad natal que muchos de mayor valía.

Y es muy poco el honor que hasta ahora se le ha concedido de poner su nombre á la plaza de Aladreros, por cierto con un gran error en el rótulo, que el Municipio está en el caso de corregir, pues Grilo, aunque así se firmara, no se llamaba Antonio Grilo como se denomina hoy la plaza en cuestión, sino Antonio Fernández Grilo, y, por lo tanto, en vez del nombre y del segundo apellido debieran aparecer los dos apellidos solamente en el expresado rótulo.

Estos errores en todo lo que tiende á perpetuar el recuerdo de hombres y cosas producen lamentables confusiones andando el tiempo y causan graves perjuicios á la Historia.

Volviendo al único tributo que, hasta ahora, le ha rendido nuestra población, debemos añadir que el Ayuntamiento de Madrid, á pesar de no tratarse de un hijo de la villa y corte, también puso el nombre de Grilo á una calle, la antigua de las Beatas si mal no recordamos.

*

Siempre que Fernández Ruano y Fernández Grilo se encontraban en las calles de Córdoba desarrollábase entre ellos la siguiente escena:

-Adiós, pavo ruano- decía el segundo al primero.

-Adiós, titiritero de la poesia- replicaba este á aquel.

Luego se abrazaban, y Grilo, inmediatamente, empezaba á recitar unos versos de su compañero, dejando absorto al autor.

Tales eran los dos primeros poetas cordobeses del siglo XIX, exceptuando, por supuesto, al eximio Duque de Rivas.

Si Grilo hubiese tenido la ilustración de Fernández Ruano y Fernández Ruano el carácter dé Grilo, ¿quien duda que ambos habrían llegado al templo de la inmortalidad?

 

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EL CLUB MAHOMETANO

 

A la mayoría de los lectores le extrañará el título de estas Notas Cordobesas.

¿Acaso hubo en nuestra población, dirán algunos, en la remota época de los Abderramanes y Alhakenes, una sociedad en cuya denominación figurase una palabra inglesa, ó es que en los tiempos actuales se ha constituido alguna asociación de sectarios de Mahoma?

Ni lo uno ni lo otro; tratábase, sencillamente, porque el citado club desapareció hace ya muchos años, de una agrupación de jóvenes de buen humor, literatos, artistas y amantes de las artes y las letras, que para distraer sus ocios, empresa fácil cuando se tiene poca edad aunque haya menos dinero, organizaron algo así como la célebre Cuerda granadina, aunque con visos de asociación formal, pues tenía su reglamento, su domicilio y hasta una banda de música para amenizar sus fiestas, y organizaba actos literarios, excursiones campestres y espectáculos originalísimos, algunos de los cuales dieron popularidad á sus iniciadores.

En el reglamento, no sometido á la sanción de autoridad alguna, y escrito en una tira de papel de bastantes metros de longitud, había artículos tan nuevos y trascendentales como este:

"A todo socio le está prohibido, bajo pena de expulsión, dar ó pedir tabaco á sus compañeros en los actos oficiales de la sociedad".

El domicilio era una amplia habitación de una taberna, con el decorado propio de tales establecimientos; mesas de pino, sillas bastas de enea y algunos cuadros con estampas del periódico taurino La Lidia colgados en la pared.

Y la banda de música estaba formada por tres ó cuatro murguistas de los peores de Córdoba.

A sus sesiones oficiales, llamémoslas así, se invitaba á los socios por medio de unos volantes impresos, redactados en esta forma:

"En el nombre de Alah (que Dios guarde) te citamos á la reunión que celebrará este club el día tantos, etc".

En cierta ocasión llegó uno de estos volantes á manos del padre de un mahometano que no tenía noticias de la broma y el buen hombre, alarmado, fué á entregárselo al Gobernador, temeroso de que se tratara de una asociación secreta de conspiradores ó algo más terrible aún, á la que estuviese afiliado su hijo.

La autoridad gubernativa dió órdenes á sus agentes para que averiguasen que era aquello, y la policía, después de correr y husmear, hizo la plancha consiguiente.

Tales reuniones solían celebrarse cuando venía algún escritor forastero amigo de los socios.

Recibíanle en el salón de actos, á los acordes de la murga, los mahometanos más caracterizados, envueltos en sábanas y luciendo enormes turbantes; después de las zalemas de ritual invitábanle á que se sentara en el suelo é inmediatamente comenzaba la fiesta que, por regla general, consistía en lectura de trabajos en prosa y en verso, todos ellos originales y graciosísimos.

Después un eunuco servía á los concurrentes, no tazas de te con yerbabuena, sino sendos medios de rico Montilla.

Los mahometanos, además, organizaban veladas en las casas de los amigos, y en ellas no sólo se rendía culto á la literatura, sino que se hacía de todo: ejercicios de fuerza, equilibrios, juegos de manos, trabajos de hipnotismo y hasta experiencias de adivinación del pensamiento.

Gente dispuesta siempre á divertirse, establecía en cualquier parte su campo de acción y á lo mejor, en medio de una calle estrecha, el hércules de la sociedad, el moro más forzudo, realizaba una difícil y peligrosísima ascensión, con ligereza extraordinaria, hasta los aleros de los tejados, apoyando las manos en una pared y los piés en la de enfrente, en medio de la admiración general de los transeuntes.

También organizaba con frecuencia giras campestres, algunas de las cuales realizó en honor del poeta Salvador Rueda, siendo memorables una verificada á las Ermitas, en burros, un día del mes de Agosto, y otra á la huerta de los Acos, en un carricoche tan viejo y desvencijado que hizo exclamar á uno de los excursionistas de mejor humor: ¡Cómo me acuerdo de los versos de Grilo:

¡Para llegar al suelo

cuán poco falta!

El Club Mahometano tenía establecido su gabinete de trabajo en las mesas de uno de los rincones del café del Gran Capitán; alli se reunían invariablemente, todas las noches, los principales miembros de la sociedad para despachar su correspondencia y escribir los trabajos literarios.

Entre la primera sobresalió una serie de cartas en verso, dirigidas á la revista Madrid Cómico, con las semblanzas de todos sus redactores, que llamó justamente la atención de aquellos.

Su epistolario íntimo, si no se hubiera tratado de amigos de la infancia que se profesaban cariño entrañable, tal vez habría originado algún serio disgusto, quizá más de un desafío.

¡Era digno de oir cómo se trataban los mahometanos en sus misivas!

A uno de ellos, afamado pintor, que se hallaba en Madrid, dispararon sus colegas unas quintillas, que puede juzgar el lector por la primera, la cual dice así:

"Pintamonas mamarracho,
impenitente borracho
que por tu gran perversión
tienes en la prevención
el estudio y el despacho".

Y continuaba del mismo modo.

De sus trabajos literarios de otros géneros hiciéronse populares un romance leído en una de las fiestas que anualmente celebran los músicos el día de Santa Cecilia, una oda de que hablaremos más adelante y una composición titulada El Caos, poema modernista en trece cantos, del que reproducimos á continuación uno, ni el mejor ni el peor, porque todos son iguales:

"¿Tú no sabes lo que es el hemisferio?
¡Pues no es ningún misterio!
Alah dijo muy serio
que el muerto al cementerio.
Que los vivos caminen solamente
por donde va la gente,
levantada la frente,
dispuestos á mirar con faz airada
á cualquier semejante
que puede resultarnos un tunante".

Los dos actos más famosos realizados por el Club Mahometano fueron una serenata y la lectura de una poesía en la inauguración de una sociedad teatral.

Plantaron en el paseo del Gran Capitán una palmera, en la que resultaba un mito la tradicional esbeltez de este árbol.

Cerca de la copa tenia una enorme jiba, por efecto de la cual las ramas casi tocaban los balcones del Gran Teatro.

El público recibió con la guasa que es de suponer la aparición de la palmera y los mahometanos decidieron obsequiarla con una serenata.

A fin de que el acto fuera solemne publicaron en todos los periódicos de la capital una alocución invitando al vecindario para que concurriera á la fiesta y detallando el programa de la serenata.

El último número era: Paso-doble de los músicos á la Higuerilla.

La alocución produjo el resultado apetecido. La noche del acontecimiento numerosísimo público invadía el lugar en que se hallaba la palmera, esperando la llegada de la murga.

A la hora anunciada presentóse esta y el programa se cumplió con gran exactitud, exceptuando el número final, pues los músicos no fueron llevados á la Higuerilla, como se esperaba y merecían ciertamente.

Cuando terminó el concierto, una lluvia de piedras lanzadas por el auditorio cayó sobre la palmera jibosa.

Y esta se secó á los pocos días, de vergüenza seguramente.

Varios aficionados al arte teatral constituyeron, para cultivarlo, una sociedad titulada La Unión juvenil cuyo presidente peinaba canas, sin duda para estar en contradicción con el título.

Inauguráronla celebrando una velada literaria en la que se brindó á tomar parte el Club Mahometano.

Al efecto escribió una de sus mejores odas y allá fué el socio más desahogado á leerla.

Las primeras estrofas, hechas en serio, halagaron á la naciente sociedad, pero después siguió lo bueno.

Tras una invocación altisonante ensalzaba las excelencias de tal asociación, afirmando que la juventud pervertida

"¡Aquí donde la luz del genio brota
y se halla la verdad, desnuda, escueta,
vendrá á ilustrarse, á cambio de la cuota
que señalado habéis, de una peseta!,

Más adelante, sin hilación alguna con lo anterior, decía:

"Ya llegaron las lluvias otoñales,
los recios temporales;
del labrador ya cesan los clamores
porque mira en los campos agostados
el gérmen de los frutos y las flores;
ya tendrán alimentos los ganados
y también los perdidos", etc.

Otra de las estrofas selectas era como sigue:

"Según el gran Zorrilla,
el poeta eminente,
quien no tenga bigote ni perilla
no podrá, mayormente,
escribir ni siquiera una quintilla.
Y no es grilla,
porque á mí me ha ocurrido allá en Sevilla
y en otras importantes poblaciones
que si no tuve asiento en los sillones
de doctas academias y ateneos,
me senté en una silla
de las que suele haber en los paseos".

El éxito de la oda fué enorme; el público no cesó de reir durante la lectura; la junta directiva de La Unión Juvenil tuvo propósitos de estrangular al lector y la flamante sociedad teatral murió aquella misma noche.

Los mahometanos, siempre de buen humor, no perdonaban ocasión de divertirse aunque fuese á costa del prójimo.

Uno de los más ocurrentes llamó una madrugada á la puerta de la casa de un individuo que publicaba en todos los periódicos locales un anuncio con esta cabeza: "Se necesitan sustitutos para Ultramar".

Obligó al buen hombre á que se asomase al balcón, pretestando un asunto urgente y cuando estuvieron al habla le dijo: pues nada, vengo á manifestar á usted que he leído su anuncio y, aunque lo siento mucho, yo no puedo brindarme para ir á Ultramar porque tengo aquí ocupaciones que me lo impiden.

Cierta noche varios mahometanos regresaban de una de sus correrías, uno tras otro, á paso ligero, embozados en sus capas y silenciosos, porque la temperatura era de las que hielan las palabras, según la frase vulgar.

Un transeunte que marchaba en dirección contraria, al ver aquellos jóvenes, poco menos que á la carrera, detúvose, sorprendido seguramente, y el individuo que iba delante en la larga fila dirigióse hacia él y preguntóle con voz temblorosa, no por la emoción ni el miedo, sino por el frío: ¿se ha encontrado usted, por casualidad, á un hombre en mangas de camisa?

No señor, se apresuró á contestar el desconocido, visiblemente intrigado por la pregunta.

¡Es natural! agregó su interlocutor; cómo que en este tiempo no acostumbra la gente á salir así á la calle.

Vino á Córdoba un forastero y se obstinó en ingresar en el Club Mahometano.

Rehusáronlo sus socios, por tratarse únicamente de una agrupación de amigos íntimos, pero al fin tuvieron que acceder á los ruegos del intruso y lo admitieron como cofrade, si bien con el propósito decidido de aburrirle.

Una noche crudísima del mes de Enero, dos adoradores de Mahoma invitáronle para que les acompañara á cierta aventura, imaginaria por supuesto; él aceptó satisfechísimo la invitación y los tres emprendieron una marcha que ninguno sabía dónde ni cómo iba á concluir.

Dieron varias vueltas por los barrios más apartados de la población sin otro fin que el de proporcionar un mal rato al forastero pero ¡que si quieres! éste cada vez iba más animoso y decidido.

Hartos ya de andar detuviéronse á la entrada de una estrecha y tortuosa calle del barrio de San Lorenzo, sumida en la oscuridad más profunda.

Aquí es, dijeron los iniciadores de la broma á su acompañante; aguarde usted á que nosotros inspeccionemos la casa y si hay la señal convenida le avisaremos al punto por medio de una ligera palmada.

Y echaron á andar calle adelante, saliendo por el otro extremo y dirigiéndose, muy tranquilos, á sus casas respectivas.

El compañero chasqueado, cuando después de aguardar cerca de una hora se hizo cargo de la jugarreta de que había sido víctima, empezó á caminar sin rumbo, pues apenas conocía las calles del centro de la capital, y así le sorprendió la mañana, medio muerto de frío y de cansancio.

El día siguiente á la noche de la aventura se dió de baja en el célebre Club.

Apesar de que todos los individuos que formaban esta asociación eran jóvenes, han muerto ya muchos de ellos y no pocos se ausentaron de Córdoba, quizá para no ver más á su tierra querida.

Aquí solo quedan cuatro ó cinco que, sin duda, encontrarán un placer en la lectura de estas Notas, porque ellas han de refrescarles el espíritu con las gratísimas auras de la juventud.

 

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LIBROS CORDOBESES

 

Córdoba es una de las poblaciones que han proporcionado mayores fuentes de inspiración á los literatos, sobre todo á los poetas.

Sería muy curioso el índice de todas las obras que se han publicado, dedicadas á enaltecer á nuestra hermosa ciudad, á cantar sus glorias, á describir sus usos y costumbres, á narrar sus tradiciones, ya por medio de la poesía lírica, de la leyenda, del cuento, de la crónica, de la monografía, de la novela ó del teatro.

Nosotros carecemos de todos los datos necesarios para realizar esta empresa; pero hemos adquirido algunos, los cuales ofrecemos á la persona amante de Córdoba que quiera formar el catálogo referido.

Empezaremos nuestra relación con la obra titulada "Tradiciones cordobesas. Leyendas históricas y fantásticas escritas por varios literatos", de la que fui editor don Rafael Arroyo.

Por cierto que, á poco de publicarse, un periódico de Madrid, con notoria injusticia, dijo, refiriéndose á ella y á sus autores, que ''en Córdoba había sonado un coro de burros".

Don Antonio Alcalde Valladares también publicó un tomo de "Tradiciones de Córdoba y su provincia" y un volumen de versos nominado "Flores del Guadalquivir", en el que hay muchas composiciones dedicadas á nuestra población.

Don Teodomiro Ramírez de Arellano empezó á escribir y editar la obra "Paseos por Córdoba", que no pudo concluir, y además dió á luz una colección de "Romances cordobeses".

Su hijo don Rafael Ramírez de Arellano es autor de un volumen de "Cuentos y tradiciones" cordobeses en su mayoría.

Don Julio Eguilaz y Bengoechea reunió en un folleto nominado "En el Santuario de Linares" varios sonetos cantando las excelencias de la vida en aquel retiro.

Don Enrique y don Julio Valdelomar y Fábregues, en sus libros "Hojas sueltas" y "Luz Meridional", recopilaron gran número de composiciones poéticas, descriptivas de tipos y costumbres de esta ciudad.

Don Rafael Blanco Criado publicó en un folleto un canto á "San Acisclo y Santa Victoria".

Don Marcos R. Blanco Belmonte y don Rodolfo Gil Fernández reunieron en otro dos poesías á "La Mezquita Aljama".

"Cordobesas" se titulan un tomito de versos, original de don Antonio Fernández de Molina y Donoso, y otra colección de poesías, recientemente publicada por don Benigno Iñiguez González.

Don Angel Avilés imprimió hace algunos años un folleto de "Cantares cordobeses", muy original.

Con el título ''A la sombra de la Mezquita" tiene recopilados varios artículos de costumbres cordobesas don julio Pellicer.

Don Fernando de Montis posee, entre sus obras, un tomo de "Leyendas cordobesas", escritas en prosa.

"Tierra Sultana" denominase un libro, también dedicado á nuestra población, de don Leocadio Martín Ruiz.

Y don Antonio Rarnirez López acaba de editar "Clisés Cordobeses", colección de artículos y poesías genuinamente locales.

Nadie ignora, además, que en las obras de don Angel de Saavedra, don Manuel Fernández Ruano, don Antonio Fernández Grilo, don Amador Jover y Sanz, don Marcos R. Blanco Belmonte y casi todos los poetas cordobeses hay composiciones de marcado sabor local.

Córdoba también ha proporcionado asunto para interesantes novelas, de las que recordamos las tituladas "Los siete Infantes de Lara", de don Manuel Fernández y González; "Don Alfonso de Aguilar ó la Cruz del Rastro", de don Antonio Alcalde Valladares; "El Cautivo", de don Luis Navarro Porras, y "La Casa de Cárdenas", de don Marcos R. Blanco Belmonte.

El número de obras históricas y de estudios de investigación referentes á nuestra ciudad tampoco es escaso.

He aquí algunas:

"Historia de Córdoba", por el Padre Ruano Girón. Consta de tres tomos, de los cuales solo hay uno impreso.

"Corografía Histórico-Estadística de la provincia y Obispado de Córdoba" por don Luís María Ramírez y de las Casas Deza.

"Inscripciones árabes de Córdoba, precedidas de un estudio histórico-crítico de la Mezquita-Aljama", por don Rodrigo Amador de los Ríos.

"Anales eclesiásticos y civiles de la ciudad de Córdoba", por don José Antonio Moreno Marin.

"Memorias sagradas del Yermo de Córdoba", por don Bartolomé Sánchez de Feria.

"Palestra Sagrada ó Memorial de Santos de Córdoba", por don Bartolomé Sánchez de Feria.

"Historia de Córdoba desde los más remotos tiempos hasta nuestros días", "Guía de curiosidades cordobesas" y "La Corte en Córdoba, reseña histórica de la recepción y estancia de Sus Majestades y Altezas en la provincia de Córdoba en 1862", por don Luís Maraver y Alfaro. La primer obra no está terminada.

"Descripción de la Catedral de Córdoba", por don Luís Ramírez de las Casas Deza.

"Descripción é historia del santuario de Linares", por don Rafael Díaz Almoguera.

"La batalla de Alcolea", por don Francisco de Leiva Muñoz. Tres tomos.

"Carta de fuero concedida á la ciudad de Córdoba por el Rey don Fernando III" traducida al castellano y anotada por don Victoriano Rivera.

"Córdoba" por don Pedro de Madrazo.

"Guía artística de Córdoba" y "La platería cordobesa", por don Rafael Ramírez de Arellano.

"Córdoba contemporánea, apuntes para su historia literaria", por don Rodolfo Gil. Dos tomos.

"La imprenta en Córdoba" por don José María de Valdenebro y Cisneros.

"Catálogo de los Obispos de Córdoba y breve noticia histórica de su Iglesia Catedral y Obispado", por don Juan Gómez Bravo.

"Fundaciones monásticas en la sierra de Córdoba", por don Manuel Gutiérrez de los Ríos y Pareja-Obregón, Marqués de las Escalonias.

"La Virgen de la Fuensanta", por don Manuel González Francés.

Y "San Rafael" y "La Virgen de Linares", por don Enrique Redel.

También hay una notable colección de estudios necrológicos, biográficos y críticos de cordobeses ilustres, entre los cuales figuran los que mencionamos á continuación:

"Vida del virtuoso cordobés y M. R. P. Fray Juan Vázquez, del Sagrado Orden de Predicadores, Maestro en Sagrada Teología, Hijo y Prior, segunda vez, del Real convento de San Pablo", por el R. P. Fray Gabriel Ordoñez.

"Don Luís de Góngora y Argote", por don Francisco de B. Pavón.

"Necrologias de contemporáneos distinguidos", por don Francisco de B. Pavón.

"Góngora racionero", por don Manuel González Francés.

"Ambrosio de Morales", por don Ramón Cobo Sampedro.

"El Duque de Rivas", por don Juan Moreno Barranco.

"Osio", por don Sebastián Barrios Rejano.

"San Eulogio", por don Daniel Aguilera.

"Biografías cordobesas", por don Francisco González Saénz.

Y "Sánchez de Feria" y "Ambrosio de Morales", por don Enrique Redel.

Hay otras obras que se relacionan con nuestra población, tales como las tituladas "Apuntes sobre la historia de la Pintura en general y en particular de Córdoba", por S don Manuel González Guevara y "Las ciencias sagradas , en la Diócesis de Córdoba", por don Manuel González Francés.

Finalmente, no son tampoco escasas las obras teatrales cuya acción se desarrolla en nuestra ciudad.

Entre ellas están la revista "Córdoba la sultana", de don Marcos R. Blanco Belmonte; la zarzuela "Sangre moza", el sainete "El gallo de la pasión" y la comedia "Mariposas blancas", de don Julio Pellicer; las zarzuelas "La Cruz de Mayo" y "El otorgo", de don Francisco Toro Luna y la zarzuela "El piconero", de don Antonio Ramírez López.

Tales son los datos que hemos podido recoger y que brindamos á quien se decida á formar el "Indice de los libros cordobeses", con cuya publicación prestaría un buen servicio á la literatura.

 

 

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LA FERIA DE LA SALUD

 

Entre las ferias más antiguas de España figuran las de Córdoba. Datan del año 1284 en que el Rey don Sancho IV concedió un privilegio al Concejo de esta ciudad para que pudiera celebrarlas dos veces en cada año, empezando una el día de Cincuesma y otra el primero de Cuaresma, y debiendo durar quince días cada una.

En 28 de Junio de 1789 el Alcalde mayor primero, don José Pinto Cebrián, elevó un mensaje al Rey, en el que le pedía la supresión de tales ferias, basándose en los escándalos que originaban.

El Monarca ordenó, en virtud de decreto de 1.º de Agosto del citado año, que se suspendieran hasta adquirir informes respecto á los abusos denunciados por el Alcalde mayor, y en 20 de Septiembre de 1790 dictó otra soberana disposición ordenando que continuaran las ferias con tal de que durasen solamente hasta las diez de la noche, y encargando al Corregidor, Alcaldes mayores y demás jueces que evitaran cualquier exceso ó desorden y no permitieran mujeres en los puestos de licores.

La feria de Nuestra Señora de la Salud, á la que dá nombre la Virgen que se venera en la capilla del Cementerio próximo al lugar donde aquella se instala, fué, en tiempos remotos, la más importante de Andalucía y, en unión de las de Ronda, Espiel y Mairena, tuvo nombre en toda España.

Por hallarse nuestra ciudad en el centro de una región eminentemente agrícola, acudían á este mercado innumerables labradores y ganaderos y las transacciones elevábanse á un número fabuloso.

Entonces la feria era de negocio únicamente, no de diversiones como es ahora.

Sólo había en el paraje donde se celebraba multitud de chozas y barracas para la venta de juguetes y chucherías.

Posteriormente el Ayuntamiento construyó casetas, unas casetas muy poco artísticas, pintadas de azul y blanco, á las que sustituyeron, hará unos veinte años, las de estilo árabe que tenemos en la actualidad.

En Córdoba nunca ha podido despertarse, como en Sevilla, la afición de los particulares á instalar casetas.

Antiguamente sólo se levantaba una, llamada la tienda del amor, en la que se reunían las familias de la buena sociedad y organizaban bailes.

Mucho después la Corporación municipal y la sociedad Círculo de la Amistad construyeron las magníficas tiendas, con armazón de hierro y base de mampostería, que hoy constituyen el principal ornamento de la feria.

Hace ya bastantes años, varios jóvenes levantaron una caseta, cuyo pavimento se elevaba sobre gran número de calderas de hierro, de las que utilizan para depósitos de agua las compañías de los ferrocarriles.

Alguien, por esta circunstancia, ta denominó la tienda de las calderas, haciendo un epigrama sangriento, puesto que en Córdoba había entonces una casa de mala nota, cuyas dueñas eran conocidas también por las calderas. El dictado hizo fortuna, se propaló rápidamente y, como consecuencia, pocas señoras se atrevieron á visitar la caseta en cuestión.

El Club Guerrita ha contribuido también, durante algún tiempo, al ornato de la feria, levantando una amplia tienda, en la que celebraba el banquete que servía de digno epílogo á la becerrada anual.

Finalmente, la Empresa del alumbrado por gas y la Cámara de Comercio instalan dos casetas desde hace algunos años y varios militares de la guarnición establecieron otra en las dos últimas.

Antiguamente la feria de Nuestra Señora de la Salud carecía de iluminación; sólo la alumbraban los candilones de las tiendas, que hoy se conservan en algunas buñolerías.

Después se instalaron los farolillos á la veneciana que, entre el follaje de los poéticos jardines llamados altos y alrededor de la ría, de todo lo cual sólo se conserva hoy el recuerdo, producían un efecto verdaderamente fantástico.

Y, por último, se estableció la luz de gas, en faroles y grupos de bombas primero y en arcos y lámparas después, que, vistos desde cualquiera de los extremos de las amplias calles en que se levantan, semejan una bóveda de fuego, análoga á esas de que nos hablan los cuentos maravillosos de Las mil y una noches.

Un año, con motivo de diferencias surgidas entre el Ayuntamiento y la Empresa de gas, esta se negó á alumbrar la feria y los arcos y los candelabros fueron sustituidos por focas eléctricos encerrados en una especie de jaulas hechas con listones, de pésimo gusto, y por unas pirámides de madera llenas de bujías que daban al campo de la Victoria el aspecto de un cementerio.

La feria de Nuestra Señora de la Salud no sólo ha tenido gran importancia por su mercado sino por los múltiples y distintos certámenes, exposiciones y concursos que en ella se han verificado desde tiempos remotos.

La Cámara de Comercio organizó, hace algunos años, una Exposición provincial y después otra regional de industria, comercio y arte que resultaron verdaderamente notables y además organiza todas las ferias un concurso regional de aceites de oliva, el cual tiene gran importancia.

La Diputación provincial también ha celebrado numerosas exposiciones de ganados, á las que han concurrido nuestros principales labradores con magníficos ejemplares de todas las especies; la ya suprimida Escuela provincial de Bellas Artes efectuó algunas exposiciones con los mejores trabajos de sus alumnos, instalándolas en el Casino Industrial y en el Circulo de la Amistad; lo mismo ha hecho, en más de una ocasión, la Escuela de Artes Industriales; los diversos Ateneos que ha habido en esta capital, otras corporaciones científicas y literarias y la Sociedad Económica Cordobesa de Amigos del País igualmente han celebrado lucidísimos Juegos florales y Certámenes científicos, literarios y artísticos y, por último, varias veces se han convocado en nuestra población, con motivo de la feria, Certámenes musicales de bandas militares y civiles.

Hace treinta años, cuando el objeto principal de las ferias era el negocio, en la de Nuestra Señora de la Salud había muy pocas diversiones.

Todas ellas se reducían á las cucañas, los fuegos artificiales y los bailes en la Tienda del amor, aparte de las corridas de toros, siempre indispensables y famosas en la época á que nos referimos.

En cambio en el llamado Salón de espectáculos, donde hoy sólo vemos un sinnúmero de circos, cinematógrafos y barracas para el ejercicio del tiro al blanco, encontrábamos infinidad de distracciones que ya han desaparecido: los clásicos polichinelas, mucho más graciosos que los modernos fantoches; los teatrillos, donde era frecuente hallar cómicos mejores que algunos de los que ahora tienen fama; los museos de figuras de cera, en los que un año nos presentaban, actuando de Prim, á un muñeco que el año anterior había representando al cura Merino: los panoramas ó vistas, como los denominaba el vulgo, con sus paisajes fantásticos; las colecciones de fieras amansadas por el hambre, y los fenómenos, admiración de las gentes sencillas que se extasiaban contemplando al jigante chino, los hombres niños, la mujer barbuda, la joven tigre, el infante de dos cabezas y la foca que decía papa y mama y tocaba el guitarro dentro de una enorme tina.

El pueblo se solazaba con estas exhibiciones y entre las barracas de los espectáculos, el indispensable tío-vivo, con sus caballos y sus sirenas deformes, al que ha sustituido el lujoso carroussel, la rifa á beneficio del Asilo de Mendicidad, que ya tampoco se establece, y alguna función de títeres al aire libre pasaba horas muy gratas, entregado á inocentes esparcimientos.

Cierto año, ya hace muchos, por desgracia para quienes lo vimos, hubo un espectáculo que despertó gran curiosidad por ser nuevo en Córdoba: la ascensión de una mujer en un globo inflado con gas del alumbrado, el cual se elevó en el sitio conocido por Salón de paseo, inmediato á los jardines altos de la Victoria.

Posteriormente, en la feria de la Salud hemos disfrutado de toda clase de festejos y diversiones: carreras de caballos y de velocípedos, concursos hípicos, corridas de toretes y cintas, becerradas, entre las que descuella la anual del Club Guerrita, que constituye uno de los números salientes del programa, exhibiciones de cuadros disolventes y de películas cinematográficas, conciertos, dianas y retretas, concursos d e escaparates, kermeses, exposiciones de muñecas, tracas y, últimamente, experiencias de aviación.

Según ya hemos indicado, las corridas de toros de nuestra feria tuvieron tal importancia en otros tiempos que llegaron á competir con las de Ronda; y ¿cómo no, si en ellas tomaban parte los diestros de más renombre y se lidiaban reses de las mejores ganaderías?

Durante el apogeo de su fama alternaban casi todos los años en nuestro circo aquellos dos colosos del arte, conocidos por Lagartijo y Frascuelo.

Y era digna de ver la noble competencia que sostenían ambos, y el entusiasmo de sus admiradores.

Los partidarios de uno y de otro reuníanse todas las mañanas en el Café Suizo, sosteniendo acaloradas discusiones que terminaban al presentarse los referidos diestros, quienes también concurrían al establecimiento indicado.

Un día varios amigos de Frascuelo, quizá con el propósito de halagarle, regateaban los méritos de Lagartijo. Salvador les escuchaba indiferente, tal vez con desagrado, sin intervenir en la discusión.

Uno de los apasionados frascuelistas se dirigió á él y preguntóle: ¿Usted qué opina de Lagartijo? Y el ingterrogado contestó con su calma característica: que pa ver torear á Rafael sa menester un lente.

A aquellas dos grandes figuras del toreo sucedió Guerrita, que supo mantener y fomentar la afición. Al retirarse este empezaron á decaer las corridas de toros y hoy no son ya ni sombra de lo que fueron.

La feria de Córdoba ha servido de fuente de inspiración á muchos escritores que le han dedicado trabajos notables, tanto enprosa como en verso, ensalzándola y describiendo sus cuadros, tipos y escenas.

En los Juegos Florales celebrados en el año 1865, el tema de costumbres era una poesía á dicha feria, y en él obtuvo el premio don Leopoldo Créstar y el accésit don Migvuel José Ruiz.

Un malogrado literato de exhuberante imaginación meridional publicó un romance alusivo á dicha feria, en el cual, refiriéndose á la buñolera, decía lo siguiente:

"Viéndola se vé del Nilo
la corriente limpia y clara,
y de Egipto las pirámides,
y las mujeres de Arabia,
las noches de Palestina
y el sol ardiente del Asia;
las esfinges del desierto
y la imagen de Cleopatra".

Y otro escritor humorístico puso en solfa los versos anteriores en el soneto que transcribimos á continuación, titulado Un panorama:

"Cleopatra, el Nilo, Menfis, Agripina,
de la antigua Damasco las sultanas,
Bagdad, Ofir, las vírgenes cristianas,
Sayaradur, Sobeya y Mesalina;
las noches de la hermosa Palestina,
!os ojos de las bellas castellanas,
el Missuri, la tez de las cubanas,
el sol ardiente que Africa ilumina;
el Sara misterioso y dilatado,
del Volga y del Mar Negro, la ribera,
el Pirene soberbio y encumbrado,
el cielo azul de la nación Ibera,
todo esto encontrarás, lector amado,
si te fijas en una buñolera".

Esta composición originó una polémica con el autor del romance parodiado, que estuvo á punto de tener un epílogo desagradable.

Casi todos los años, desde hace ocho ó diez, se publican durante la época de feria periódicos ilustrados, cuya base son los anuncios, y en los que suelen aparecer fotograbados, articulos y poesías alusivos á nuestras brillantes fiestas.

De todos ellos ha sido el más notable uno que se titulaba La Feria de Mayo en Córdoba.

A los carteles primitivos, anunciadores de los festejos, que sólo ostentaban, en la cabeza, el escudo de Córdoba impreso á varias tintas, han sustituido, desde hace tiempo, otros verdaderamente artísticos, obra de buenos dibujantes, litografiados en los mejores talleres de España.

El Ayuntamiento, para la elección del boceto, suele abrir un concurso, en el que han tomado parte pintores tan notables como los Romero de Torres, Bertodano y otros.

Y, merced á este procedimiento, hemos conseguido presentar algunos carteles que han llamado con justicia la atención de los inteligentes en materia de Bellas Artes.

Durante los días de esta feria se han registrado en Córdoba sucesos muy sensibles.

Hace más de cuarenta años, en una corrida de toros, al terminarse la lidia del primero, una mujer, vecina de Lucena, se propuso abandonar la plaza porque no le agradaba el espectáculo.

Bajó al callejón, donde entonces estaban las puertas de salida, y tuvo la desgracia de que el segundo toro, que acababa de aparecer en la arena, saltara al mismo tiempo la barrera, precisamente por el lugar en que aquella infeliz se encontraba, cogiéndola y corneándola de modo horrible, hasta dejarla sin vida, apesar [sic] de los esfuerzos realizados para impedirlo por Bocanegra, que era uno de los matadores.

La fiera también hirió á un guardia municipal, y cuando salió nuevamente al ruedo llevaba en una de las astas un pedazo de la camisa de la mujer, que le fue arrebatado por Lagartijo, el otro matador, quien, para quitárselo, hizo un quiebro magnífico á cuerpo descubierto.

Posteriormente, en un encierro, otro toro mató á un obrero, que se hallaba en la carrera de los Tejares, detrás de las esteras con que se cierra el paso por las inmediaciones de la plaza.

El 27 de Mayo de 1890, tercer día de feria, ocurrió en Córdoba el crimen más espantoso que aparece en la crónica negra de esta ciudad.

Un individuo llamado José Cintabelde fué á la posesión de la sierra conocida por "El Jardinito" y emprendióla á tiros y puñaladas con cuantas personas había en ella, matando á dos niñas de corta edad y á dos hombres é hiriendo gravísimamente á una mujer.

Después regresó á Córdoba y, cuando se hubo mudado de traje, marchóse tranquilamente á ver la corrida de toros.

La guardia civil le detuvo en la plaza y Cintabelde expió sus crímenes en el patíbulo.

Finalmente, en las primeras horas de la noche del 24 de Mayo de 1896, víspera de nuestro célebre mercado, declaróse un voraz incendio en una de las tiendas de la feria destinadas á la venta de objetos de quincalla y bisutería, el cual se propagó á las barracas de la línea izquierda del salón de espectáculos, convirtiéndolas en cenizas.

El siniestro dejó á varias familias en la miseria.

Y, como siempre ocurre aun en las catástrofes más horribles, no faltaron las notas cómicas en este suceso.

Un concejal se abrió paso entre la multitud que rodeaba aquella hoguera formidable, penetró en una de las casetas que estaban ardiendo, y pocos minutos después salía llevando en los brazos una figura escultural de mujer, envuelta sólo en tenues gasas: era una Venus de cera.

Los amigos del aludido concejal, que ya desgraciadamente no existe, comentaron su heróica acción con la gracia propia de Andalucía.

Ramasama, el famoso hombre salvaje en quien un periodista perspicaz descubrió á un antiguo empleado de consumos de Barcelona, corría medio desnudo por el campo de la Victoria, sembrando el pánico en las personas sencillas y gritando: ¡Por Dios! ¿dónde me meto? ¡No huid de mi, que soy un hombre como otro cualquiera!

Junto á los restos de un circo un payaso, con la estravagante indumentaria propia de tales artistas, lloraba sin consuelo y las lágrimas formaban surcos en su rostro al quitarle la pintura.

¡Sarcasmo del destino! ¡Quien tiene la misión de provocar la risa hallábase allí hecho un mar de llanto!

El día siguiente al de la catástrofe el Ayuntamiento se reunió en sesión extraordinaria y tomó varios acuerdos para socorrer á aquellos infelices.

Con el mismo laudable objeto abriéronse suscripciones y se efectuó una corrida de novillos.

La feria de Nuestra Señora de la Salud se estuvo celebrando durante los días de la Pascua de Pentecostés desde que se fundó hasta el año 1890 en que, á petición de la Hermandad de Labradores, la Corporación municipal acordó que principiase el 25 de Mayo.

Los comerciantes opusiéronse á este acuerdo y en el año 1897 fué revocado por el Municipio, tornando la feria á su fecha primitiva.

Desagradó á los labradores la variación; volvieron, en su consecuencia, á gestionar que nuestro mercado se realizara en una fecha fija, el 25 de Mayo, y en el año 1905 accedió otra vez á sus deseos la Municipalidad, continuando el pleito entre comerciantes y agricultores, que ni ha terminado ni terminará, pues unos y otros aducen argumentos en su favor y no están decididos á ceder.

¿A quiénes asiste la razón? No hemos de discutirlo en estas Notas; sólo diremos, para concluir, que, como amantes de todo lo tradicional é histórico, votamos porque la feria de Nuestra Señora de la Salud se celebre durante la Pascua de Pentecostés.

 

 

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ANTONET

 

Fué el último romancero de nuestra época y un tipo que gozó de gran popularidad en Córdoba, á pesar de no haber visto la luz primera en esta población.

Nació en Valencia, la cuna de las flores, de la música y del canto en España, y vino á nuestra ciudad á ser obrero de la Fábrica de paños de la Fuensantilla, donde estuvo largo tiempo, hasta que una desgracia terrible le inutilizó para el trabajo: la perdida casi total de la vista.

Antonet, que había adquirido fama entre sus compañeros de tocar bien la guitarra y cantar mejor; que era elemento indispensable en toda fiesta popular, al faltarle los medios de subsistencia con que contara toda su vida, apeló al único recurso que le quedaba, su guitarra y su buena voz, y dedicóse á romancero.

Y entonces descubrió otras habilidades de que quizá el' mismo no se habría dado cuenta: su facilidad extraordinaria para componer coplas y música que se las adaptara perfectamente.

Y el pobre Antonet se lanzó á la calle, y la popularidad de que ya gozaba aumentó en poco tiempo, no ocurriendo ni un sólo día, por fortuna, el caso de que volviera á su hogar sin haber reunido siquiera la cantidad indispensable para aplacar el hambre de sus hijos.

Por el contrario, cada vez lograba mayores éxitos, muy justificados, pues no era uno de esos ciegos que sin arte ni gusto cantan historias de crímenes espeluznantes ó coplas cuando no insulsas obscenas.

Antonet poseía ingenio, gracia, inventiva, y cultivaba en sus canciones la nota de actualidad con gran acierto.

Su especialidad era la sátira, pero sátira culta que á nadie molestaba y á todos producía la hilaridad.

A cualquier suceso sabía sacarle punta y algunos, acaecidos en nuestra población le proporcionaron un caudal inagotable de canciones.

Entre los hechos que constituyeron para él ricas fuentes de inspiración recordamos los timos del célebre Principe ruso; las innumerables peripecias del traslado de la palmera que había en el edificio demolido para abrir la calle de Claudio Marcelo, palmera que, como recordarán muchos de nuestros lectores, se tronchó al colocarla en los jardines de la Agricultura; la; ridícula ornamentación de dicha calle, á poco de abierta y cuando sólo constaba de solares, con motivo de la visita hecha á Córdoba por don Alfonso XII; la construcción de la alta chimenea que se levanta próxima al barrio de las Margaritas, conocida vulgarmente por el Chimeneón, refiriéndose á la cual decía Antonet que los ermitaños todas las mañanas, al levantarse, se asomaban á las puertas de sus celdas para ver si se había caído ya; las interminables obras del murallón de la Ribera y otros muchos que harían pesada esta relación.

Sin embargo, no eran sólo festivas sus canciones; cuando algún suceso trágico, cuando alguna desgracia embargaba el espíritu del pueblo, sabía también improvisar verdaderas elegías y arrancar notas tristes á su guitarra, que impresionaban á ese auditorio sano, sencillo de los romanceros.

Y con las coplas humorísticas, con las narraciones sensacionales, alternaban en su vasto repertorio las cántigas amorosas, tiernas, como las de los antiguos trovadores que vagaban con su laud por los castillos señoriales.

Si Antonet, antes de que perdiera la vista, era solicitado por los mozos alegres para tomar parte en sus fiestas y serenatas, no lo fué menos cuando se dedicó, por necesidad, á coplero ambulante.

Pronto sus canciones hacíanse populares corrriendo de boca en boca, y todavía se oyen la letra de algunos de sus tangos y la original musiquilla de muchas de sus relaciones.

Si alguien aquí se hubiera cuidado de formar el Fok-loore cordobés, seguramente constarían en él muchas composiciones del pobre romancero á que nos referimos, pues son más dignas de figurar en tal obra que algunas de las que hemos leído en otros Fok-loores.

Las últimas veces que vimos á Antonet, ya viejo y achacoso, presentaba un espectáculo que nos producía honda pena. Acompañábale una joven, no mal parecida, á quien llevaba de la mano, porque aquella infeliz carecía de piés; y enmedio de las plazas, de las calles de más tránsito, el ciego tocaba la guitarra y la muchacha, á costa de grandes trabajos, pretendía bailar con los muñones de sus piernas, simulando sonrisas que ocultaban la mueca del dolor.

Concluido el baile pesentaban un platillo á los espectadores para que en él depositasen el óbolo de la caridad.

Y cuando recogían las monedas continuaban su triste peregrinación, cogidos de la mano, sosteniendo Antonet á la joven para que pudiese andar, cuidando ella de que no tropezara él con los obstáculos que hubiera en el camino.

¡Odisea espantosa de dos seres, uno en los linderos de la vida, otro en el borde del sepulcro, unidos por el lazo terrible de la desgracia!

 

 

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LOS PICONEROS

 

El tipo más característico de Córdoba, el único genuinamente cordobés que, como casi todo lo clásico de nuestra tierra, ha desaparecido ya, era el piconero.

En nada se parecía al resto de sus paisanos; diferenciábase de ellos en los usos, en las costumbres, en el traje y hasta en la manera de hablar.

Pudiera decirse que pertenecía á otra raza; á una raza de noble y limpia ejecutoria; formada por aquellos héroes que, obedientes á las órdenes del piconero Jurado de Aguilar, cuyo nombre perpetúan la historia y una de las calles del barrio de Santa Marina, cooperaron eficazmente derrota de don Pedro I de Castilla cuando aliado con los moros de Granada quiso conquistar á Córdoba.

En aquellos críticos momentos, protegidos por la oscuridad de la noche, penetraron entre las avanzadas enemigas dispuestas en el Campo de la Verdad para el asalto, y las obligaron á huir merced á una estratagema admirable: la de herir con los hocinos á los caballos en los corvejones, sin hacer ruido, arrastrándose en el suelo como reptiles á fin de no ser vistos, para que cabalgaduras y jinetes cayeran en confuso montón, hecho inaudito, por el cual se concedió el dictado de ilustres no sólo á los individuos que lo realizaron sino á todos sus descendientes.

El antiguo piconero cordobés era hombre de sobrias costumbres, de acendrados sentimientos religiosos, de acrisolada honradez.

Rendía al trabajo un verdadero culto y tenía á gala ser piconero porque su padre, su abuelo y todos sus antecesores se dedicaron á tal oficio y sus hijos, sus nietos y todos sus descendientes seguirían ejerciéndolo tambíén.

Los piconeros habitaban exclusivamente en dos barrios de Córdoba: los de Santa Marina y San Lorenzo.

Allí, en viejos caserones, con patios muy grandes alfombrados de manzanilla, llenos de sol y de flores, que parecían trozos de la sierra trasladados á la ciudad, vivían felices y contentos, en unión de su prole, casi siempre numerosa, y de sus pacientes borriquillos.

El piconero, como ya hemos dicho, usaba un traje especial: camisa de tela de color, chaqueta y chaleco de paño burdo, calzón corto con los perniles abiertos por abajo, polainas de cuero, faja encarnada de la que pendía el hocido [sic] cuando no lo llevaba colgado del aparejo del burro y sombrero cordobés, con las alas caídas para resguardar el rostro de los rigores del sol en el estío.

Su modo de hablar distinguíase del que usa nuestro pueblo por su acento especial, por la pausa en la emisión de la palabra, por el empleo de algunas, como la de dir en vez de ir, que únicamente se oía en boca del piconero, y por la costumbre de aspirar todas las haches ó convertirlas en jotas como los moros.

Los piconeros solían tener motes ó apodos, algunos de ellos heredados de sus padres, que casi constituían sus nombres propios.

Pocas personas sabrán cómo se llamaban el Pilindo, el Manano, Botines y el Retor y, sin embargo, todas las de su época los conocerían, pues esos y otros muchos lograron gran popularidad, merced á su gracia y á sus buenos golpes.

En todos tiempos, sin temor al frío ni á la lluvia en invierno, desafiando al calor en el verano, antes de que naciera el día abandonaba el piconero su hogar y acompañado de los borriquillos encaminábase á la sierra.

En el lugar elegido previamente descargaba el hato, formado por las haldas vacías, el pellejo para echar el agua al picón, la horquilla para removerlo, la talega con la comida y la botija del agua; trababa las bestias y, provisto del bien afilado hocino, internábase en el monte y en pocos momentos preparaba la leña para hacer la piconá.

Concluída esta operación, pesada y laboriosa, llenaba las haldas, tapábalas con los escamochos, cargaba los burros colocando entre los cordeles y las haldas los tizos para atirantar bien aquellos y emprendía el regreso á la ciudad, muy contento, muy alegre, porque los costales tiznados representaban el pan de su familia.

El piconero, además de las penalidades del trabajo tenía que sufrir, á veces, las persecusiones de guardas y amos de fincas que le declaraban guerra sin cuartel.

Y, no obstante, jamás perdía su buen humor, su gracia incomparable.

En todos sus apuros y aflicciones acudía á dos Rafaeles: primero á San Rafael, del que era devotísimo; después á Rafael Molina, aquel gran torero de imperecedera memoria.

Lagartijo tenia predilección por los piconeros; socorríalos frecuentemente y jamás en sus diversiones prescindía de ellos, jugándoles á veces malas partidas que después les recompensaba con su habitual esplendidez.

En cierta ocasión el Pilindo fue á rogarle que le proporcionara un permiso para hacer picón en determinado paraje de la sierra donde no se lo permitía la guardia Civil; Rafael Molina prometió complacerle y al día siguiente le entregaba un sobre cerrado con la autorización solicitada.

Satisfecho y orgulloso marchó el Pílndo al lugar que había elegido para ejercer su modesta industria y empezó tranquilamente á cortar leña.

A poco presentóse la inevitable pareja de la benemérita con su eterna cantata: aquí no se puede hacer picón.

-¡Vaya si se puede hacer! contestó nuestro hombre con extraordinaria alegría.

-Le hemos dicho á usted que nó.

-Pues ahora verán ostés como sí, y al mismo tiempo entregaba á sus interlocutores un sobre arrugado y lleno de tizne.

Lo abrió uno de los guardias y encontró una entrada para una corrida de toros.

No es necesario manifestar los apuros del Pilindo

cuando supo el engaño ni las súplicas que dirigió á la pareja para que no le denunciara.

En un invierno crudísimo el inolvidable torero cordobés regala una capa al Manano que tiritaba envuelto en una especie de tela de araña, llena de rajones y zurcidos.

Después de hecho el regalo propuso á dos amigos que una noche, cuando el Manano se retirase á su casa, le salieran al encuentro y le quitaran la flamante prenda.

Los amigos del maestro se apresuraron á poner en práctica la idea; en una de las calles más solitarias del bario de Santa Marina aguardaron al piconero y, armados le dos monumentales pistolas, acercáronsele pronunciando esta frase terrible: la capa ó la vida.

El Manano, con mucha sangre fría, desembozóse y entregó la pañosa á los individuos en cuestión, que se apresuraron á cogerla y á emprender la fuga.

Al verles correr, el piconero empezó á gritar: ¡eh, amigos, aguárdense un poco!

Detuviéronse un momento los simulados ladrones y entonces su víctima añadió: es que les voy á dar dos cuartos pa jilo.

Ya habrán supuesto los lectores que llevaba la capa vieja.

Otra vez encontró Lagartijo en la estación de los ferocarriles á varios piconeros, los más populares, que venían del campo; obligóles á que entregaran los burros con las cargas á un amigo para que los condujese á los domicilios de aquellos y él se los llevó á Madrid, dispuesto á correrla.

No hay que decir el efecto que produjeron en la Corte aquellos extraños acompañantes del sin par torero.

Empezó por entrar con ellos en uno de los mejores restaurants. Pidió la lista y eligió para él los manjares que le agradaban; después se la dió á los piconeros quienes, mirándola con asombro, esclamaban: pero Rafael ¿esto que es y pa que sirve?

Cada renglón de esos es un plato -contestóles- ustedes pidan los que quieran.

Los invitados, después de meditar un poco, dijeron al camarero: pues tráiganos dende aquí hasta aqui, y señalaron los cuatro ó cinco primeros renglones de la lista.

Y, efectivamente, el camarero, no sin extrañeza, les sirvió cuatro ó cinco sopas distintas, porque todas aquellas líneas indicaban las diversas clases de sopa que se servían en el restaurant.

De allí los condujo á un café y pidió chocolate para todos, pero encargando disimuladamente que el suyo estuviera frío.

Lagartijo cogió la taza y apuró su contenido de un trago; los piconeros, que jamás habían tomado chocolate, quisieron imitarle y, como es natural, se achicharraron la boca.

¡Rafael -clamaban- ties el gañote forrao de lata!

El maestro, para calmarles los dolores de las quemaduras, mandó llevar unas gaseosas.

A uno de aquellos infelices tal bebida le produjo un terrible efecto en el estómago haciéndole devolver cuanto en él contenía.

-¿Qué te pasa?- preguntó Lagartijo.

-¡Qué quieres que me pase! -replicó el interrogado- que

se me olvidó comerme el tapón de la botella y se me está saliendo esa bebía.

Sería interminable la relación de los incidentes cómicos á que dió motivo la estancia de los piconeros en Madrid.

Los chistes y las frases ingeniosas de estos hombres no se agotaban jamás.

Un día, al venir Botines del campo con su burro, pasó al lado de este un ciclista y la caballería se asombró, arrojando la carga al suelo.

Botines, indignado, gritó con voz iracunda: ¡mala bestia! ¿vas á asustate de un señorito subío en una telaraña?

Al Pilindo hízole su mujer una chaqueta y tan mal cortada resultó que las solapas quedaban siempre derechas, sin adaptarse al cuerpo.

El piconero, temeroso de las burlas de sus amigos, no quería jamás usar la prenda.

Pero hombre ¿por que no te pones la chaqueta nueva? díjole un día su esposa y él le contestó con rabia: ¡qué he de ponerme eso si paese que voy rnetío en una aijacena!

¿Quieren los lectores saber el origen del apodo de Retor?

Este individuo, cuando llevaba la derecha por la calle, no cedía la acera más que al cura de Santa Marina.

Una vez, en que había bebido algunas copas de más, encontró un enorme perro que caminaba muy despacio en dirección opuesta á la de nuestro hombre, por la derecha de este.

El piconero quiso echarlo á fuera de las baldosas, pero el can se arrimó á la pared y todos los esfuerzos realizados por aquel para conseguir su propósito fueron inútiles.

En vista de ello se salió tambaleándose de la acera, hizo un saludo muy respetuoso al animal y exclamó: pase osté, señor Retor.

Desde entonces se quedó con este alias por el que le conocía todo el mundo.

Tal era el antiguo piconero cordobés, que cantaron en armónicos versos Julio Eguilaz, Enrique y Julio Valdelomar, Enrique Redel y otros poetas, y que inspiró un graciosímo diálogo en verso entre Botines y el Manano á un ingenioso sacerdote y una bien escrita zarzuela de costumbres á don Antonio Ramírez.

Hoy ha perdido todos sus rasgos típicos, es un trabajador como otro cualquiera y de aquel de tiempos pasados solo quedan un hermoso recuerdo en las páginas más brillantes de nuestra historia y un nombre, inmortalizado, en una calle del barrio de Santa Marina.

 

 

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LOS JUEGOS FLORALES

 

Córdoba es una de las poblaciones donde se ha celebrado mayor número de Juegos florales y Certámenes Científicos, Literarios y Artísticos, esas fiestas de cultura que hoy están, por desgracia, en la decadencia, y que en nuestra capital murieron hace ya algunos años.

Inició aquí los Juegos florales un literato ilustre: don Francisco Javier Valdelomar y Pineda, Barón de Fuente de Quinto, y efectuáronse por primera vez el 11 de Junio de 1859, al mismo tiempo que la primer locomotora de vapor llegaba ante los muros de esta ciudad para saludarla en nombre de Sevilla, en nombre de su hermana la reina del Guadalquivir, como decía don Agustín González Ruano en el prólogo que puso al tomo formado con las composiciones premiadas.

Los temas fueron "La venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles", "Conquista de Córdoba por el Rey San Fernando", y "La velada de San Juan" y en ellos obtuvieron los premios el Barón de Fuente de Quinto, el Marqués de Cabriñana y don Luis Maraver, y los accesits don Manuel Fernández Ruano, don Pedro Enríquez y don Antonio Alcalde Valladares.

Distinguidos literatos constituyeron el jurado calificador y el acto estuvo presidido por hermosas damas.

La fiesta, en vista de su gran hito, repitióse en los añs 1860, 1862, 1865, 1866, 1868, 1872 y 1878, iniciada unas veces por la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes y otras por el Círculo de la Amistad.

En todos los Juegos florales había tres temas: uno religioso, otro histórico y otro de costumbres y en ellos fueron laureados poetas de justo renombre.

La adjudicación de los premios verificóse siempre en vísperas de la feria de Nuestra Señora de la Salud, una veces en los salones del Círculo de la Amistad y otras en el Teatro Principal.

La Sociedad denominada Juventud Católica inició otros dos actos semejantes á los anteriores; pero no ya con el carácter de Juegos florales, sino con el de Certámenes, en los años 1871 y 1872.

En 1879 la Sociedad Económica Cordobesa de Amigos del País empezó á celebrar Juegos florales y Certámenes Científicos, Literarios y Artísticos, efectuándolo después de dicho año en los de 1883, 1895, 1902, 1902, 1904, 1905, 1906 y 1909.

A partir desde el festival de 1902, estos actos tuvieron una modificación importante: hubo en ellos mantenedor, reina de la fiesta y premio de honor, consistente en una flor natural y en el derecho de elegir la reina.

En los Juegos florales del ario 1902 fué el mantedor don José Contreras Carmonona, la reina de la fiesta doña Paz Olalla, Condesa de Hornachuelos, y el poeta galardonado con la flor natural don Vicente Toscano Quesada; en los de 1903 don Juan Valera, doña María Areitio Elio, Marquesa de la Fuensanta del Valle y don Mariano Miguel de Val, respectivamente; en los de 1904 don José Canalejas Méndez y doña Ana de Hoces y Losada de Fernández de Mesa; el premio quedó desierto; en los de 1905 don Rafael Gasset, la señorita Maria Romá Vázquez y don Enrique Redel; en los de 1906 don Julio Burell y Cuéllar, la señorita Soledad Alvear y doña Josefa Vidal de Leiva, ocurriendo el caso no muy frecuente de que obtuviera el premio de honor una dama, por lo cual el mantenedor eligió la reina, y en los de 1909 don César Silió, la señorita Maria Barroso Sánchez Guerra y don Norberto Torcal.

En 1901 la Sociedad Económica también anunció un Certamen, pero no pudo realizarlo por causas agenas á la voluntad de sus iniciadores, y en 1902 celebró un concurso cuyo único tema era: "La usura y medios de combatirla en Córdoba".

Los diversos Ateneos que han existido en nuestra capital organizaron festivales de esta índole, aunque sin las modificaciones introducidas en ellos por la Sociedad Económica, en los años 1886, 1888 en que hubo dos certámenes, y 1889.

El Ayuntamiento verificó un Certamen en el año 1891 y dos en e1 1892, el primero de estos para aumentar los festejos de la feria de Nuestra Señora de la Salud y el segundo con motivo del Centenario del descubrimiento de América.

En 1898 anunció otro en honor del poeta cordobés Antonio Fernández Grilo, pero lo suspendió á ruegos del popular cantor de las Ermitas, quien dijo que no consideraba oportuna la celebración de fiestas cuando España estaba de luto á consecuencia de nuestros desastres coloniales.

Por último, en 1893 la citada Corporación municipal abrió un concurso con objeto de premiar las dos mejores memorias que se presentaran demostrando las ventajas que ofrece Córdoba sobre las demás poblaciones andaluzas para poseer la capitalidad militar de la región.

En 1894 el periódico La Opinión efectuó un Certamen Científico, Literario y Artístico.

Los alumnos de la Escuela Normal de Maestros festejaron el tercer centenario de la publicación del Quijote, en 1905, con un Certamen escolar.

En 1907 y 1908 la comisión organizadora de la verbena llamada de la Virgen de los Faroles, entre los festejos de la misma incluyó un certámen literario con un solo tema: el del primer año fué una poesía de sabor popular dedicada á la referida imagen y el del segundo una reseña histórica de la Virgen y de su tradicional velada.

Finalmente, en 1910 el regimiento de infantería de la Reina celebró un Certamen literario-patrio, muy solemne, en el Gran Teatro y la Academia Médico-Quirúrgica verificó un Concurso para premiar los mejores trabajos que se presentasen titulados "Cartilla de la embarazada".

La mayoría de estos Juegos florales y Certámenes efectuóse en el Círculo de la Amistad, en vísperas de la Feria de Nuestra Señora de la Salud.

En época muy anterior á las citadas, en el año 1651, hubo un Certamen literario sumamente curioso, dedicado al Custodio de Córdoba San Rafael.

El programa fué redactado por el Caballero Veinticuatro don Luis Manuel de Lando é impreso en raso amarillo.

Constaba de diez temas, todos en verso, y los premios consistían en una lámina de San Rafael, una salvilla, un pomo y una pastillera de plata, siete varas de terciopelo, tres de tela de oro, dos pares de guantes de ámbar, un espejo, un rosario, un aderezo de espada y otros objetos y telas.

También figuraba un premio de veinte reales de á ocho del Perú para la peor composición que se presentara.

Don Francisco Manuel de Lando, hijo del iniciador de la fiesta, paseó el cartel, colocado en un estandarte, por la calles de la población, yendo precedido de atabales, trompetas y chirimías, á los que seguía la nobleza, á caballo.

Copias del programa se enviaron á todas las ciudades andaluzas.

Las poesías premiadas se expusieron al público, en la iglesia de San Pedro, el 13 de Mayo, y la distribución de las recompensas efectuóse en el mismo templo el 22 de dicho mes.

Los jurados de estos nobles torneos, á pesar de su imparcialidad y competencia, no dejaron algunas veces de cometer pecadillos veniales, aunque siempre impulsados por el laudable deseo de aumentar el esplendor de tales actos ó por su espíritu de benevolencia, no menos digno de alabanza.

Así no es extraño que en cierta ocasión concedieran un premio á un poeta novel, bajo promesa de que no publicaría la composición laureada para que no se cebase en ella la crítica, promesa á la que faltó el escritor favorecido.

Ni que otra vez, para que no quedara un tema desierto, se otorgase la recompensa á un trabajo sin concluir, según su autor por falta de tiempo, previo el ofrecimiento, que también quedó incumplido, de terminarlo inmediatamente.

Algunos jurados fueron víctimas de los inevitables timos de los plagiarios ó de bromas de no muy buen género.

Un tribunal calificador encontró una obra verdaderamente notable y por unanimidad acordó concederle el premio; al continuar el examen de las memorias presentadas al mismo asunto halló otra, distinta en la forma de aquella, pero absolutamente igual en el fondo; ¡extraña coincidencia!

Después de larga deliberación decidió crear un premio para el segundo trabajo, puesto que reunía méritos iguales al primero.

Y al abrirse los sobres en que estaban encerrados los nombres de los autores de ambos se descubrió la clave del enigma; uno de aquellos estudios era precisamente del Secretario de la comisión organizadora del Certamen, depositario de todos los trabajos, quien copió tranquilamente el que quiso.

En otro Certamen apareció premiada la exposición de un Real decreto publicado pocos meses antes.

Y en el último que celebró la Sociedad Económica obtuvo una mención honorífica nada menos que Rica Ferreira.

Como es lógico suponer, el ilustre economista portugués no se ocupó en concurrir á un certamen de Córdoba; su nombre sirvió de pseudónimo para firmar un trabajo cuya recompensa debió ser anulada con arreglo á las condiciones que rigen en todos los certámenes y concursos.

Y ahora, para terminar, el autor de estas líneas va á hacer una declaración en secreto: formando él parte de un jurado dió su voto para que se premiaria [sic] un estudio literario, sin haberlo leido persona alguna de las que constituían el tribunal calificador, y, efectivamente, el premio se adjudicó por unanimidad.

¿Dice el lector, acaso, que esto fue una anomalía, un abuso ó una injusticia notoria? Pues bien: tenga presente en descargo de aquel jurado que sólo se presentó el trabajo aludido en el tema á que correspondía y, sobre todo... ¡que ocupaba más de trescientas cuartillas escritas con letra menuda!

 

 

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LAS VERBENAS

 

Como todas las costumbres tradicionales de Córdoba, las verbenas han perdido ya su carácter primitivo, aquella sencillez que les daba el principal encanto. Hoy son ferias en pequeño y algunas hasta tienen un aspecto aristocrático, digámoslo así, que se despega de toda fiesta popular.

Antiguamente se celebraban en nuestra población menos veladas que hoy, siendo las principales las de Santa Marina, San Lorenzo, San Agustín, Santigo y San Basilio.

En ellas no había ni iluminaciones espléndidas, ni tiendas lujosas, ni kermesses, ni carrousell, ni otras importaciones extranjeras, de moda en la actualidad.

Aparte de los faroles, con luz no muy brillante por cierto, del alumbrado público, solo las iluminaban los humeantes candilones de los puestos y cuando más algunos farolillos á la veneciana.

Los principales elementos constitutivos de las verbenas eran los puestos de higos-chumbos y las clásicas mesillas de las arropieras, con sus jarras limpias y sudorosas y sus jazmines, que embalsamaban el ambiente.

En otras mesas con escalerillas, haciendo las veces de estantería, pero nunca en tiendas, hallábanse los juguetes, para solaz y martirio de la infancia; juguetes toscos, algunos también característicos de Córdoba, entre ellos los llamados cigüeñas y herreros y otros casi esclusivos de estas veladas, tales como las campanas de barro.

Completaban las instalaciones uno ó dos ejemplares del tio-vivo, con sus coches pintarrajeados, con sus caballos y sus sirenas deformes, con su destemplada música de bombo y platillos, al que ha sustituído el carrousell, lleno de luces y colgaduras, muy vistoso, pero que carece del encanto de los primitivos coches de madera.

Y nunca faltaba tampoco la hornilla para hacer jeringos, con todos los artefactos propios de la buñolería ambulante.

En alguna que otra de estas veladas había un espectáculo excepcional, un gran atractivo, especialmente para la turba infantil: los polichinelas.

El artista encargado de exhibirlos formaba una barraca con cuatro lienzos rotos y sucios, y á la luz de un par de candiles daba sus funciones, presentando las extraordinarias aventuras del Señor Cristóbal y de la Señá Rosita de la Tia Norica y de otros personajes análogos.

Dos individuos se hicieron populares por sus exhibiciones de polichinelas en ferias y veladas, Juan Misas y otro conocido por Picardías, ambos hombres de gracia y no faltos de ingenio.

Es innecesario decir que el lenguaje de sus muñecos no se distinguía por lo culto ni lo limpio, pues la Señá

Rosita y el Señor Cristóbal hablaban como el carretero peor educado.

En cierta ocasión asistía á una de estas funciones un aristócrata cordobés acompañado de su familia; al oir las frases soeces de los polichinelas envió á decir por medio de un criado á Picardías que suprimiese ciertas palabrotas, pues asistía al espectáculo el señor Marques de X.

Picardías, en el acto, asomó la cabeza por encima de la cortina tras de la cual maniobraba, y encarándose con el linajudo espectador contestóle: pues si no quiere oir estas palabrotas puede marcharse, porque mis puchinelas no saben hablar mejor.

Los muchachos, siempre revoltosos é inquietos, solían, enmedio de una función, levantar la cortina, dejando al descubierto toda la maquinaria, y entonces sí que era digno de que se le oyera Picardias ó Juan Misas.

A este, una vez, uno de esos pequeñuelos de quienes con razón se dice que son la piel del demonio, le arrojó desde su asiento un higochumbo, con tal acierto en la puntería que fué á estrellársele en un ojo.

El pobre artista lanzó un voto formidable, salió de su escondite y dirigiéndose al auditorio esclamó con verdadera rabia: respetable público: no quisiera más que saber quien me ha dado este jigazo para ... aquí agregó una frase del repertorio de los polichinelas, imposible de transcribir.

Las veladas más concurridas eran las de Santiago, San Agustín y San Basilio, por celebrarse en épocas en que los trabajadores del Campo vienen á holgar; según frase gráfica.

¡Y había que verles discurrir por las verbenas, vestidos con lo mejor del fondo del arca, piropeando á las mozas del barrio y abonando los oídos de los concurrentes con los pitos y campanas, su compra indispensable y un elemento esencialísimo para su inocente diversión.

A veces el ruido ensordecedor de tales instrumentos proporcionaba un beneficio: el de ahogar las destempladas notas de la célebre Banda de Hilario, que amenizaba tales fiestas.

En muchas casas de las calles donde se verificaban las verbenas improvisábanse alegres reuniones, en las que lucían su garbo y donosura las hermosas mujeres del barrio, bailando con toda la gracia de la tierra, al compás de guitarras y palillos, sevillanas, peteneras, soleares y todo el repertorio andaluz.

Y mujeres y hombres no abandonaban estas veladas sin hacer una visita al templo en cuyos alrededores celebrábase la fiesta, el cual permanecía abierto hasta las altas horas de la noche, lleno de luces y de flores, perfumado por el incienso y por las macetas de albahaca, planta que, como todo lo antiguo, se va perdiendo en Córdoba.

El 15 de Agosto, desde las últimas horas de la tarde, era extraordinaria la animación en las verbenas de San Agustín y San Basilio, porque ese día á los festejos populares uníanse las procesiones de la Virgen del Tránsito.

Los mozos, con gran entusiasmo, se disputaban el honor de conducir las imágenes; un gentío inmenso agolpábase en toda la carrera; balcones y ventanas lucían colgaduras é iluminaciones, y los vítores á la Virgen mezclándose con los acordes de las músicas, con el estallido de los cohetes, con las voces de los vendedores de papeletas para la rifa de los palomos ó del borrego, cuyos productos habían de destinarse al culto, formaban un concierto muy grato, muy hermoso, muy consolador, pues eran algo así como un himno á la Fé, al Amor y á la Patria, los tres grandes ideales de la humanidad.

Hace unos diez anos han aumentado considerablemente las veladas en nuestra población, perdiendo, á la vez, su primitivo carácter.

Ya son, como al principio afirmamos, ferias en pequeño, no sólo para solaz y recreo del vecindario de los barrios en que se celebran, sino para el de toda la población, que suele visitarlas.

Y en ellas verifícase toda clase de festejos; conciertos, bailes públicos, fuegos artificiales, exhibiciones de cinematógrafos, kermesses y hasta concursos de balcones. Sin olvidar tampoco los actos literarios, puesto que en la llamada de la Virgen de los Faroles ha habido dos certámenes, en el primero de los cuales el tema fue una poesía de sabor popular dedicada á dicha verbena, y en el segundo un estudio histórico de la Virgen de los Faroles.

Y ya que de esta velada hablamos, concluiremos las presentes notas con la narración de un gracioso suceso relativo á la misma.

Uno de los primeros años en que se celebró, un vecino del barrio de la Catedral, aficionado á la pirotecnia, ofrecióse á confeccionar los fuegos artificiales.

Aceptado el ofrecimiento por la Junta organizadora, empezó nuestro hombre á fabricar ruedas, cohetes y bengalas con verdadero entusiasmo, pero he aquí que la víspera del día en que habían de quemarse los fuegos, á las altas horas de la noche, una larga serie de espantosas detonaciones despertó á todo el vecindario, infundiéndole un pánico indescriptible. Aquello parecía el acabamiento del mundo.

Y no era tal cosa; era sencillamente que ruedas, cohetes y bengalas habían ardido dentro de los cajones de una cómoda, donde los guardara el improvisado pirotécnico.

 

 

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DON JOSÉ GONZÁLEZ CORREA

 

Aun nos parece que estamos viendo á aquel viejo simpático, muy pulcro, de faz sonriente, un poco sordo, que con su gracia culta, con su fino ingenio, con su caudal inagotable de chascarrillos, hacía desternillar de risa á cuantas personas le trataban.

El señor González Correa fué uno de los hombres más populares de Córdoba, y las reuniones á que él concurría gozaron de fama en sus tiempos.

Como que el anciano Administrador de los Marqueses de Valdeflores las amenizaba con su buen humor, consiguiendo que donde él estuviese no reinara jamás la pena.

Apropósito de cualquier conversación relataba un cuento oportunísimo, admirablemente narrado; tan pronto como se le dirigía una frase en tono de broma, para oirle, brotaba de sus labios una contestación adecuada, discreta, saladísima, que arrancaba la carcajada á su interlocutor.

Con las anécdotas y los chistes de don José González

Correa se podría formar un volumen que sería, sin duda, uno de nuestros mejores libros festivos.

He aquí algunas ocurrencias de aquel gran humorista, las cuales le retratan mejor que cuanto de él pudiéramos decir:

En cierta ocasión una mujer, acompañada de su hijo, fué á rogarle que colocara á este en cualquiera de las fincas de campo que administraba.

Fijóse González Correa en el muchacho, que era bastante feo y tenía una boca enorme, y dirigiéndose luego á su madre, le dijo: descuide usted que haré lo posible para complacerla, aunque es una lástima que dedique usted su hijo á las faenas del campo, pues sin salir de la población podría ganar cinco ó seis pesetas diarias.

-¿Cómo, don José? se apresuró á preguntar la pobre mujer.

-Pues muy sencillo -contestóle el interrogado- soplando pellejos en una tenería.

Reuníase don José González Correa en el Café del Gran Capitán con varios amigos, uno de los cuales, siempre que se trataba de bromas, sostenía que á él nadie era capaz de dársela.

Hablábase una noche de relojes y González Correa se expresaba en estos ó parecidos términos: en ese ramo de la industria se ha progresado extraordinariamente; hoy mismo he visto en casa de don Herman Piaget unos relojes preciosos; hay uno que representa un elefante con la trompa de movimiento; otro en forma de barco que se balancea sobre las olas y otros muchos todos caprichosísimos, pero el que más ha llamado mi atención es uno de música que toca una pieza distinta cada día del año. iAdmirense ustedes, señores! eu [sic] caja de poco más de una tercia encierra trescientas sesenta y cuatro obras musicales.

-Hombre -le objetó al punto el individuo que no se dejaba embromar- tendrá trescientas sesenta y cinco, si hay una para cada día.

Y don José contestóle al punto: no, señor, porque el Viernes Santo sólo toca la matraca.

Un día crudísimo de Diciembre encontró en la calle á su amigo Santillana, el antiguo falsete de la capilla de música de la Catedral, que contaba casi tantos años como el.

Ambos iban embozados hasta los ojos.

González Correa, al verle se le acercó y le dijo: oye ¿sabes dónde es el fuego?

-¿Pero hay fuego? -preguntó á su vez con extrañeza Santillana.

-Sí, chico -respondió González Correa- ¿no lo has advertido por el aire que viene quemando?

Siempre que le hablaban de alguna persona de su época solía exclamar, simulando una extrañeza muy cómica: ¿pero todavía vive ese? ¡Caramba, que manera de tirar!

Espíritu observador conocía de modo admirable la vida de la gente del campo y narraba, sin omitir un detalle, escenas, conversaciones y sucesos graciosísimos relacionados con los trabajadores agrícolas.

El hizo popular el pésama [sic] dado por uno de esos trabajadores á los dueños de la finca en que servía.

Murió un individuo de la familia de aquellos y sus operarios se reunieron para designar al que había de cumplir la delicada misión antedicha, eligiendo, tras alguna discusión, al chiquichanquero por ser hombre de palabras.

Vistióse este la ropa de los días de fiesta, se puso la capa, indispensable para el acto, apesar de que era el mes de Agosto, y vino á Córdoba decidido á cumplir el encargo.

Inmediatamente se presentó en la casa mortuoria, que estaba llena de amigos y deudos del finado, y dirigióse á la habitación ocupada por los doloridos.

De pie en el centro de ella, después de haberse descubierto, y previo un largo silencio, empezó su discurso en esta forma: ya sabrán ostedes lo que ha pasao. ¡Que le hemos de hacer! los desinios de Dios son impetuosos, y prosiguió con una larga serie de consideraciones que habrían hecho reir á una esquina.

Las personas presentes, á fin de no soltar !a carcajada, decidieron echarle con disimulo diciéndole: bueno, vete arriba que allí está el cadáver.

Salió nuestro hombre y subió la escalera, pero al encontrarse de manos á boca con la capilla ardiente bajó de tres en tres los escalones, presa de un terror indescriptible, exclamando: ¡qué cadavre ni cadavere, si lo que hay allí es un muerto!

Contaba González Correa que un individuo preguntó en cierta ocasión á otro que guardaba ganado por dónde se iba á las zahurdas llamadas del Tío Domingo, y el interrogado le guió en esta forma: "percura de ver de com-

poner de cómo te pues barajar pa arrechucharte hacia lo jondo d'esa cañá y asín que estés bien arrechuchao le güerves la esparda al sol y te das en la jeta con las zajurdas del tío Mingo".

Cuando varias personas de la aristocracia cordobesa obsequiaron con una cacería en Sierra Morena A don Alonso XII, fué invitado á la expedición González Correa, y el Monarca escribió una especie de memoria de la gira, no exenta de donosura, en la que hacía mención varias veces de aquel ocurrentísimo anciano, elogiando su ingenio y su gracia inagotable.

Don José González Correa conservó el buen humor hasta última hora; hallábase gravemente enfermo, á mediados de Agosto, y fué á visitarle un médico, amigo suyo.

-¿Cómo lo encuentra usted, Doctor? -preguntóle la familia del paciente.

-Muy mal -contestó el interrogado- no llega á la Fuensanta.

Y González Correa, que por un raro fenómeno había recobrado el oído, exclamó al punto: pues si no llegó á la Fuensanta me quedaré en el campo de Madre de Dios.

Este fué su ultimo chiste.

 

 

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EL TRIUNFO

 

Aunque son innumerables los triunfos levantados por la piedad del pueblo de Córdoba á su ínclito Custodio San Rafael, solo uno, el más importante de todos, recibe este nombre de la generalidad de la gente: el que debiéramos llamar Triunfo de la Catedral, por hallarse en dicho barrio, próximo á la histórica puerta del Puente, en el lugar que denominaron los antiguos corral de los ahogados.

Según las inscripciones que en el mismo figuran, principió la erección de este monumento en 29 de Abril de 1765, á costa del Obispo de la Diócesis don Martín de Barcia; en 1771 instalóse la columna que ostenta en su centro y sobre ella la imagen del Arcángel, y se concluyeron las obras el 31 de Diciembre de 1781.

Hicieron el plano los arquitectos de Roma don Simón Martínez y don Domingo Esgroijs y su proyecto fue después reformado por el escultor don Miguel Verdiguier.

No se trata de una obra artística de mérito sino de uno de los lugares característicos de nuestra población y desde tal punto de vista vamos a tratar de él en estas Notas Cordobesas.

Hace cuarenta ó cincuenta años, cuando no había tantos paseos ni sitios de reunión como hoy, el Triunfo era el lugar predilecto de muchas personas para pasar los ratos de ocio y el punto de cita de más de cuatro viejos que allí se congregaban para tomar el sol durante las mañanas de invierno y para disfrutar de la fresca brisa del río en las tardes del verano.

Entonces aquel paraje, lleno de flores bien cuidadas por el acogido en el Asilo de Mendicidad que tenía á su cargo la custodia del típico monumento, brindaba á las personas pacíficas, enemigas de la bulla y amantes de la tranquilidad, del reposo, con un albergue, llamémoslo así, apropiado á sus gustos.

Y por el Triunfo desfilaban tipos muy originales y en él organizábanse cotidianas tertulias entre hombres que pudiéramos calificar de cronicones vivientes.

En el largo poyo de piedra adosado al muro que linda con la ribera del Guadalquivir, veíase invariablemente, en ciertas horas, á un popular y buen cordobés llamado don Juan Campins que, rodeado de algunos amigos, comentaba el suceso del día ó contaba el momento trágico de su existencia; aquel en que las revueltas revolucionarias le llevaron casi hasta las gradas del patíbulo, pues estando ya en capilla recibió el indulto.

Este trance hízole tener tanto apego á la muerte que mandó construir su ataud, el cual guardaba en su propio domicilio, debajo del lecho; vestía de riguroso luto una vez al año en conmemoración de la aterradora efeméride anotada é iba á formar parte del cortejo de todo funeral.

En un rincón, separados de los demás concurrentes, cuatro ó cinco ancianos hablaban en voz baja, mirando con recelo á todas partes. Si no hubiesen tenido tantos años como contaban cualquiera los habría tomado por terribles cospiradores [sic].

Generalmente hallábase en el uso de la palabra un viejecito de simpático rostro, con blanca perilla, grueso y de corta estatura, á quien los demás oían con religiosa atención; era Goiceda, el paragüero de la calle de San Fernando, oficial de los ejércitos carlistas, que narraba á sus correligionarios los episodios de la primera guerra del Norte ó les comunicaba, en secreto, los planes y propósitos del Pretendiente.

En otro lugar, varios militares retirados, inválidos y achacosos, también referían los incidentes de las campañas en que tomaron parte, con la alegría que nos produce la evocación de los recuerdos juveniles.

Las niñeras de las casas del barrio iban allí á distraer á los pequeñuelos, enseñándoles las pétreas figuras del monumento: el león, el águila, el caballo que aun conserva el sello de las travesuras de Carlillos el pintor, y después la fuente, hoy seca, coronada por un niño cabalgando sobre un animal monstruoso.

De vez en cuando también se presentaba alguna anciana devota para elevar sus preces al Arcángel, rezar un padrenuestro ante la tumba del Obispo don Pascual y conversar con su colega de años el guarda del Triunfo.

En uno de los asientos que hay cerca de la puerta de entrada solía verse á una joven, triste y meditabunda, que clavaba sus miradas, no en la imagen de San Rafael ni en las de los Patronos de Córdoba que le acompañan, sino en un rosal contiguo, pequeño y cuajado de flores.

Era la nota poética, delicada, sencilla, de aquel paraje; allí había una tradición que, como casi todas, se ha perdido.

El pueblo cordobés daba á dicho arbusto, que ya no existe, el sugestivo dictado de rosal del sentimiento y sostenía que cada vez que una doncella se acercaba á contarle las cuitas de sus amores, embargábalo inmensa pesadumbre y al par que por las mejillas de la acongojada hembra caía una lágrima, rodaba deshojada por el suelo una rosa.

Y más de una pareja acudía á jurarse eterno cariño ante el venerable Arcángel.

Y en días de riadas, innumerables personas congregábanse en el Triunfo para apreciar si se elevaba ó descendía el nivel de las cenagosas aguas y ver los innumerables objetos que arrastraban en su impetuosa corriente.

Hoy aquel paraje está casi siempre desierto; únicamente lo suelen visitar los extranjeros, que después de admirar los tesoros artísticos de nuestra Mezquita incomparable van á ver el vetusto puente, el cual, desde que fué objeto de las últimas reparaciones, ha perdido todo su carácter.

Desde hace pocos años, cuando llega la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, una oleada de vida penetra en el recinto, casi abandonado, donde se eleva el principal monumento erigido en Córdoba á San Rafael.

La junta organizadora de la verbena de la Virgen de los Faroles celebra allí una Kermesse, cuyos productos destina al socorro de los pobres.

Con este motivo conviértese el Triunfo en una feria en miniatura; allí se instalan puestos para la venta de diversos artículos, cuya expendición está á cargo de bellas señoritas; ilumínase el paraje con profusión de farolillos á la veneciana, y el elemento joven pasa horas agradabilísimas entre bromas cultas y galanteos, que redundan en beneficio de los menesterosos.

Y parece que nuestro excelso Protector, desde su elevado solio, sonríe complaciente á aquella multitud bulliciosa, porque al divertirse no olvida el ejercicio de la santa caridad.

 

 

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LA REDACCIÓN DE "EL ADALID"

 

Un de los periódicos políticos más importantes que se han publicado en Córdoba, y el que obtuvo mayor popularidad, fue, sin disputa, El Adalid.

Representaba á la fracción llamada romerista y tan bien identificado estaba con su jefe Romero Robledo que en casi todos los escritos de El Adalid reflejábanse el espíritu batallador, la travesura, el ingenio y la gracia del famoso Pollo antequerano.

Por reunir tales condiciones, muchas personas que no se hallaban afiliadas á la política romerista ni á otra alguna, buscaban dicho periódico para solazarse con su lectura, siempre amena.

La Redacción, situada en un amplio local de la antigua casa de la calle de Osio, hoy convertida en Escuela graduada de niñas, era punto de reunión de la mayor parte de los escritores de Córdoba y de cuantos visitaban nuestra ciudad.

Y allí pasaban horas agradabilísimas conversando con los inolvidables hermanos Valdelomar y con el gran Emilio Cabezas, encargados de la confección del periódico; los dos primeros literatos distinguidísimos, periodistas de la buena cepa, y el último un reporter activo y un hombre de verdadera vis cómica, como ahora se dice.

Enrique Valdelomar, el Director, escribía con más corrección que Julio, pero este le aventajaba en facilidad y donosura.

Los artículos de aquel, bien meditados, revelaban en su autor un conocimiento exacto de la vida política, muy revuelta y agitada entonces.

La especialidad de Julio era la sátira; él contribuyó poderosamente á dar popularidad á su periódico merced á una sección titulada Palique, en la que comentaba con extraordinario gracejo el asunto de actualidad; ponía en solfa á los políticos locales que no militaban en el bando romerista, y burla burlando dirigía las más acres censuras á todo lo que consideraba vituperable.

Durante algunos años estuvo encabezando esta sección con una semblanza de una personalidad conocida en Córdoba, siempre escrita en verso y la mayoría de las veces en sonetos, composición que llegó á dominar de un modo admirable.

No hay que decir que algunas de sus sátiras le proporcionaron serios disgustos y que tuvo cuestiones muy desagradables motivadas por el acaloramiento de las pasiones.

Una de las campañas que más regocijaron al público fué la sostenida contra un famoso Gobernador, apodado por Julio Valdelomar Planchifredo II, á causa de haber pretendido aquel detener a unos cómicos que simulaban reñir desde diversas localidades del teatro representando una escena de la zarzuela A ti suspiramos, escena que la cándida autoridad tomó por una verdadera riña.

Y de sus polémicas puramente literarias merece citarse, por el ingenio que en ella derrocharon, tanto él como su contrincante, la sostenida con el Director del periódico conservador de Córdoba La Lealtad, don Juan Menéndez Pidal, porque este escribió tijeras con g, y aunque reconociera el error padecido, trató de sostener, con habilidad y gracia sumas, que él no era el equivocado sino su travieso colega.

A veces resultaban sangrientas algunas sátiras de Julio.

En cierta ocasión un amigo suyo, que se distinguía por su elegancia y por su afán de notoriedad, ya que no por su talento, fue á rogarle que publicara una gacetilla anunciando su marcha á los baños y Valdelomar le lanzó la siguiente bomba en la sección de Palique: "Ha salido para Paracuellos de Giloca nuestro estimado amigo don (aquí el nombre del viajero). Por cierto que va estrenando un traje de rica lana dulce confeccionado con arreglo al último figurín".

iQuisiéramos haber visto la cara que pondría el interesado al leer la noticia!

Cuando instalaron en la calle de San Fernando los postes que sustentan los alambres del telégrafo, Julio Valdelomar decía, presa de gran indignación: ¡Esto es una vergüenza! ¡Esto no se consentiría en la calle más escusada del último villorrio! Mañana voy á dedicarle un palique tremendo. Y Emilio Cabezas, que le escuchaba con su calma habitual, contestóle muy serio: pues bastante va á conseguir un paliqne contra estos palos, que parecen vigas de molino!

En sitio muy visible de la Redacción había siempre una enorme porra adornada con lazos y cintas de colores, y cuando algún impertinente se presentaba á solicitar cualquier aclaración importuna Emilio Cabezas levantábase de su asiento, cogía la porra, daba con ella un terrible golpe sobre la mesa de trabajo y exclamaba con voz estentórea: aquí tiene usted nuestra pluma de rectificar.

Huelga decir que el visitante, al ver la actitud, simulada por supuesto, de aquel hércules, adoptaba la determinación de marcharse.

En las horas de descanso de la ruda labor periodística pasábase un rato delicioso en aquella casa, donde imperaba siempre el buen humor y siempre se estaba en broma, no sin falta de sinsabores, ciertamente, sino tal vez para olvidarlos.

Cuando visitaban la Redacción periodistas o literatos forasteros improvisábanse allí amenísimas veladas y los hermanos Valdelomar se desvivían para agasajar á sus compañeros.

Y apropósito de agasajos recordamos el siguiente suceso: un amigo de Enrique regalóle una botella de Champagne y el obsequiado la guardó en un armario de la Redacción, sin duda esperando el momento oportuno para abrirla.

A los pocos días recibió la visita de un colega y después de charlar con él largo rato dijo dirigiéndose á Emilio Cabezas: abre ese estante y saca una botella de Champagne para que la bebamos con este amigo.

Cabezas, que no tenía noticias del obsequio, oyóle absorte [sic] y se dirigió al armario, dispuesto á coger la botella de la tinta, única que, á su juicio, había en el lugar indicado.

La sorpresa que experimentó al ver la de Champagne fue casi tan extraordinaria como el asombro del colega, pues este nunca pudo imaginar que se obsequiara á los visitantes con tal vino en la redacción de un modesto periódico de provincias.

Los hermanos Valdelomar, como ya hemos dicho, á la vez que excelentes periodistas eran notables literatos.

Todos los domingos publicaban en El Adalid una "Hoja literaria" genuinamente cordobesa, en la que describían, lo mismo en prosa que en verso, tipos y escenas de esta población, y á la vez insertaban interesantes crónicas locales y composiciones de nuestros mejores poetas.

En referida Hoja aparecieron, firmados con el pseudónimo de Sislán, numerosos artículos de costumbres, también de Córdoba, en los que su autor, Emilio Cabezas, revelaba, á la vez que su gracia por todos reconocida, un delicado espíritu de observación.

Personas que no trataban á fondo á Enrique y Julio Valdelomar, juzgándoles por su trabajos periodísticos, les creían hombres rencorosos de los que se complacen en hacer el mal, pero eran todo lo contrario, nobles y buenos, verdaderos corazones de oro, cuyos impulsos tenían á veces que supeditar á una voluntad de acero, templada en el yunque de la desgracia.

En una polémica entablada entre El Adalid y La Lealtad, Julio Valdelomar, que la sostenía en el primero, excitado por su temperamento nervioso, hubo de deslizar algunas frases las cuales molestaron á su contrincante, que era el ilustre poeta don Manuel Fernández Ruano, maestro de la juventud literaria de su época.

Fernández Ruano contestóle en un articulo admirable, lleno de dignidad y de energía, y cuando el público esperaba que se concertara un desafío, al encontrarse ambos escritores en el pórtico de la iglesia del Salvador, Valdelomar abrazó á Fernández Ruano y, emocionado, felicitóle por su réplica.

Tales eran los sentimientos del malogrado autor de Luz Meridional.

Cuando El Adalid desapareció del estadio de la prensa, aquellos tres periodistas, que más que compañeros eran hermanos, tuvieron que separarse para siempre.

Emilio Cabezas obtuvo un destino, que desempeñó hasta morir.

Julio Valdelomar, tras desesperada lucha con el infortunio, en la que agotó todas las energías de la juventud, cayó rendido para no levantarse jamás, sin tener siquiera el triste consuelo de que guardara sus cenizas la ciudad que le vió nacer y á la que profesaba un inmenso cariño.

Enrique marchó á América en busca de más amplios horizontes y cuando, después de una dolorosa odisea, empezaba á disfrutar los inefables goces del triunfo, la muerte arrebatóle inesperada y rápidamente.

¡Triste fin el que suele reservar el destino á los hombres de verdadera valía!

 

 

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LOS BAÑOS

 

Hace muchos años, un hombre de espíritu emprendedor, enterado por la Historia de que en Córdoba, durante la dominación árabe, había más de ochocientas casas de baños, y sabiendo que en la época á que nos referimos carecía nuestra población de tales establecimientos, decidió instalar uno, en la creencia de que proporcionaría un beneficio á la capital y confiado en hacer un buen negocio. Realizó su proyecto y sufrió una decepción grande. La casa de baños estaba siempre desierta.

Tuvo al fin que cerrarla y cuando se hablaba de ella decía con cierto dejo de amargura: la Córdoba actual no es la Córdoba de los Abderramanes; hoy sólo se bañan los que se van á casar y no todos.

Tenía razón la persona aludida; los cordobeses son poco aficionados al baño que pudiéramos llamar público, sin que por esto haya motivo para motejarlos de desaseados, pues nadie ignora que, especialmente nuestras mujeres, son limpias como los chorros del oro.

Por la circunstancia anotada los baños de Córdoba han quedado reducidos á los que, durante la estación veraniega, se instalan en el Guadalquivir.

Estos, antiguamente, eran objeto de la predilección del público; hoy les ocurre casi lo mismo que al establecimiento mencionado al principio de estas notas.

Hace veinticinco ó treinta años, cuando la Ribera, bien regada y alumbrada, podía ostentar el calificativo de paseo; cuando aun no la había destronado el Gran Capitán, y era punto de reunión del vecindario, y hasta se verificaban en ella fiestas populares, pues en una ocasión estableciéronse allí las tiendas de la feria de Nuestra Señora de la Fuensanta, y varias veces se celebraron las veladas de San Juan y San Pedro, el público invadía las casillas de los baños, siempre modestas, colocadas en ambas márgenes del río, y se complacía en sumergirse bajo las ondas del Betis, si claro en fama, no tan cristalino como aseguró el poeta.

Y muchos curiosos acudían á una y otra orilla para admirar los prodigios de natación de los bañistas, deporte que los cordobeses han practicado de modo admirable.

Barqueros y molineros hubo que lograron fama por su maestría en ese peligroso ejercicio, y algunos que realizaron actos verdaderamente heróicos, dignos de las mayores alabanzas.

¿Quién no recuerda al molinero que, durante una inundación, salvó á una mujer que se hallaba en el tejado de una casa del Campo de la Verdad, y al dejarla cerca de la orilla se perdió arrastrado por la corriente para no aparecer más?

El aprendizaje de la natación causa muchas víctimas, especialmente entre los niños; pero la terrible contribución anual que cobra el Guadalquivir no les amedrenta, y si bien ya no hay pequeñuelos que inviten al extranjero cuando visita el puente romano á que le eche monedas al río para arrojarse y sacarlas, no faltan muchachos que, burlando la vigilancia de sus padres y de los dependientes de las autoridades, van, aún á los sitios de más peligro, para bañarse y aprender á nadar.

Tampoco quedan ya individuos que se dediquen á enseñar la natación á cambio de modestas retribuciones. En otros tiempos hubo bastantes, algunos de ellos famosos, como el zapatero apodado Juanillo el bacalao, que valiéndose de una soga para sostenerlos y de una horquilla para guiarlos, convirtió en hábiles nadadores á innumerables jóvenes de su época.

En los tiempos á que antes nos referimos no era despreciable el oficio de barquero. Hoy ¡desgraciado del que tuviera que vivir de él solamente!

Y había barqueros en Córdoba que gozaban de cierta popularidad: todos recordamos á Juanico y á los hermanos Montes, cuya pericia en el manejo de los remos era una garantía de seguridad para las personas que ocupaban sus prehistóricas embarcaciones.

En ellas muchas familias, después del baño, organizaban giras por el río las noches de luna, costumbre que también se va perdiendo.

El oficio de barquero no dejaba ni deja aún de tener sus sinsabores; ¿quien evita que algunos patosos se obstinen en dar bomba á los barcos, á pesar de las protestas de las personas formales y de los gritos de terror de las mujeres, y logren volcarlos para que sufran el chapuzón consiguiente los pasajeros?

Mas de una seria cuestión se ha suscitado por estas bromas, especialmente con los hermanos Montes, hombres de no muy buenas pulgas, y á veces temibles; como que en cierta ocasion uno de ellos, que era entonces guardia municipal, desde la Ribera cuestionó con el otro que se hallaba en su barco y de uniforme y todo se arrojó al agua para agredir á su contendiente, proporcionando un espectáculo delicioso al público.

Aunque el precio del baño en las casillas del Guadalquivir siempre ha sido muy módico, desde que se establecen aquellas instálase, además, el llamado cajón, donde por dos cuartos antiguamente y por una perra hoy, puede remojarse todo el que lo desee.

Baño popular, sin separaciones ni distingos, es el más concurrido y se puede decir que en él los bañistas están de juerga perpetua.

También es el que dá más que hacer á los funcionarios encargados de velar por el orden y la moralidad, pues nunca faltan frescos decididos á lucir sus formas en completa desnudez, ni espíritus observadores que intenten aproximarse á las casillas destinadas á las mujeres para recrearse en la belleza plástica.

Hoy, como antes decimos, el balneario de la Ribera, reducido á un escaso número de casetas que, con muy buen acuerdo, solo se colocan en la margen izquierda del

río, está casi desierto, triste, oscuro, lo mismo que aquel antiguo paseo, donde las nubes de polvo y las emanaciones pestilentes de las tenerías amenazan con la asfixia al transeunte.

Y los que somos amantes de las tradiciones, al pasar por aquel lugar sentimos una honda pena, al mismo tiempo que á nuestra memoria acude un aluvión de recuerdos, todos de cosas muy gratas, porque son cosas de la juventud.

Hemos dicho que en Córdoba no ha habido más baños que los del Guadalquivir y tenemos que rectificar, en parte, esta afirmación.

También en tiempos ya lejanos había otros muy originales, que fueron descritos por un malogrado poeta en una bellísima composición: los baños de los huertos.

En algunos de los antiguos huertos característicos de nuestra ciudad, cuando llegaba el estío convertían la alberca en casa de baños.

Con lienzos y esteras resguardábanla de los rayos solares y la ocultaban á las miradas indiscretas, y allí, á una hora determinada las mujeres y á otra los hombres, iban las mozas y los mozos del barrio á refrescarse y á pasar un rato de solaz, rodeados de flores, de pájaros y de perfumes.

Y el amo del huerto obtenía una renta no despreciable, pues ¿quién, además de dar los dos cuartos por el baño se iba sin comprar una vara de nardos, una magnolia ó, á lo menos, un ramo de jazmines?

Hoy este baño poético, típico de Córdoba, también ha desaparecido, como desaparecieron aquellos ochocientos baños árabes, de los que sólo quedan algunos restos de gran valor artístico en una ó dos casas de la calle de Comedias.

Aparte de los encontrados en el Campo Santo de los Mártires cuando se formaron los jardines que embellecen aquel lugar, cubiertos otra vez, por no haber apreciado en ellos mérito suficiente para continuar las excavaciones.

Aunque respecto á los subterráneos aludidos había muy diversas opiniones y algunas personas competentes en arqueología aseguraban que no eran tales baños.

Si bien un humorista, de verdadero ingenio y gracia, que ya no pertenece al mundo de los vivos, siempre que le hablaban de este asunto, decía: pues yo puedo asegurar que se trata de unos baños porque al visitar esas excavaciones he encontrado en una de sus naves este pedazo de jabón, y mostraba una lasca de piedra amarillenta y sucia.

 

 

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EDUARDO LUCENA Y "EL CENTRO FILARMÓNICO"

 

Uno de los hombres que, desde hace muchos años, han popularizado más el arte cordobés, fué Eduardo Lucena.

Sus composiciones musicales, ligeras, alegres, retozonas, que tienen perfume de jazmines y sabor de besos hurtados en la reja morisca, han llegado triunfalmente, proclamando el nombre de su autor y el de Córdoba, no sólo á todos los rincones de la madre patria sino á las más apartadas regiones del extranjero.

Y á ese hombre, que fué un gran artista, se le tiene olvidado casi por completo en su ciudad natal. Ni siquiera se le ha concedido el honor, á pesar de que aquí se prodiga demasiado, de poner su nombre á una calle.

Eduardo Lucena merecía, no este tributo sino otros de mayor importancia.

Era, como ya hemos dicho, un artista notable, de cuerpo entero, que consagró toda su existencia al cultivo de ese divino arte que se llama música.

Sus producciones, siempre nuevas, viven y vivirán en tanto que la belleza tenga adoradores, mientras haya quien sepa sentir, mientras la música no sea para la mayoría de la humanidad lo que era para Napoleón: el menos desagradable de los ruidos.

Su inspiradísima y clásica Pavana, su hermosa Gavota, su alegre Pot-pourrí y sobre todo sus originalísimos Paso-dobles, que encierran el alma del pueblo cordobés, perpetuarán la memoria de aquel gran maestro ya que sus paisanos, por un abandono inexplicable, no han procurado perpetuarla de otra manera.

En cierta ocasión, un hijo de Córdoba, que había faltado muchos años de esta ciudad, nos contaba sus impresiones de un largo viaje que hizo por Europa y América.

Una noche -nos decía- hallábame sólo, triste, aburrido en un bar de París. Una orquesta ejecutaba en él obras escogidas de músicos insignes, en medio de la indiferencia general del público. Inesperadamente para mí, aquella orquesta empezó á interpretar el Pot-pourrí de Lucena.

Los concurrentes suspendieron sus charlas, escucharon con religiosa atención la obra y al concluir aquella prorrumpieron en entusiastas aplausos.

Yo me levanté de mi asiento presa de una emoción indescriptible y con todas las fuerzas de mis pulmones grité ¡Viva España! ¡Viva Córdoba! causando gran asombro entre mis compañeros de reunión, que no se explicaban el móvil de mi entusiasmo.

Muchos de ellos, cuando se enteraron de que yo era cordobés y de que aquella obra era de un paisano mío, vinieron á felicitarme con verdadera efusión.

No me avergüenzo de decir que en aquel instante lloré como un niño.

En otra ocasión me dirigía á América. Un oficial del ejército, pianista notable, procuraba amenizar las veladas en el buque, dando conciertos agradabilísimos, pues tenía un inmenso repertorio.

Una noche tocó la Pavana de Lucena y declaro con orgullo que ninguna de las composiciones interpretadas anteriormente había logrado el éxito que obtuvo la de Lucena.

Y no creo necesario repetir que se reprodujo en mí la escena del bar de la capital de Francia.

A la vez que estas manifestaciones pudiéramos consignar la de uno de los jóvenes que fueron á París formando parte de una estudiantina valenciana, el cual nos decía que cuando aquella recorría los boulevares marchando con aire marcial al compás de un pasacalle de Lucena, las francesas, poseídas de verdadero entusiasmo, cogíanse del brazo de los estudiantes y prorrumpían en vítores enloquecedores á España.

Eduardo Lucena, ademá s de inspirado compositor, era notable violinista y tenía dotes no comunes para la enseñanza de la música.

Desempeñó con gran acierto la dirección de la banda municipal y de la orquesta de Córdoba, por él reorganizada, y producían verdadera admiración el respeto profundo y á la vez el entrañable cariño que le profesaban todos sus compañeros.

Poseía, además, condiciones de carácter tan excepcionales como las artísticas, y su afabilidad, su buen humor, su viveza de ingenio y su gracia eran proverbiales.

El creó el Centro Filarmónico, sociedad en la que figuraban todos los artistas de nuestra población y muchos aficionados á las Bellas Artes, la cual contribuyó poderosamente al fomento de la cultura.

Tenía su domicilio dicho Centro en un amplio local del antiguo café teatro del Recreo, en la calle del Arco Real, hoy de María Cristina, y allí se celebraron brillantísimas veladas literario-musicales, á las que concurría un público tan selecto como numeroso.

En algunas de esas veladas diéronse bromas ingeniosísimas, siempre ideadas por Eduardo Lucena.

En una de ellas anuncióse que la orquesta del Centro tocaría una obra magnífica de un compositor ruso, quien había tenido la atención de dedicarla á referida Sociedad, y que el autor asistiría al acto.

Efectivamente: la orquesta ejecutó una composición no oída por nuestro público, de cadencias y melodías extrañas y de efectos sorprendentes.

Cuando hubo terminado, la concurrencia pidió que se presentara el autor en el proscenio y á los pocos momentos apareció, haciendo exageradas reverencias, un tipo extraño, envuelto en un amplio gabán, con larga melena y barba hirsuta, que ocultaba sus ojos tras unas grandes antiparras verdes.

Era Máximo Estrada, uno de los socios más populares del Centro.

El salón de actos del local referido, bastante amplio y bien decorado, tenia una puerta principal por donde entraba el público y otra pequeña en la plataforma para que subiesen á ella las personas que habían de tomar parte en las veladas.

Cuando algún forastero visitaba el Centro filarmónico, Lucena lo conducía al referido salón de actos, haciéndole penetrar por una puerta y salir por otra; daba con el la vuelta por un corredor y lo entraba de nuevo en el mismo local, diciéndole: este es otro salón para ensayos; si el forastero no se escamaba, su acompañante repetía la suerte hasta tres y cuatro veces, y cuando el visitante, ya cansado de la broma, objetaba: pero señor, ¡si esta es la misma dependencia que hemos recorrido hace un momento! Lucena contestábale con aplomo: se equivoca, amigo, es otra, y precisamente el mérito de nuestro casino consiste en que tiene gran número de salones y todos son exactamente iguales.

Muchas otras bromas se dieron é idearon allí, siendo una de ellas la composición de una obra, para tocarla en el teatro el día de Inocentes, que empieza con una introducción en la que Lucena parece que presintió la música, wagneriana y concluye con los villancicos.

Esta obra aun se ejecuta todos los años, con general aplauso, en nuestros coliseos durante la temporada de Pascua de Navidad.

El Centro filarmónico también organizó festivales benéficos que produjeron excelentes resultados.

Uno de sus elementos principales era una Estudiantina, la mejor de cuantas se han organizado en Córdoba.

Solía recorrer nuestras calles el Domingo de Piñata, tocando todos los años pasa-calles y jotas nuevos de Lucena, esos pasa-calles y esas jotas que le han dado su mayor popularidad y que recorrieron y aun recorren en triunfo no sólo toda España sino muchas ciudades extranjeras.

La salida de la Estudiantina, muy numerosa, bien uniformada y con perfecta organización, constituía un acontecimiento en Córdoba y grandes masas de público acompañábanla por todas partes, no cesando de admirarla y aplaudirla.

También hizo algunas excursiones á pueblos de la provincia y á varias poblaciones andaluzas, siempre con gran éxito, y se presentó más de una vez en nuestros teatros para tomar parte en diversos festivales.

El último año que se celebraron las veladas de San Juan y San Pedro en la calle de la Feria, hoy de San Fernando, las amenizó tocando escogidas obras en un tablado construido con este objeto cerca del pilar de dicha vía.

Pero las páginas más brillantes de la historia de la Estudiantina son las que se refieren á sus obras de caridad.

Apenas ocurría en Córdoba ó en cualquier otra parte una gran desgracia, una de esas hecatombes que contristan el ánimo y dejan sumidas en la miseria á millares de familias, veíamosla recorrer nuestras calles postulando para los supervivientes de la catástrofe, y á la vez presenciábamos el hermoso espectáculo que ofrecía el noble pueblo cordobés, apresurándose á entregarle su óbolo.

Cuando las inundaciones asolaron varias regiones de

España, cuando los terremotos destruyeron hermosas ciudades andaluzas, la Estudiantina del Centro filarmónico fue una de las entidades que acudieron primeramente al socorro de las víctimas.

Y consiguió su triunfo mayor en estas sublimes empresas de caridad al ocurrir el hundimiento de la casa en construcción de la calle Ayuntamiento donde los señores Ariza y Cruz instalaron después su sombrerería, accidente que costó la vida á varios obreros.

A poco de ocurrir la desgracia salió la Estudiantina pidiendo para las esposas y los hijos de los infelices trabajadores muertos, y en cinco ó seis horas obtuvo una recaudación verdaderamente inconcebible.

Mendigos había que le entregaban cuantas monedas habían recogido de limosna.

Baste decir que los depositarios de los fondos tuvieron que ir varias veces al Centro para vaciar sus carteras, porque no cabía en ellas el dinero.

La inventiva, el ingenio y la gracia de Eduardo Lucena reflejábanse en la Estudiantina, en sus conciertos, en sus serenatas y en todos los actos en que tomaba parte.

Un Carnaval en que no pudo reunir todos los elementos necesarios para conseguir los triunfos á que estaba acostumbrado, tuvo una idea feliz y original.

En el Campo de la Victoria, detrás del paseo, hizo una instalación idéntica á la de las caravanas de húngaros, compuesta de tiendas de campaña con todo los utensilios propios de esas tribus errantes.

En ellas muchos socios del Centro, convertidos merced á apropiados disfraces en verdaderos hijos de Hungría, pasaron las fiestas del dios de la locura, no dedicados á componer calderas, sino en constante diversión.

Por las tardes improvisaban una orquesta y era de ver cuán diligentes acudían nuestras mozas para bailar con los húngaros.

Ellos constituyeron la nota más brillante de aquel Carnaval.

Para el autor de estas líneas siempre es agradable y triste á la vez el recuerdo del Centro filarmónico que fundara Eduardo Lucena. En una de sus veladas leyó por vez primera versos ante el público, cuando apenas contaba catorce años de edad, y los aplausos con que los concurrentes acogieron, no la obra falta en absoluto de mérito, sino la presencia del niño, hiciéronle concebir un mundo de ilusiones y esperanzas que á poco desaparecían como el humo, dejando su puesto á una realidad terrible y desconsoladora.

 

 

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PROCESIONES DE ROGATIVA

 

El pueblo cordobés, de acendrados sentimientos católicos, en todas sus aflicciones y en todos los peligros implora la protección divina por medio de los actos del culto.

Entre tales actos figuran las procesiones de rogativa y, por considerarlo curioso, vamos á consignar en estas Notas las principales de que tenemos noticias, exponiendo, á la vez, las causas que las motivaron.

Nuestra Señora de Linares, la excelsa Conquistadora de la ciudad de los Califas, que le rinde ferviente veneración, fué sacada procesionalmente por los alrededores de su santuario el 3 de Mayo de 1868; el 20 de Abril de 1869, en unión de San Rafael; el 6 de Mayo de 1875; el 30 de Noviembre de 1890, también con San Rafael, y el 28 de Noviembre de 1893, acompañada de San Fernando, las cuatro primeras veces para impetrar el beneficio de la lluvia y la última para pedir la pronta y feliz terminación de la guerra del Rif.

A la Virgen de Linares se la trajo por primera vez á Córdoba, en procesión de rogativa, el 5 de Junio de 1808, siendo depositada en la iglesia de San Pedro y luego conducida á la del convento de Santa Marta.

En ambas se le dedicaron solemnes cultos para que, por su intercesión, nos librara el Altísimo de las iras de los franceses que invadían á España.

El 1.º de Octubre de 1865 se la condujo de nuevo á la capital, donde estuvo en las iglesias de San Hipólito y San Lorenzo, y el 16 de Agosto de 1885 vino últimamente y se la depositó en los templos de San Pablo y San Lorenzo.

En estas dos ocasiones motivó las fiestas de rogativa la epidemia colérica, que hacía grandes estragos en diversos puntos.

Acompañó siempre á la imagen de la Conquistadora de Córdoba en sus visitas á nuestra población la de San Fernando, que se venera en el mismo santuario de la Virgen.

El Cabildo Catedral fué en procesión de rogativa á la ermita de Nuestra Señora de la Fuensanta el 14 de Marzo de 1529, el 6 de Febrero de 1536, el 3 de Marzo de 1542 y el 10 marzo de 1548 con motivo de las grandes sequías que se padecieron en aquellos años.

E121 de Abril de 1561 y el 27 del mismo mes de 1578 volvió á visitar el santuario referido, llevando la efigie de Nuestra Señora de Villaviciosa, en la primera de las fechas indicadas para pedir que cesaran los temporales y en la segunda con motivo de la sequía.

La virgen de la Fuensanta fue traída á la Catedral, por primera vez, el 25 de Abril de 1737 y después el 30 de Marzo de 1750, por falta de lluvia.

E1 29 de Diciembre de 1794 se condujo á la Basílica la imagen antes citada y la urna que contiene las Reliquias de los Santos Mártires para implorar el triunfo de nuestro ejército en la guerra con Francia.

Posteriormente han sido trasladadas á la Iglesia Mayor, en procesión de rogativa, las imágenes de Nuestra Señora de la Fuensanta y de San Rafael, en unión de las Reliquias de los Santos Mártires, el 18 de Abril de 1817, el 2 de Mayo de 1824 y el 11 de Abril de 1834, con motivo de la sequía; el 17 de Noviembre de 1855, á consecuencia de la invasión del cólera; el 26 de Abril de 1863, por falta de agua; el 12 de Noviembre del mismo año, por el cólera, y el 26 de Abril de 1868, el 3 de Mayo de 1874, e1 2 de Abril de 1882 y el 25 de Abril de 1896 para impetrar la lluvia.

En Diciembre de 1848 hubo igualmente procesiones de rogativa por las necesidades de la Iglesia, siendo llevada la Virgen de la Fuensanta á la parroquia de San Pedro y Nuestra Señora de los Dolores á la del Salvador.

Todos estos actos revistieron gran solemnidad y los organizados para traer á Córdoba la imagen de la Virgen de Linares se pueden calificar de verdaderos acontecimientos. En ellos tomaron parte las autoridades, muchas corporaciones y el vecindario casi en pleno, dando una gallarda muestra de su religiosidad.

Finalmente, también ha salido algunas veces en procesión de rogativa, por falta de lluvia, el Santo Cristo de las Animas, que se venera en el Campo de la Verdad, recorriendo las inmediaciones de aquel barrio.

Y apropósito de esta procesión vamos ó terminar con una nota, la cual demuestra el buen humor de los cordobeses.

La última vez que se hicieron estas rogativas al Santo Cristo, el Prelado de la Diócesis, en su carruaje, marchó al lugar donde había de detenerse la procesión para emprender el regreso.

El recorrido fué bastante largo y la noche tendió sus sombras antes de que llegara la comitiva al paraje indicado. En la oscuridad brillaban, como los ojos de un cíclope, los faroles del coche del señor Obispo.

Una pobre anciana que figuraba en el acompañamiento de la imagen, rendida de andar, falta ya de fuerzas para seguir la caminata, al ver aquellas luces experimentó una gran alegría y acercándose al individuo que tenia más próximo preguntóle con mal contenida ansiedad: hermano, aquello que reluce á lo lejos ¿son las velas del altar donde hará estación el Santo Cristo?

Y el hermano, que iba casi tan cansado como la vieja, costestóle muy serio: no señora: aquellos son los faroles del cementerio de Montoro.

 

 

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LA VELADA DE SAN JUAN

 

La noche de San Juan, noche llena de encantos y de poesía, es pródiga en tradiciones y leyendas y cada pueblo la celebra de distinto modo.

En unos forman los mozos hogueras en las plazas y bailan á su alrededor, recordando las escenas del aquelarre mitológico; en otros las jóvenes aguardan á que el reloj dé la primer campanada de las doce para zambullir la cabeza en una fuente, porque haciendo esto les saldrá novio; en Córdoba la víspera de la fiesta de San Juan hay máscaras, costumbre esclusiva de nuestra población.

Su origen es antiquísimo: data de la época de los árabes. Estos, la noche indicada, permitían á sus mujeres que salieran solas, pero con la cara cubierta, para tomar el alfil ó sea lo que hoy en castellano llamamos refresco, aunque esta palabra haya caído en desuso, sustituyéndosela por la extranjera lunch.

Realizada la conquista de Córdoba, los cristianos conservaron aquella costumbre, si bien modificándola algo, pues ya no eran mujeres tapadas con tupidos velos las que recorrían libremente la ciudad; sino personas de uno y otro sexo, disfrazadas á su antojo y cubierto el rostro con antifaz ó careta.

El teatro de estas espansiones en tiempo de los califas, eran los alrededores del Alcázar y la. ribera del Guadalquivir; por eso, sin duda, continuaron después en el paseo de la Rlbera y en la calle próxima de la Feria, hoy de San Fernando, lugares de donde se trasladó la velada al paseo de la Victoria y últimamente al del Gran Capitán, en el que hoy se celebra.

Pero, sin duda alguna, los sitios en que tenía más carácter, más sabor clásico, si se nos permite la frase, encanto y mayor poesía, eran los indicados primeramente: el paseo de la Ribera y la calle de la Feria.

No había en ellos lujo ni comodidades; derroches de luz ni casinos y cafés para solaz del público, pero había en cambio, esa sencillez que imprime un sello característico á nuestras incomparables fiestas populares.

A ambos lados del camino, en la Ribera, y delante de las amplias aceras de la calle de San Fernando, instalábanse varias filas de sillas, de aquellas bastas sillas de enea sin pintar, propiedad del Asilo, que podían ser ocupadas por el público mediante el pago de dos cuartos, á las cuales sustituyeron las de hierro que hay en la actualidad, más seguras pero menos cómodas que las primitivas.

Y en lugar de los cafés, de las cervecerías que hoy se establecen en todos los sitios donde acostumbra á reunirse la gente, allí sentaban sus reales esa noche innumerables arropieras con sus mesillas diminutas, á las que acudían los muchachos para gastar sus ahorros en suspiros de canela ó bolas de caramelo; los hombres para endulzarse la boca con las sabrosas arropías de clavo y refrescar las secas fauces con el agua de las jarras limpias y sudorosas, y las mujeres para comprar el ramo de jazmines que deja una estela de perfumes por donde pasa su poseedora.

Los jóvenes y las máscaras, para no perder la tradición del alfil, proveíanse en la confitería de Castillo de bien repletos alcartaces de almendras y anises é iban repartiéndolos entre sus amigas y conocidas.

Abundaban los disfraces de buen gusto y las bromas ingeniosas y cultas, todo lo cual, por desgracia, ya va desapareciendo.

También solían recorrer los parajes mencionados algunas comparsas y estudiantinas, tocando alegres jotas y pasodobles y cantando coplas picarescas ó satíricas.

El inolvidable Eduardo Lucena, al frente de su Centro filarmónico, contribuyó más de una vez á amenizar la velada de San Juan y un año dió un agradabilísimo concierto en una especie de tribuna levantada con este objeto en la calle de la Feria.

Una comparsa notable fué la titulada El reino de Lucifer; constituíanla treinta ó cuarenta jóvenes vestidos de Mefistófeles, ostentando cada uno un farolillo rojo en la cabeza. Tenía un buen repertorio tanto de obras musicales como de letras para las canciones. Iba dirigida por el inteligente aficionado Rafael Vivas.

Y el pueblo cordobés, viendo desfilar máscaras y comparsas, escuchando los discreteos de las primeras y las agradables composiciones de las segundas, oyendo las notas, más ó menos afinadas, de la banda de música de Hilario, pasaba tres ó cuatro horas inadvertidas, horas deliciosas, inapreciables para quienes, abstraídos de cuanto ocurría en su torno, rimaban el idilio eterno del amor que siempre será el rey de la poesía del mundo.

Y no faltaban personas que efectuaran excursiones por e1 Guadalquivir, en la barca de Juanico ó en otra análoga, quizá para hacerse la ilusión de que se hallaban presenciando el Carnaval de Venecia.

Cierto año, cuando ya se celebraba esta verbena en el paseo del Gran Capitán, dos periodistas de buen humor, uno de ellos murió hace tiempo, acordaron disfrazarse para embromar á varios amigos. Vistiéronse con trajes de payasos y á fin de evitar el calor que produce la careta y 'para estar más en carácter decidieron pintarse el rostro.

Así lo hicieron y se lanzaron al Gran Capitán dispuestos á correrla, pero ¡cual no sería su asombro al ver que todo el mundo les conocía y al oir la.voz unánime: ¡eh, ahí van fulano y zutano vestidos de máscara!

Los periodistas se miraron con asombro y no pudieron contener una carcajada; el sudor les había quitado la pintura é iban con las caras al natural.

No es necesario añadir que en el acto desistieron de su proyectada juerga.

En los primeros Juegos florales celebrados en Córdoba, que se efectuaron el 11 de junio de 1859, el tema de costumbres fue una poesía á La velada de San Juan y en

él obtuvo el premio, consistente en un pensamiento de oro, don Luís Maraver Alfaro, y el accésit, que consistía en un tomo de las poesías de Góngora, don Antonio Alcalde Valladares.

La composición de Maraver es muy original: el autor cuenta que se le aparece el nigromante Enrique de Villena en forma de demonio, le invita á que se monte en su rabo y le conduce al minarete más alto de la Mezquita Aljama.

Desde allí, por arte mágico, presencia la velada en la época de los árabes, en el tiempo de la España caballeresca y en la actualidad; sorprende sus escenas y sus diálogos y los describe y narra en versos fáciles y sonoros.

 

 

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LA ACADEMIA DE CIENCIAS, BELLAS LETRAS Y NOBLES ARTES

 

Desde época remota, casi todos los sábados, durante las primeras horas de la noche, varias personas respetables, hombres de ciencia, literatos y artistas, penetran en el viejo edificio de la plaza del Potro que fue hospital de la Caridad, diríjense á una de las puertas de su extenso patio y se pierden en las revueltas de una escalera: son nuestros académicos que acuden á celebrar sesión.

En un espacioso local, modestamente decorado, ocupan los sillones que se extienden en dos filas y los bancos colocados detrás, los cuales dan á la estancia aspecto de coro de convento antiguo.

Dos amplios bufetes y varios estantes llenos de libros y legajos completan el mobiliario, y adornan los muros algunos lienzos con retratos al óleo de cordobeses ilustres.

En lugar preferente destacase un busto, en barro, hecho por el escultor Inurria, del sabio Cronista de Córdoba don Francisco de Borja Pavón.

Tras los preliminares propios de las sesiones de toda sociedad ó corporación, leen trabajos literarios ó estudios científicos, discuten variados temas de interés, cambian impresiones sobre asuntos de actualidad y después de pasar unas horas en amigable consorcio, abandonan de nuevo el vetusto caserón y se despiden hasta el sábado siguiente.

Tal es la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba que, gracias á su humilde vivir y á la buena voluntad y perseverancia de sus miembros, ha cumplido los cien años de existencia, mientras otras entidades análogas, liceos fastuosos y ateneos, al parecer florecientes, murieron al poco de nacer, no dejando huella alguna de su labor.

También han contribuido de modo notable á esta longevidad de la Academia los méritos indiscutibles de sus diez directores don Manuel María de Arjona, don José Meléndez Fernández, don Miguel de Alvear, don Ramón Aguilar Fernández de Córdoba, don Carlos Ramírez de Arellano, don Rafael Fernández de Lara Pineda, don Francisco de Borja Pavón, don Teodomiro Ramírez de Arellano, don Manuel de Sandoval y don Luís Valenzuela que la preside actualmente.

Apesar de su modestia, por ella han desfilado hombres de tanta valía como el inmortal don Angel de Saavedra, y personas ilustres por su inteligencia privilegiada, no sólo de toda España sino aún del extranjero, se han honrado y se honran con el título de académicos correspondientes de la centenaria y docta corporación cordobesa.

Poetas de tan altos vuelos como el inolvidable hispanófilo Juan Bautista Fastenrach, Salvador Rueda, Antonio Fernández Grilo y otros deleitaron con la lectura de sus maravillosas composiciones á los académicos de nuestra ciudad, esparciendo torrentes de armonías en aquella estancia, silenciosa de ordinario, y haciendo desaparecer, por unos momentos, la adusta severidad propia de las antiguas academias.

Uno de los actos más curiosos celebrados por referida sociedad fué una sesión en honor, no de un gran escritor ni de un artista eximio, sino de una pobre mendiga, que logró celebridad en Madrid: la Ciega del Manzanares.

Azares de la fortuna trajeron á Córdoba á esta pobre y admirable mujer que, sin más instrucción que la recibida de un humilde sacerdote, profesor de latín, á quien sirvió de criada antes de perder la vista, hablaba con asombrosa correción el idioma del Lacio é improvisaba versos latinos, rotundos y sonoros.

Don Francisco de Borja Pavón invitóla para que concurriese á la Academia y la Ciega del Manzanares hizo en ella gala de sus profundos conocimientos de la lengua clásica saludando á la Corporación con un discurso correctísimo, al que contestó, también en latín, nuestro inolvidable Cronista.

En los años 1872 y 1878 organizó la Academia lucidos Juegos florales, en los que fueron premiados don Dámaso Delgado López y don Emilio de la Cerda por sus trabajos acerca de La batalla de Munda; don Teodomiro Ramírez de Arellano, don Rafael Blanco Criado, don José Ramón Garnelo y don Aureliano González Francés por sus composiciones al tema Una excursión á las Ermitas

de la Sierra de Córdoba; don Manuel Fernández Ruano y don Luis Balaca Gilabert por sus odas á San Eulogio; don Rafael Ramírez de Arellano y don Rafael de la Helguera por sus cantos á Pablo de Céspedes, y don Salvador Barasona Candán y don Miguel Jose Ruiz por sus leyendas acerca de Medina Azahara.

Si gratas han sido siempre las fiestas de la Academia, mayor encanto han tenido aún aquellas reuniones intimas, á las que asistían muy pocas personas, que se verificaban hace quince ó veinte años.

En ellas deleitaban á los concurrentes Pavón con algunas de sus poesías reservadas, en las que campean el ingenio, la gracia, la donosura y la picardía de las composiciones más famosas de Quevedo, y Fernández Ruano con aquellos artículos humorísticos que hicieron popular el pseudónimo de Martín Garabato en el periódico La Lealtad.

Después leíase la correspondencia de amigos y compañeros tan ocurrentes como González Ruano, el vecino del Ventilado Montemayor, y Romero Barros, Jover y Paroldo, Sierra, Trasobares y otros contaban sucesos de su vida, aventuras, anécdotas, generalizándose una charla deliciosa, amenísima.

En algunas de estas reuniones organizáronse giras campestres y no pocas terminaron con una modesta cuchipanda.

Allí nació la idea del banquete con que, una Noche-Buena, obsequió el Marqués de Jover á los académicos de Córdoba, sin duda para no ser menos que el Conde de Cheste.

Invitóles por medio de un soneto, y puso la condición, para poder asistir á la comida, de que los convidados habían de contestar, aceptándola, en otro soneto escrito con los mismos consonantes del suyo.

Esta exigencia sirvió de pretexto para una velada literaria memorable.

La Academia de Córdoba, en las postrimerías del siglo XIX, dió muy pocas señales de existencia, pero al hacerse cargo de su dirección don Teodomiro Ramírez de Arellano adquirió nueva vida, merced á los entusiasmos de aquel erudito escritor y al cariño que la profesaba.

En su época proveyéronse casi todas las vacantes que había de académicos de número y esto motivó una serie de brillantes recepciones, efectuadas, con gran solemnidad, en las Casas Consistoriales.

El también inició y llevó á feliz término la idea de conmemorar el centenario de Pablo de Céspedes con otra fiesta literaria, que se celebró en el año 1908, en el edificio donde está la Academia.

Después un literato prestigioso, de iniciativas, de grandes alientos, presidió la vieja Corporación; con el y con otros elementos análogos, entraron en ella auras de juventud, corrientes de vida y no es aventurado suponer que la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, después del primer centenario de su fundación renazca como el Ave Fenix, de sus cenizas para honra y prez de la ciudad de los Sénecas.

 

 

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"CARLILLOS EL PINTOR" Y MONTESINOS

 

Entre los tipos que lograron hacerse populares en Córdoba por su ingenio, por su gracia, por sus excentricidades ó travesuras, merecen ocupar un puesto preferente Carlitos el pintor y Montesinos.

Era el primero lo que se llama un hombre de buen humor, ocurrentísimo, que había tomado la vida á broma y procuraba pasarla lo más divertidamente posible, aunque fuera á costa del prójimo.

Y á pesar de su condición de humilde obrero, pues ejercía el oficio de pintor de los llamados de brocha gorda, contaba, merced á su carácter, con la amistad de las personas de más prestigio que había en su tiempo en nuestra población, y alternaba con ellas en juergas y reuniones.

Como que él constituía el principal elemento de tales juergas e iniciaba todas las aventuras y trastadas que ponían en práctica sus compañeros de correrías, muchas de las cuales se hicieron celebres y han dado renombre á Carlillos el pintor.

Las principales víctimas de sus ocurrencias eran los boticarios, sin duda porque en la época á que se refieren estas notas había varios en nuestra población á quienes los años y los padecimientos dotaron de un carácter brusco y de un humor de todos los diablos.

Uno de aquellos habitaba en la calle de San Pablo; el piso de su farmacia estaba bastante más bajo que el de la vía pública y Carlillos, aprovechando esta circunstancia, decidióse á jugarle una mala pasada que no se le olvidaría en mucho tiempo al pobre anciano.

Una noche crudísima del mes de Enero enchufló una tripa de vaca, á guisa de manga de riego, en el caño de la fuente de la plaza del Salvador, que entonces hallábase en lugar distinto del que ocupa hoy, introdujo el otro extremo por una ventana de la botica, rompiendo un cristal con mucho cuidado para producir el menor ruido posible y dejó que cayera el agua durante largo tiempo.

Cuando la habitación estaba convertida en una alberca, quitó la improvisada manga, llamó insistentemente á la puerta hasta conseguir que el farmaéutico se asomase á un balcón y entonces, afectando un pesar muy grande y con súplicas y ruegos capaces de ablandar á una piedra, le pidió que le preparase un medicamento para su pobre mujer que estaba casi en la agonía.

Bajó, en efecto, el anciano y estuvo á punto de ahogarse al penetrar en la botica; tal era la cantidad de agua que había en ella.

A otro boticario que tampoco se distinguía por su buen genio, borróle una noche el rótulo de la muestra de su establecimiento, sustituyendo la palabra farmacia por la de casa de comidas, y al día siguiente mandóle dos ó tres mozos de cordel para que les sirviera un almuerzo.

Los lectores supondrán el recibimiento que tendrían aquellos infelices.

Un pobre zapatero que trabajaba en un portal de la calle Mesón del Sol había sustituido con un papel, para resguardarse del viento, un cristal que le faltaba á la puerta.

Cada vez que Carlillos el pintor pasaba por allí, y pasaba con gran frecuencia, introducía la cabeza por el papel, haciéndolo pedazos, para dar los buenos días ó las buenas tardes al maestro y obligarle á pegar otro periódico.

El zapatero contó lo que le ocurría al alcalde de barrio, hombre formal, enemigo de bromas y que había tomad muy en serio su cargo.

Indignóse aquel y prometió al maestro de obra prima apelar á los fueros de la autoridad para impedir las mofas del pintor.

Llamó á Carlillos y, efectivamente, este no acudió al llamamiento; volvió á citarle, ya con amenazas, y entonces se le presentó muy correcto y sumiso.

El alcalde de barrio, con una gravedad que infundía risa, le espetó una serie de reconvenciones que no tenía fin.

Oyólas atento nuestro hombre y cuando hubo terminado el discurso esclamó: ya sabía yo que me llamaba usted para alguna tontería.

Vivía en Córdoba un medico, trasnochador y bebedor incorregible, que diariamente llegaba á su domicilio á las altas horas de la madrugada y no muy sereno por efecto del alcohol.

Carlillos tuvo una idea diabólica, como suya, y acto seguido la puso en práctica.

Buscó dos amigos albañiles y una noche los tres, provistos de yeso y ladrillos, encamináronse á la casa del médico.

El pintor se encargó de entretener al sereno y mientras tanto los albañiles construyeron un tabique delante de la puerta de referida casa, enluciéndolo á fin de que pareciera la continuación de la pared.

Realizada su obra se marcharon tranquilamente.

Llegó el doctor y su asombro no tuvo límmites al ver que había desaparecido la puerta. ¿Sería aquello un sueño, una pesadilla terrible? Lleno de dudas espantosas pasó el resto de la noche, dando vueltas por la calle, hasta que la claridad del día le puso al descubierto la broma

No sabemos si, á pesar de la lección, siguió trasnochando y embriagándose.

Carlillos era una de las primeras máscaras que aparecían en nuestras talles todos los Carnavales y la primera también que daba con sus huesos en el Galápago, antiguo arresto al que ha sustituido la Higuerilla.

Suponga el lector que no llegara á conocerle las hazañas que realizaría durante las fiestas del dios de la locura.

*

Montesinos se propuso lo que el pueblo expresa con una frase gráfica como casi todas las suyas: vivir sobre el país y hay que confesar que lo consiguió.

Ni consejos, ni castigos de su padre, un honradísimo panadero cordobés, lograron que se dedicara á un oficio, á una ocupación cualquiera, él decía que el trabajo se había inventado para las bestias y la diversión para los hombres y fundándose en esta máxima jamás pensó en otra cosa que en divertirse.

¿Que no tenía ropa? Pues se ponía la de cualquiera de sus hermanos, ó la levita y el sombrero de copa que usaba su padre en las grandes fiestas.

Por esto solía decir á sus amigos con la mayor tranquilidad del mundo: lo que siento es que se van casando todos mi hermanos y marchándose de mi casa y el día menos pensado voy á tener que salir á la calle con los hábitos del cura, (uno de ellos era presbítero) que es el único que no se marchará.

Gran aficionado á francachelas, cada vez que sus amigos organizaban alguna, excitábanle para que se apoderara de un par de gallinas del bien provisto corral de la tahona de sus padres y él accedía gustoso á la petición, pero tanto se repitieron las sustracciones de aves que al fin acabó con todas.

-Es menester que esta noche te traigas una gallina- dijéronle varios de sus camaradas en cierta ocasión –porque preparamos una gran fiesta.

-Imposible, contestó Montesinos; ya no queda más que el gallo.

-Pues tráetelo; lo mismo dá.

-Eso resulta más imposible todavía; el gallo es el reloj despertador de mi padre y si no lo oyera cantar al punto notaría su falta.

Siguieron á este diálogo razonamientos que ignoramos, pero que debieron ser poderosísimos pues al fin lograron decidir á nuestro hombre á apoderarse del gallo.

Y aquella noche hubo la gran juerga.

Montesinos, que imitaba con rara habilidad el canto de muchas aves, tuvo desde entonces gran cuidado de sustituir al gallo en la tarea de despertar al dueño de la tahona á una hora determinada, para que no advirtiese la falta del animalito.

Un día quedóse dormido y no pudo cumplir la misión que se había impuesto.

¿Qué le habrá ocurrido al gallo -preguntó el padre de Montesinos al levantarse- que hoy no ha cantado á la hora de costumbre?, y el hijo le contestó con gran naturalidad: no se preocupe usted por eso; es que se habrá quitado de flamenco.

Montesinos tenía el afán de la notoriedad y no desperdiciaba ocasión para conseguirla.

El se exhibió en el circo de Díaz, donde lo presentó el famoso clown. Tony Grice, para lucir su habilidad de imitador de pájaros y otros animales; él tomó parte en las experiencias de hipnotismo que realizaba en el Gran Teatro el celebre Honofroff y, por último, dedicóse al toreo, arte en el que obtuvo sus mayores triunfos.

Salió dos ó tres veces á la plaza para tomar parte en corridas de novillos y apenas se le acercaba el toro arrojábase al suelo y se fingía lesionado para poder abandonar la arena.

El público, siempre numeroso cuando se anunciaba que torearía Montesinos, obsequiábale con ovaciones ensordecedoras.

En vista de tales éxitos se le ocurrió una idea peregrina; organizar una novillada en la que él actuaría de empresario, de único matador y hasta de expendedor de los billetes, pues dedicóse á colocar las localidades entre sus amigos y conocidos.

Cuando había vendido gran parte de ellas fijó el día de la corrida.

La víspera expuso un retrato suyo, vestido con traje de luces, obra del malogrado pintor Rafael Romero, en el escaparate de un establecimiento de la Cuesta de Luján y aquella noche llevó una murga para que tocase ante él.

Todos estos reclamos produjeron el efecto apetecido: la plata se puso de bote en bote.

Llegó la hora de empezar la fiesta; el Presidente ocupó su palco; á los acordes de una alegre marcha salió la cuadrilla, una cuadrilla originalísima, capitaneada por Montesinos; el clarín hizo la señal para abrir los toriles y aquí vino lo bueno; nuestro héroe se dió una palmada en la frente y exclamó entre iracundo y compungido: ahora caigo en que se me ha olvidado comprar los toros.

No es necesario decir que el olvido le costó algunos meses de prisión.

Cuando salió de la cárcel varias personas de buen humor cortáronle la coleta y él, presa de gran indignación, denunció el hecho al juzgado.

Citáronle á declarar y como el juez le dijera: pero hombre ¿y usted por que permitió que se la cortaran?, el torero mutilado contestó con gran aplomo: si á usia lo cojen tres hombres como me cogieron á mí y le sujetan del modo que me sujetaron no le cortan la coleta sino que le arrancan hasta el pellejo.

La contestación no debió satisfacer á la autoridad judicial porque absolvió á los autores de la broma.

Y aquel día concluyó la vida pública de Montesinos.

 

 

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ROMANCES Y RELACIONES

 

La musa popular que hoy se revela en los cantares, llenos de sencillez y de sentimentalismo, tuvo otras manifestaciones, en tiempos ya remotos, que han pasado á la historia: el romance, la relación y la jácara, denominada en nuestra región la andaluza.

Y como Córdoba siempre fue cuna de poetas, en pocas poblaciones se escribieron y editaron más romances y producciones análogas que en esta ciudad.

El primero de que tenemos noticia data del siglo XV. Su encabezamiento dice así:

"Famoso romance que trata de la gran Tempestad y Terremoto que uvo en la ciudad de Córdoua á los veynte y vno de Setiembre año mill y quinientos y ochenta y nueue días del Glorioso Apostol San Matheo. Compuesto por Amaro Centeno estante en la misma ciudad y natural de Senabria de la Montaña de Leon. Imprenta de Diego Galuan. Açoñaycaz".

Del siglo XVIII han llegado hasta nosotros dos romances: uno se titula "Don Claudio y Doña Margarita" y está impreso por Esteban de Cabrera, y el otro se denomina "Romance nuevo en el que se declaran las excelencias de la Gente del campo, desempeñándose de otro Romance en que los Oficiales los motejaban". Su autor es Francisco Serrano y se halla editado en el taller de dona María de Ramos, plazuela de las Cañas.

En el siglo XIX adquirió gran desarrollo esta poesía y son innumerables los romances y relaciones compuestos é impresos en Córdoba.

Los hay de todos los géneros: históricos, religiosos, amatorios, burlescos; ya narran un hecho saliente, ya recuerdan una efeméride gloriosa, ya cantan la aparición de una imagen ó un milagro, ya describen las audacias de los famosos bandoleros de Sierra Morena ó las proezas de los toreros más renombrados, ya cuentan una aventura picarezca ó un incidente cómico.

Entre los más curiosos que conocemos figuran dos, los cuales ostentan los encabezamientos siguientes: "Romance del feliz hallazgo y milagros del S. S. Christo de Torrijos" y "A la resurección de los triunphos de nuestro glorioso monarcha el Señor San Fernando, en la proclamación que hizo esta nobilísima Ciudad de Córdoba á nuestro Cathólico nuevo Rey y Señor don Fernando Sexto de este nombre, etc".

El primero es de autor desconocido y el segundo aparece con la firma de Bernardo Rodrígez Quadrado Mazo, Pertiguero de la Santa Iglesia Catedral.

Muchas de estas composiciones tienen sabor muy cordobés y casi todas constan de dos partes.

Están escritas con incorrección pero á la vez con gran soltura y con más ingenio y gracia que las obras de algunos literatos que pasan hoy por festivos.

Generalmente los romances antiguos eran anónimos; ¡cuántos hombres de campo, analfabetos, los componían y conservaban en la memoria para decirlos ó representarlos en las fiestas de los cortijos, hasta que alguien se los escribía y, rodando, llegaban á manos de un impresor que los ponía en letras de molde!

En algunos, muy pocos, aparece el nombre de su autor, persona, por regla general, desconocida.

Sólo un romancero cordobés logró cierta notoriedad en su época, don Agustín Nieto, que vivió en la primera, mitad del siglo XIX.

El pueblo buscaba con interés sus romances, casi todos jocosos, y muchos de ellos hiciéronse popularísimos, tales como los titulados "Chasco que le sucedió á un mozo yendo á Maytines la Noche Buena", "La Tertulia", "Suceso de la Pulga", y "De los toros".

Aunque todas las imprentas de nuestra población editaron durante la centuaria última gran cantidad de estas producciones, ninguna publicó tantas como la de don Luís de Ramos y Coria, establecida en la plaza de las Cañas, y la de don Rafael García Rodrígez, situada en la calle de la Librería.

En los talleres del Diario de Córdoba, oriundos de esta última tipografía, se conservan aun algunos toscos grabados, hechos en tarugos de madera, de los que imprescindiblemente lucían á la cabeza todos los romances y relaciones.

En vista del éxito obtenido por aquellas creaciones de la musa popular, varios de nuestros poetas, entre ellos don Antonio Alcalde Valladares y don Luís Maraver y Alfaro compusieron graciosas jácaras, á las que el vulgo daba el nombre de andaluzas por ser andaluces los personajes que en ellas intervenían y estar escritas en andaluz.

Recordamos haber leído una de Alcalde Valladares, no en romance sino en quintillas, publicada en un periódico de Madrid que se titulaba La Linterna mágica.

Al final del siglo XIX desapareció por completo la afición á esa poesía, á la que no le faltaba su encanto, y el último romance cordobés fue el escrito por el veterano periodista don Camilo González Atané narrando los crímenes de Cintabelde.

Hace cincuenta años no había fiesta popular, motivada por el bautizo, el otorgo, la boda ó cualquier acontecimiento de familia en que los mozos y mozas de genio más corriente no dijeran un romance ó representaran una relación.

Y el joven que no había aprendido algunas de esas composiciones era tan mal mirado por sus compañeros y sobre todo por las muchachas como el que no sabía bailar.

En cambio el que poseía extenso repertorio se llevaba de calle á toda la reunión.

Las amplias cocinas de los cortijos, durante las primeras horas de la noche, convertíanse en escenarios donde los campesinos declamaban el pasillo de "Moros y cristianos", disfrazados de modo grotesco, ó exponían "Los cuarenta motivos que tiene el hombre para no casarse y los treinta y seis que tiene para descasarse".

Cuando terminaban las faenas de la recolección ó de la molienda organizábanse originales funciones, á las que asistían los dueños de las fincas y en las que todos los trabajadores demostraban sus habilidades, ya diciendo relaciones; ya haciendo juegos, algunas veces un poco reñidos con la moral; ya agasajando al amo, obsequio indispensable, con una obra escultórica de barro ó de greda, generalmente simulando una suerte del toreo, hecha por, el operario de más aptitudes artísticas.

Hoy todo esta ha desaparecido y á los romances, relaciones y jácaras han sustituido lás coplas pornográficas ó insulsas que cantan algunos ciegos y las espeluznantes narraciones de espantosos y falsos crímenes conque cuatro vividores aterran á las gentes sencillas, aguijoneándoles á la vez la curiosidad para que les compren los papeles, cuya lectura crispa los nervios á las ancianas y produce insomnios á las jóvenes y á los chiquillos.

 

 

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EL CAÑO GORDO

 

Qué cordobés no conoce el Caño gordo? Qué vecino del barrio de la Catedral no fué, en su niñez, a comprar dulces de la arropiera que colocaba su mesilla cerca de la popular fuente, y luego, en la juventud, á obsequiar á alguna moza con el oloroso ramo de jazmines que también formaba parte de la mercancía de aquella pobre vieja?

El Caño gordo es una de las notas características de nuestra ciudad, una nota de color, llena de encanto y de poesía.

Como nadie ignora, el vulgo denomina de este modo una pequeña fuente,con un caño de diámetro colosal que en tiempos lejanos resultaba insuficiente para dar salida al agua, la cual está adosada á los muros de nuestra incomparable Mezquita, al lado de la capilla de la Virgen de los Faroles.

Y no estriba la fama ni la popularidad de esa fuente en la buena calidad de su liquido; el vecindario dice que el agua es basta y siempre ha recomendado á criadas y aguadores que no vayan allí por ella sino al Patio de los Naranjos y que solo llenen los cántaros en el cañito de la oliva.

Sin embargo, unas y otros suelen desatender la advertencia y así, en época ya pasada en que abundaban los aguadores, oficio como otros muchos hoy en decadencia, veíase constantemente á varios de ellos, con sus borriquillos, proveyéndose de agua en el mencionado lugar, sin atender las indicaciones de los parroquianos.

Y constituían las figuras de un cuadro muy artístico, trasladado al lienzo por muchos pintores y especialmente por uno sevillano y convecino nuestro, don Francisco Ramos, que ha contribuido, con sus preciosas tablitas, á popularizar el Caño gordo y la Virgen de los Faroles, no sólo en toda España sino en el extranjero.

Hace algunos años vino á Córdoba y permaneció una temporada entre nosotros un inglés, gran aficionado al manejo de los pinceles, que se extasiaba ante nuestros patios y veía en ellos tesoros de bellezas, de luz y de color.

Mas el principal motivo artístico que, según sus manifestaciones, encontró aquí fué ese trozo de los muros de la Basílica en que se hallan el Caño gordo y la Virgen de los Faroles.

Alli pasaba horas y horas embebecido en la contemplación de dicho lugar, tomando apuntes é impresiones para trasladarlas al lienzo, pero luego llegaba al estudio y sufría, sufría horriblemente porque no podía realizar sus deseos.

¿Y sabe el lector qué era lo que más le desesperaba?

No acertar á pintar un buro negro con el pico rosó como él decía; uno de esos borriquillos de los aguadores.

En las primeras horas de la tarde instalaba su puestos junto á la fuente, Rafalica la arropiera. Y era el puesto, en cuestión una verdadera confitería, capaz de hacer la competencia á la de Hoyito.

En la mesa diminuta, pintada de color azul, colocados cuidadosamente sobre pedazos de hoja de lata, había dulces de infinitas clases, muchos de ellos hoy desconocidos. Arropías blancas y de clavo, trozos de piñonate, suspiros de canela, bolas de caramelo simulando cerezas con un esparto por cabo, cartuchos de microscópicos anices, sujetos con un arillo de mazapán, cañamones, almendrados, figuritas llenas de licor, barquillos semejando sombreros de canal y otros muchos.

En un lado de la mesa el jarrero, lleno de limpias y sudorosas jarras; en otro el azafate de latón pintarrajeado con los ramos de jazmines y el mosquero hecho de tiras de papel multicolores, y en el suelo la macetilla de los altramuces, la de las almezas y el haz del palo dulce.

Rafalica sentábase en su establecimiento, orgullosa de él, y aguardaba pacientemente la llegada de su parroquia, que era muy buena, entretenida unas veces haciendo calceta y otras charlando con las comadres ó con Miguelete, aquel famoso cicerone de los visitantes de la Mezquita, que concedía más importancia á la cruz del Cautivo y á la columna de azufre que á la capilla del Mirab y solía decir á los extranjeros que las hojas de la puerta del Perdón son de corcho.

A las horas de terminar la clase en las escuelas, una turba de muchachos rodeaba la mesilla y la pobre arropiera necesitaba tener más ojos que Argos para evitar cualquier trastada.

Al anochecer los vecinos del barrio convertían en paseo los alrededores de la Catedral y las muchachas, formando grupos, acompañadas de sus novios, acudían al puesto de Rafalica para beber el agua de sus jarras después de haberse endulzado la boca con una arropía ó para comprar los ramos de cabezuelas hechos en relucientes alambres.

Y allí se formaban agradables tertulias, en las que era tema de las conversaciones el asunto del día, el último suceso ocurrido en la capital. Uno de los que sirvieron de motivo á más conversaciones y comentarios, por el lugar en que acaeció, fué la tragedia desarrollada en la torre de la Basílica, donde un viajero inglés apellidado Mildleton mató al gitano Antonio Torres Heredia, que le acompañaba para enseñarle los tesoros artísticos de Córdoba.

Y eran dignas de oirse las exclamaciones que la narración de tal hecho arrancaba á los descendientes de la raza egipcia. ¡Probetico mío, decía una gitana de rostro bronceado cada vez que se lo recordaban, quién había de decirle que iba á morir lo mismo que las aguilillas, en lo alto de una torre!

Como la gente antigua no era aficionada á trasnochar, poco después del toque de ánimas empezaban á desaparecer los corrillos y el vecindario tornaba á sus hogares, á aquellas casas muy limpias, muy ventiladas, en las que se respiraba un ambiente de frescura que trascendía á la calle, perfumado por el albahaca y los jazmines.

Hoy tales reuniones han desaparecido; el pueblo no acude al Caño gordo, que apenas echa un hilito de agua, para comprar las clásicas arropías, y en dicho lugar sólo se detiene algún artista enamorado de los bellísimos rincones de Andalucía o la devota que va á rezar una Salve á la Virgen de los Faroles.

 

 

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VISITAS REGIAS

 

Pocos han sido los monarcas que no han visitado a Córdoba, recibiendo de su noble vecindario elocuentes muestras de respeto y de cariño.

El primero, de cuya visita se conservan noticias, es don Fernando III, que llegó á nuestra ciudad en Junio de 1236. Después vinieron, en Julio de 1270, don Alonso X; en Febrero de 1280, en Mayo de 1282 y en Abril de 1284 don Sancho IV; en Marzo de 1304 y en Noviembre de 1309 don Fernando IV; en Junio de 1328 don Alfonso XI; en Febrero de 1353 y en Octubre de 1367 don Pedro I; en 1368 y 1378, no constan los meses, don Enriqué II; en Marzo de 1429 y en Mayo de 1431 don Juan II; en Agosto de 1454 la hermana del anterior doña María, reina de Aragón; en 1484, 1486, 1487,1488 y 1489 estuvieron varias veces en esta población los Reyes Católicos, con motivo de las guerras que sostenían con los moros; en Abril de 1500 vino don Juan Labrit, rey de Navarra; en Junio de 1506 don Felipe I; en Febrero de 1526 y en Mayo de 1533 don Carlos I; en Enero de 1570 don Felipe II; en Octubre de 1612 don Enrique III; en Febrero de 1624 don Felipe IV; en Septiembre de 1816 doña Isabel de Braganza: en Octubre de 1823 don Fernando VII; en Septiembre de 1862 doña Isabel II; en Marzo de 1877 y en el mismo mes de 1882 don Alfonso XII; en Mayo de 1904 don Alfonso XIII, y en Febrero de 1908 don Alfonso Xlll y su esposa.

Consignemos, ahora, algunos detalles de estas visitas.

Don Fernando III vino á conquistar á Córdoba, penetrando en ella el 29 de Junio de 1236, acompañado de los caudillos Martín Ruiz de Argote y Juan Ruiz Tafur.

Don Fernando IV, en su primer visita, se concertó aquí con el rey Muhamed III de Granada y en la segunda reunió su ejército para marchar contra Algeciras.

En 1367 don Pedro I llegó para imponer castigos á la ciudad por haberse levantado á favor de don Enrique de Trastamara.

Don Enrique II, durante su permanencia en Córdoba, mandó ampliar el castillo de la Calahorra y recibió una embajada del Pontífice Urbano VI.

Don Juan II, en 1429, reunió en esta población un numeroso ejército, marchando con él á talar la vega de Granada.

La hermana del Monarca anteriormente citado, doña María de Aragón, vino, hallándose enferma de hidropesía, para costear una novena á Nuestra Señora de la Fuensanta y pedirle el restablecimiento de la salud, lo que consiguió poco después.

El 25 de Marzo de 1487 y el 26 de Mayo y el 20 de Agosto de 1490 los Reyes Católicos congregaron su ejército en nuestra ciudad para continuar la guerra contra los moros.

El 2 de Septiembre de 1489 el Rey dió á Córdoba unas Ordenanzas para su gobierno.

El recibimiento más solemne que registra la historia fué el tributado á don Felipe II, que llegó el 20 de Enero de 1570.

Este Soberano prestó juramento de mantener los privilegios de Córdoba, se inscribió como hermano de la cofradía de caballeros de La Caridad, la cual sostenía el hospital del mismo nombre, y tuvo aquí abiertas las Cortes hasta el 22 de Abril, celebrando sus sesiones en la sala capitular de la Catedral.

No deja de ser curioso el caso de que, al venir don Felipe IV, el Obispo de esta diócesis le obsequiara con una fuente llena de doblones y una baraja para que "Su Magestad se divirtiera en las largas noches que hacían", según palabras textuales.

Respecto al viaje de don Fernando VII, que llegó el 25 de Octubre de 1823, consignaremos las dos notas más salientes: el hecho, que fué objeto de generales censuras, de que al llegar la comitiva al puente los voluntarios realistas desengancharan las caballerías del coche regio y lo condujesen por las principales calles de la población y el espléndido regalo de ciento treinta mil reales que hizo el Cabildo Catedral á Su Magestad, de los fondos de la capilla de Santa Inés.

En honor de algunos de estos Monarcas se celebraron justas, torneos, corridas de toros y otras fiestas propias de cada época.

Llegamos ya á nuestros días, en los que Córdoba ha sido favorecida cinco veces con la visita de sus Soberanos.

El 14 de Septiembre de 1862 1legó doña Isabel II; en el sitio llamado Choza del Cojo se detuvo para descansar y variar de traje, en una caseta que se había levantado con este objeto.

Después penetró en la población por la puerta Nueva, desde entonces llamada de Isabel II, en la que se había levantado un arco con la inscripción siguiente:

"Isabel, esta es la puerta

que Francia encontró cerrada,

mas hoy, de gozo inundada,

la tiene Córdoba abierta

á su Reina idolatrada" .

La augusta dama hizo su entrada en un magnífico carruaje, arrastrado por ocho yeguas, de la propiedad del señor Marqués de Benamejí.

Se hospedó en el Palacio Episcopal y visitó la Catedral, las Ermitas y la huerta de San Antonio.

También asistió a los festejos de la feria de Nuestra Señora de la Fuensanta, que en aquel año, en atención á la visita de Su Magestad, celebróse en el paseo de la Victoria.

El Ayuntamiento, en nombre de los literatos de Córdoba, le regaló una Corona poética, formada por numerosas composiciones impresas en un elegante album.

El 31 de Marzo de 1877 vino don Alfonso XII, acompañado de su hermana la Princesa de Asturias.

Estuvo en la Catedral, en las Ermitas y en la huerta de los Arcos y puso la primera piedra del cuartel que ostenta su nombre.

Lo hospedó el señor Conde de Torres-Cabrera en su palacio, con un lujo y una fastuosidad excepcionales.

Para la recepción de las autoridades de la capital y de los alcaldes y comisiones de la provincia preparó un salón magnífico, erigiendo en él un trono, estancia que aún conserva tal como la dispuso para dicho acto.

En honor del augusto huésped celebráronse una corrida de toros y una función de fuegos artificiales.

Esta se verificó en la plaza de la Corredera, presenciándola el Monarca desde los balcones de la fábrica de sombreros del señor Sánchez Peña.

El 9 de Marzo de 1882 volvió Córdoba á albergar durante algunas horas á don Alfonso XII, que vino en unión de su esposa doña María Cristina y de su hermana doña Eulalia.

Entró en un carruaje á la Federica, propiedad de la señora Marquesa viuda de Benamejí, arrastrado por seis caballos, y visitó la Mezquita, el Gobierno civil, donde se verificó la recepción, y las obras del cuartel, cuya primera piedra colocó en el año 1877.

Después, en un coche á la calesera, fué á la huerta de los Arcos y desde allí á la estación de los ferrocarriles para emprender el viaje de regreso.

Al pasar por el Campo de la Merced, de las apiñadas filas de personas que invadían los lados de la carretera se adelantó un hombre conocidísimo; el carruaje de Sus Magestades se detuvo unos momentos; el individuo en cuestión puso un pié en el estribo al mismo tiempo que se descubría respetuosamente y tendió la mano al Monarca, que se la estrechó con afecto: aquel hombre era el gran Lagartijo.

El 12 de Mayo de 1904 entró en Córdoba don Alfonso XIII, dirigiéndose desde la estación de los ferrocarriles á la Catedral.

En la calle de Colón y en el centro del paseo del Gran Capitán se levantaban dos hermosos arcos.

Desde la Basílica fue el Rey i las Casas Consistoriales, en las que se efectuó la recepción oficial, y luego á las Ermitas, lugar al que le condujo el rico labrador don José Suárez Alonso, en un carruaje á la calesera, tirado por cuatro mulas.

En aquel pintoresco paraje de nuestra sierra almorzó el Monarca y al regresar estuvo en la plaza de toros viendo parte de la corrida celebrada en su honor; visitó la Fábrica de productos y utensilios esmaltados y salió para Sevilla en un tren especial.

Por último, el 20 de Febrero de 1908 volvió á visitarnos don Alfonso XIII, en compañía de su esposa doña Victoria Eugenia.

En la estación de los ferrocarriles se formaron dos comitivas; una acompañó á la Reina á la Catedral y otra al Rey á los cuarteles. Los Soberanos ocuparon dos landaus, pertenecientes á doña Magdalena de Burgos, viuda de Milla, y á la señora Condesa viuda de Cárdenas, cada uno con dos caballos.

Doña Victoria Eugenia examinó detenidamente las riquezas que atesora nuestra incomparable Basílica; D. Alfonso pasó revista á las tropas que se alojaban en los dos principales cuarteles de la capital y después Sus Magestades fueron á reunirse en la finca de la sierra denominada Villa María, de la propiedad de don Pedro López Amigo, quien les obsequió con un refresco, marchando desde allí los augustos viajeros á la estación de los ferrocarriles.

En la Primavera de 1911 los Reyes de España anunciaron otra visita á Córdoba, pero una inesperada crisis política les obligó á suspenderla.

 

 

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LA ESCUELA PROVINCIAL DE BELLAS ARTES

 

Fué un centro de enseñanza muy modesto, pero de los que más beneficios han proporcionado á Córdoba.

Sosteníalo la Diputación provincial, mejor dicho, el celo, el amor al arte y á la clase obrera de unos meritísimos profesores, mal retribuidos, que se sacrificaban para obtener ópimos [sic] frutos de su alta misión.

Y los consiguieron ciertamente, pues todos los artistas ue han brillado en Córdoba durante la segunda mitad del siglo XIX, todos los obreros que se han distinguido por sus trabajos, procedían de esta Escuela.

Alumnos de ella fueron Muñoz Lucena, los Romero de Torres, Inurria, Francisco Alcántara, Angel Huertas, Ezequiel Ruiz y otros muchos pintores y escultores que gozan hoy de una merecida reputación.

Y plateros notables, maestros de obras acreditados, hábiles jardineros, hombres peritísimos en herrería y carpintería, salieron de aquellas amplias clases, llenas siempre no sólo de jóvenes, sino de personas de mayor edad, deseosas de saber, donde se unía la blusa con la levita y con el uniforme militar, formando un conjunto pintoresco y hermoso.

¡Cuántas personas labraron su posición en aquella Escuela! ¡Cuántas deben á sus catedráticos todo lo que son!

Por eso tiene que inspirar viva simpatía á todo buen cordobés ese viejo caserón que se levanta en uno de los lugares más típicos de nuestra ciudad, la plaza del Potro, vetusto edificio que fué Hospital de la Caridad, nombre por el que todavía lo conocen muchas personas, y que después encerró los principales elementos de cultura que había en Córdoba; la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, la Escuela citada, el Museo arqueológico, el de Pintura, hoy convertido en un excelente Museo por su actual Conservador, y el estudio de Romero Barros, alma de aquella casa.

Todos los días, al oscurecer, el extenso patio y los alrededores de la Escuela llenábanse de una abigarrada multitud, alegre, bulliciosa, como toda agrupación en que domina el elemento joven, la cual aguardaba impaciente la hora de entrar en clase.

Al mismo tiempo en el aula del Director, del inolvidable Romero Barros, congregábanse los profesores y constantemente cambiaban impresiones sobre la marcha de su Escuela, ó exponían alguna provechosa iniciativa para el fomento de la enseñanza.

A toque de campana la turba estudiantil invadía los extensos salones del amplio edificio, iluminados por candilejas de aceite, y al ruído y á la algazara, y á las risas y al charloteo, seguía el silencio más profundo, sólo interrumpido por las explicaciones ó las advertencias del profesor.

Hombres y niños ocupaban las largas mesas destinadas al dibujo y con el verdadero afán de quien desea aprender, consagrábanse al trabajo, sin que nada ni nadie lograra distraerles.

Sólo en los ratos de descanso se permitían dirigir bromas á González el modelo ó á Morita el bedel, dos tipos populares de la Escuela que han sido perpetuados por Rafael Romero de Torres con sus esfuminos y por Tomás Muñoz Lucena con sus pinceles.

Amén de alguna travesura como la de que fué víctima el conserje don Raimundo, á quien quitaron la peluca sin que el pudiera descubrir á los autores de la fechoría, valiéndose de un anzuelo pendiente de una hebra de seda que pasaba por un cáncamo colocado en el techo de la clase de Dibujo lineal.

Terminadas las horas de lección, también al toque de campana, precipitábase la heterogénea multitud por escaleras y galerías y volvía á alegrar los alrededores de la Escuela con charlas, canciones y risas.

Los alumnos mis pequeñuelos, los de la clase de Geometría, deteníanse invariablemente, al salir, ante el aula del Director, para ver el esqueleto, y luego no faltaban algunos que, burlándose del guardia municipal encargado de imponer orden y de evitar abusos en aquellos lugares, se encaramaran al potro de la fuente que hay en la plaza á que aquel da nombre ó se pararan, en la calle de la Feria, ante la casa de cierto vecino, para darle las buenas noches, aplicándole un nombre que no era ciertamente el suyo, y que, sin duda, le haría muy poca gracia.

Durante el día los alumnos de colorido más aventajados acudían al estudio de Romero, convirtiéndolo también en clase.

Y allí, en aquel templo del arte, cuyas paredes estaban cubiertas de admirables dibujos de Rafael Romero de Torres, de maravillosos paisajes de su padre, de infinidad de bocetos y apuntes, se adiestraban en el manejo de los pinceles, bajo la dirección de Romero Barros, jóvenes artistas que, andando el tiempo, habían de dar días de gloria á su ciudad natal.

En los últimos años de existencia de la citada Escuela ampliáronse sus secciones con dos muy importantes: una de modelado y vaciado, al frente de la cual estuvo, entre otros, don Enrique Cubero, un modesto escultor de accidentada historia que fué reyezuelo en una isla de la Patagonia y murió prestando heróicos servicios de salvamento en un incendio ocurrido en Málaga, y otra de música, base del actual Conservatorio.

Varios alumnos del centro referido obtuvieron pensiones de la Diputación para ampliar sus estudios en Madrid y Roma.

La Escuela provincial de Bellas Artes, cuando el estado de sus fondos se lo permitía, organizaba brillantes fiestas para verificar el reparto de premios y también celebró algunas exposiciones verdaderamente notables con los trabajos de sus alumnos, que estuvieron instaladas en el Casino Industrial y en el Circulo de la Amistad.

A don Rafael Romero Barros, alma, como ya hemos dicho, de aquel establecimiento docente, le precedieron en la dirección del mismo Saló, Tejada y García Córdoba y le sucedieron Muñoz Contreras y Torres y Torres, desempeñando todos sus cargo con gran acierto.

En el claustro de profesores figuraron siempre hombres modestos pero de valía y algunos que, por su ingenio y su gracia, gozaron de gran popularidad.

He aquí una frase que retrata á uno de ellos:

Había un discípulo en la Escuela con humos de gran dibujante, aunque no pasaba de ser una medianía. Se le ocurrió en cierta ocasión dar una sorpresa á sus maestros y dibujó, sin que aquellos lo supieran, una cabeza de tamaño colosal que, á juicio de su autor, era una obra perfecta.

Cuando la hubo terminado Ilevóla á la clase y la mostró, muy satisfecho, á los profesores. ¿Qué les parece á ustedes? preguntóles. Está bien, le contestaron, aunque opinasen de distinto modo.

¿Y qué creen ustedes que debo hacer con ella? volvió á preguntar. ¿La coloco en un marco?

Entonces uno de los catedráticos, que había permanecido en silencio, le dijo con su calma habitual: yo creo que lo que debes hacer con ese dibujo es una cometa; la remontas y cuando esté muy alta le cortas la guita para que no la volvamos á ver.

El consejo dejó frío al alumno.

Al crearse la Escuela municipal de Artes y Oficios se suprimió la provincial de Bellas Artes y hoy de aquel importantísimo centro de enseñanza sólo quedan el recuerdo y un plantel de artistas y artífices que nos honran.

 

 

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HOJAS POÉTICAS

 

Entre muchas costumbres que se han perdido, tanto en Córdoba como en casi toda España, había una que era demostración elocuente de la cultura y del buen gusto de los pueblos: nos referimos á la de arrojar hojas multicolores de papel con poesías en las grandes fiestas, en las solemnidades extraordinarias de orden patriótico, religioso ó artístico.

Y como nuestra ciudad fué en épocas que ya pasaron cuna de ilustres poetas, esa costumbre se practicó aquí con más lucimiento que en otras muchas partes, y las composiciones á que nos referimos, de autores cordobeses, por nadie recopiladas hasta ahora, podían formar un volumen muy curioso y de indiscutible mérito literario.

Leyendo las hojas poéticas que algunas personas guardan y tienen en gran estima, adviértense en todas ellas un alto espíritu de patriotismo que hoy, por desgracia, va desapareciendo y una virilidad, una energía de que no hacen gala los poetas contemporáneos.

La sonora octava real, la vibrante décima; el rotundo soneto, eran las estrofas preferidas para tales composiciones.

Las primeras de que tenemos noticias escribiéronse con motivo de la terminación de la gloriosa guerra de Africa en el año de 1860 y se arrojaron en los festivales verificados para celebrar aquel acontecimiento.

Fueron sus autores don Javier Valdelomar y Pineda, Barón de Fuente de Quinto, don Ignacio Garcia Lovera, don Teodoro Martel Fernández de Córdoba, don Antonio Alcalde Valladares, don Manuel Fernández Ruano, don José Jover y otros.

En el año 1862, al visitar á Córdoba Su Majestad la Reina doña Isabel II, nuestros poetas le tegieron una corona de alabanzas y sus versos caían como lluvia de flores sobre la dama augusta.

Rindieron este tributo don Teodoro Martel Fernández de Córdoba, don Amador Jover y Sanz, don Manuel Fernández Ruano, el Marqués de Cabriñana, don Teodomiro Ramírez de Arellano, don Rafael García Lovera, don Antonio Alcalde Valladares, don Luis María Ramirez y de las Casas-Deza, don Luis Maraver, don Francisco de Borja Pavón, don Miguel José Ruiz, don Enrique Valdelomar y Fábregues, El Barón de Fuente de Quinto y don Antonio Fernández Grilo.

Entre tales composiciones sobresale una Oda de Fernández Ruano, verdaderamente magistral, en la que hay estrofas tan admirables como estas:

"¿Qué placenteros vivas

resuenan sin cesar estremeciendo

la bóveda eternal? ¡Que tronadores

gritos circulan por doquier de amores

al Alcázar del Sol raudos subiendo?

¿Por qué este pueblo como mar potente

deshecho en bravas olas se levanta

y en redoblado aplauso, reverente

hace estallar su pecho y su garganta?

Es que Isabel, la sin igual Señora,

justa, clemente, generosa y bella,

la del Solio español fúlgida aurora

y la del mundo rutilante estrella,

nuestra Reina y augusta Protectora

graba en el suelo cordobés su huella,

y el pueblo alborozado,

de inmenso gozo y entusiasmo lleno,

de vivo amor el corazón hinchado,

abre paso al volcán que arde en su seno".

Dichas poesías fueron lujosamente editadas en un album que ostenta la siguiente dedicatoria: "A SS. MM. y AA. RR. el Ayuntamiento de Córdoba en nombre de los poetas cordobeses".

Al concluir la última guerra civil, en el año 1876, volvieron á pulsar la lira nuestros cantores para dedicar hermosas endechas á la Paz y sus composiciones repartiéronse en hojas impresas entre el público que asistió á la función regia celebrada con tal motivo en el Gran Teatro el 7 de Marzo del año antedicho.

Fueron los autores de las composiciones aludidas don Manuel Fernández Ruano, don Francisco de Borja Pavón, don Enrique Muñoz, don Javier Valdelomar, don Julio de Eguilaz, don Teodoro Martel, don Eleuterio Villalba, don Francisco de Asís Palou, don Ignacio García Lovera, don Francisco Simancas y don Rafael Vaquero Jiménez.

El ya anciano y siempre modesto poeta don Francisco Simancas escribió el siguiente inspirado soneto:

"A LA PAZ

Ya en las altivas cumbres de Navarra

no retumba el cañón; cesó ya el duelo;

tened, madres, el triste desconsuelo

que vuestros pechos de dolor desgarra.

¡Sonó el grito de paz! Va la bizarra

y libre enseña con ardiente anhelo

pasea triunfante por el vasco suelo

el león español entre su garra.

Cesó el cruel espíritu mezquino

y con él las angustias, los dolores,

que nos impuso el bárbaro destino;

y allí donde nacieron los rencores

de la guerra en el fiero torbellino

al beso de la paz, brotarán flores".

El 25 de Marzo del citado año, al regresar á sus lares el bizarro Batallón provincial de Córdoba, después de haberse batido heróicamente en los campos del Norte, provocando la manifestación de entusiasmo y de cariño más gran-

de que registra la crónica de esta ciudad, sobre los invictos soldados cayó, á su paso por las principales calles de la población, una verdadera lluvia de palomas, de flores, de coronas y de versos, en los que revelaban su inspiración y su patriotismo don Teodoro Martel, don Eleuterio Villalba, don Enrique Muñoz, don Francisco Simancas, don Jose Arnaled, don J. Muñoz Ortiz, don Emilio López Domínguez, don Javier Valdelomar, don Francisco de Borja Pavón, don José Navarro Prieto, don Miguel José Ruiz, don Manuel Varo Repiso, don Emilio Vicente Anchorena, don Francisco de Asís Palou y don Julio de Eguilaz.

He aquí una vibrante estrofa de la composición de don Javier Valdelomar, Barón de Fuente de Quinto:

"Venid, la Patria os espera,

y, al veros, con gozo ardiente

da lauros á vuestra frente

de nuestra hermosa ribera.

Ante esa altiva bandera

que en ruda y fuerte campaña

no pudo vencer la saña

del enemigo iracundo,

admiración os da el mundo

y aplauso eterno os da España".

En los años 1877 y 1882, al venir á Córdoba el Rey don Alfonso XII, la segunda vez acompañado de su esposa doña María Cristina, hiciéronsele obsequios análogos y la venerable poetisa dona Rosario Vázquez y casi todos los vates ya citados, dieron la bienvenida á los augustos huéspedes, en versos donde palpitaban el respeto y el cariño á nuestros Soberanos.

Don Teodoro Martel, Conde de Villaverde la Alta, se expresaba en estos términos:

"Alcemos, alcemos olivas y palmas

de Córdoba haciendo florido vergel

y al pié de su trono fervientes las almas

arrojen coronas de mirto y laurel,

y pueblen los aires y suba á la esfera

de vivas y aplausos el limpio clamor

y broten galanas á ornar su carrera

vivíficas flores de eterno verdor".

Estos delicados tributos se han rendido también en Córdoba á dos artistas eminentes: á las tiples Emma Nevada y Regina Paccini en las funciones de sus beneficios celebradas en el Gran Teatro el 14 de Junio de 1889 y el 30 de Mayo de 1891, respectivamente.

Dedicaron versos á la primera don Francisco Ortiz Sánchez, don Enrique y don Julio Valdelomar, don Mariano Gallego, don José Navarro Prieto, don Miguel José Ruiz, don Joaquín Barasona y el autor de estas líneas, y á la segunda don José López Herrera y el que suscribe.

Además, un admirador anónimo obsequió á la Nevada con el siguiente disparo poético:

"Desde que te vi Lucía

de Lammermoor y Sonámbula

vives en mi fantasía

con ígneo buril grabada,

entre célica armonía,

entre luces argentadas,

entre aromáticos vientos,

entre rumorosas auras:

que eres ¡oh diva! un destello

de la celestial morada

donde pléyade de ángeles

entonan eterno hosanna".

Tampoco han faltado tales ofrendas del género religioso.

Hace ya bastantes años, en la verbena llamada de la Virgen de los faroles, se repartieron entre el público unas cuartillas con una composición dedicada á la Reina de los Cielos por el ilustrado sacerdote don Miguel Riera de las Angeles.

En 1907, en la misma velada, también se regalaron á los concurrentes, impresas en hojas, las dos poesías de don Antonio Ramírez López y del que escribe estas Notas, premiadas en el Certamen convocado por la comisión organizadora de dicha verbena.

Tales composiciones volvieron á ser repartidas en la velada de 1911.,

En una de las tradicionales romerías al santuario de Nuestra Señora de Linares, verificada en Julio de 1906, circularon, también impresas en un pliego, unas coplas de don Enrique Redel, tan delicadas como llenas de sentimiento.

Eran una ofrenda que el poeta hacia á la Virgen.

De la sencilla y belleza de estas coplas puede juzgar el lector por las siguientes:

"Para rendirte homenaje

al pié de tu santuario

todo lirio es pebetero

y toda rosa incensario".

"Por ti en el mar del olvido

nuestra historia no naufraga;

la fé es lámpara encendida

que ante tí nunca se apaga".

Finalmente, al visitar á Córdoba los alumnos de la Academia de Infantería de Toledo, en el año 1911, también les dirigió el que escribe estas lineas una salutación en verso, que fué profusamente repartida, impresa en hojas de los colores nacionales.

Tales son las hojas poéticas en que revelaron su patriotismo, su fé, su hidalguía y rindieron tributo de admiración á soberanos, héroes y artistas, los ilustres vates de la ciudad preclara

"donde se aspira suave

el más perfumado aroma;

donde vivimos alegres;

donde se siegan las rosas;

donde se baila el fandango;

donde los ángeles moran"

como decía Maraver, en una de esas hojas, á Su Majestad la Reina dona Isabel II.

 

 

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LA FERIA DE LA FUENSANTA

 

En tiempos ya lejanos fué tan importante como la de Nuestra Señora de la Salud, y siempre tuvo más poesía que esta, por su carácter tradicional y por el sitio en que se celebra.

Además había en ella un sello genuinamente cordobés, del que carecen las dos que hoy se verifican en nuestra capital, iguales ó muy parecidas á todas las del resto de España.

Visitábanla pocos forasteros de otras regiones, pero en cambio venían muchos de los pueblos de la provincia, lo mismo para dedicarse al negocio que para disfrutar de las diversiones que se organizaban.

El mercado de ganados situábase en el lugar conocido por "Cuesta de la pólvora" y en él abundaban extraordinariamente los cerdos, siendo de gran importancia las transacciones que se hacían todos los años.

Próximas al mercado empezaban las instalaciones de casétas que se estendían á uno y otro lado del camino del santuario hasta el puente que hay á la bajada del llano de la ermita.

Con las tiendas de juguetes y turrones y con las buñolerías alternaban las barracas de los espectáculos y los primitivos coches de madera.

En la esplanada del templo colocábanse los puestos para la venta de frutas que constituían el principal comercio de esta feria, y eran de ver las pilas de hermosos orejones, de ricas ciruelas pasas que se levantaban en aquel paraje, para deleite de los gastrónomos.

Contiguo al puente del arroyo, que hoy ya no es del dominio público, y á la entrada del camino de las huertas, estaba lo más clásico de esta feria: las chozas de los higos chumbos, que constituían un cuadro encantador.

En ellas, á las altas horas de la noche, congregábanse innumerables familias, y con el pretexto de comer el sabroso fruto del nopal, improvisaban agradabilísimas fiestas, en las que eran elementos indispensables la guitarra, el baile andaluz y la copla sentida que encierra un poema en tres ó cuatro versos.

La animación en la feria no decaía jamás, especialmente por la mañana y por la noche. No había un buen cordobés que no fuese á visitarla y a depositar su ofrenda ante el ara de la Virgen.

Desde que el sol empezaba á declinar, tanto el paseo de la Ribera como las calles de Lucano, de Lineros, hoy Emilio Castelar; de Don Rodrigo, y del Sol, en la actualidad Agustín Moreno, convertíanse en verdaderos coches parados.

Casi todas las casas de estas calles, muy limpias, muy blanqueadas, mostraban al través de sus cancelas y de sus amplios ventanales hermosos llenos de flores, en los que bellas mujeres, indolentemente reclinadas en sus mecedoras, presenciaban el desfile del público y algunas tal vez aguardaban el paso del hombre que las había robado el corazón.

El pueblo cordobés, en el que siempre estuvieron hondamente arraigados los sentimientos religiosos, antes de detenerse en los puestos, antes de penetrar en las barracas de los espectáculos ó de sentarse en las sillas del Asilo para ver la función de fuegos artificiales, acudía al santuario, pues lo primero era visitar á la Virgen.

El templo, sencillo, sin lujo ni ostentación, pero con muchas luces y muchas flores, á cualquier hora estaba concurridísimo, y sobre todo durante los cultos de la novena.

Y eran admirables el fervor y el recogimiento conque aqnella multitud, compuesta de personas de todas las clases sociales, presenciaba esos actos.

Después centenares de personas deteníanse en la amplia nave que hay delante del santuario para examinar las tablillas con los exvotos, casi todas ellas pintadas por un artista modestísimo, que en su pobre taller, situado en la calle de la Feria, hoy de San Fernando, tenía á guisa de muestra la siguiente inscripción en los cristales de una ventana: "Se confeccionan milagros".

Y no había padre que no llevara á sus hijos á rezar á la Virgen, después de contarles la milagrosa aparición de la imagen dentro del tronco de una higuera, ni que les dejara de mostrar los cuadros que representan el Alma en pena y el Alma en gracia, así como el famoso caimán que, según la absurda y original creencia de algunas personas sencillas, fué muerto en el arroyo contiguo al santuario por un cojo á quien trató de devorar, con la escopeta de chispas que también aparece colgada entre los exvotos.

De la iglesia pasaban al Pocito, para beber sus aguas salutíferas, y luego, llenos de fé, alegres, cargados de juguetes y chucherías, tornaban á sus hogares, no sin haberse detenido en la calle del Sol ante el pórtico del palacio de los Marqueses de Benamejí, hoy Escuela de Artes y Oficios, para admirar los dos guerreros de lucientes armaduras, el negro y las demás figuras que decoraban el vestíbulo.

Durante los días de la feria de la Fuensanta, además de las diversiones propias de tales fiestas como conciertos, bailes, cucañas y fuegos artificiales, celebrábanse buenas corridas de toros que también contribuían á traer bastantes forasteros.

En esta época verificóse la única con plaza partida que se ha efectuado en Córdoba; tomaron parte en ella los diestros Bocanegra, Hito, Lavi y Melo y constituyó el principal atractivo del programa de festejos, por tratarse de un espectáculo desconocido en nuestra población.

En la feria á que venimos refiriéndonos, ocurrieron, en distintas ocasiones, accidentes muy lamentables.

Una noche descargó una horrorosa tormenta, acompañada de lluvias torrenciales, tan de improviso que los concurrentes tuvieron que huir á la desbandada y refugiarse en las casas próximas, de las cuales no pudieron salir en bastantes horas, porque las calles estaban convertidas en ríos.

El agua arrastró infinidad de mercancías, dejando sumidos en la miseria á no pocos feriantes.

Otro año un cohete de los fuegos artificiales causó graves quemaduras á una joven que se hallaba sentada en el paseo de Madre de Dios.

Y no hace mucho un mal intencionado corrió la voz de que se había escapado una fiera de una barraca, precisamente á la hora en que era mayor la animación en aquellos lugares.

El público huyó, presa de un pánico indescriptible, y en la confusión propia del caso ocurrieron muchos atropellos y otros accidentes, aunque sin graves consecuencias por fortuna.

El Ayuntamiento, hace ya algunos años, acordó convertir en velada esta feria, y sustituirla por la llamada de Otoño que empieza el 25 de Septiembre, ó sea diecisiete días después de la fecha en que principiaba la de la Fuensanta.

Jamás han logrado convencernos los fundamentos de tal innovación, pero no es este el lugar de discutirlos.

Terminaremos, pues, las presentes notas concretándonos á lamentar que se haya suprimido la feria más típica, más tradicional, más poética de Córdoba, para crear otra que desde sus comienzos arrastra una vida pobre y que, andando el tiempo, ha de morir por consunción.

 

 

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DON FRANCISCO DE BORJA PAVÓN Y LA BOTICA DE SAN ANTONIO

 

No habrá cordobés, medianamente ilustrado, que no haya conocido á don Francisco de Borja Pavón, ni persona de la clase popular que no conozca la botica de San Antonio.

Es esta una farmacia antigua, sin lujo, sin reclamos, sin. escaparate siquiera en el que luzca, enmedio de los botes llenos de específicos y de los aparatos ortopédicos, la, enorme esfera de cristal llena de líquido coloreado é iluminada potentemente, que simula el ojo de un cíclope; es la clásica botica en que se reunían nuestros bisabuelos para pasar las noches de invierno, interminables, entretenidos en amena charla ó en agradable lectura.

El pueblo siente hacia ella marcada predilección, quizá porque profesa mayor cariño que las demás clases sociales á todo lo tradicional; acaso porque le encanta su sencillez primitiva; tal vez porque ha oído decir que su dueño era un sabio y, siéndolo, debía estar menos expuesto á errores que sus colegas.

Efectivamente: esa modesta casa de la calle de Maese Luís, donde está la farmacia aludida, servía de domicilio á un verdadero sabio: al hombre más ilustrado y más erudito en materia literaria, al escritor más castizo y correcto que ha tenido nuestra ciudad en el siglo XIX.

Allí, en aquella rebotica llena de libros y de papeles, pasó muchos años, consagrado al estudio, el inolvidable Cronista de Córdoba don Francisco de Borja Pavón; allí, escribió sus maravillosas necrologías de personas ilustres, su magistral estudio acerca de don Luís de Góngora y Argote, su notable serie de artículos referentes á la Prensa cordobesa, sus fidelísimas y gallardas traducciones de poetas latinos, franceses ó italianos, sus versos donosos y chispeantes en los que se admira la sátira de Juvenal y el ingenio y la gracia de Quevedo y allí redactó y coordinó esa inmensidad de notas curiosísimas; hoy cuidadosamente conservadas por la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, las cuales constituyen un arsenal inagotable de datos para escribir una historia de nuestra población más completa, variada y útil que cuantas se han escrito de todas las ciudades de España.

Aquel retiro del venerable anciano era la Meca lo mismo de nuestros literatos de fama que de los principiantes, pues unos y otros iban á consultar, á aprender de Pavón, á pedirle consejo, á deleitarse con su conversación, siempre instructiva y amena. Y más de dos sentaron plaza de eruditos merced á las noticias que, siempre amable y bondadoso, les facilitara el gran intérprete del clásico Marcial.

El ilustre humanista, á pesar de vivir alejado de los grandes centros de la vida intelectual, estuvo en relación con las principales figuras literarias de su tiempo, tanto españolas como extranjeras; sosteniendo con muchos hombres ilustres amistosa y frecuente correspondencia, que también podría servir para hacer un epistolario notable.

Y no venía á Córdoba personalidad saliente en los diversos ramos del saber que no favoreciera con su visita aquel modesto despacho, lleno de libros y de papeles.

A don Francisco he Borja Pavón ¿por qué no decirlo? le agradaba poco su profesión de farmacéutico, más, no obstante, con frecuencia veíasele abandonar satisfecho á la visita de más cumplido para acudir solícito á preparar una fórmula delicada ó para ordenar al mancebo que no cobrase una medicina á cualquier necesitado.

El viejo Cronista tenía una afición extraordinaria á los libros y llegó á reunir la mejor biblioteca y una de las más numerosas que había en nuestra capital.

Casi diariamente recorría los baratillos y examinaba con cuidado cuantos volúmenes había en ellos.

Si encontraba alguno que le conviniera separábalo de los demás, y después mandaba á cualquier persona, siempre de la clase del pueblo, para que lo adquiriese.

¿Por qué hacía esto? Sencillamente porque si él trataba de comprarlo el prendero le pedía una cantidad enorme, casi siempre más de lo que valía la obra, y á otro individuo cualquiera se la daba casi regalada.

En cierta ocasión encontró en uno de estos baratillos un ejemplar -él ya tenía otro- del poema Las lágrimas de Angélica, citado por Cervantes en Don Quijote, al que faltaba la primera hoja.

Lo adquirió, valiéndose de un intermediario, por diez céntimos, y algunos años después vendiólo en mil pesetas á una persona que lo estaba buscando desde hacía mucho tiempo para regalárselo á Cánovas.

Pavón no sólo era un literato, un erudito y un humanista notable, sino que poseía conocimientos generales y profundos tanto de ciencias como de arte, y además del idioma latino dominaba el francés y el italiano hasta el punto de traducirlos, hablarlos y escribirlos con irreprochable corrección.

Contribuyeron á aumentar su ilustración los viajes al extranjero que hizo durante la juventud, los cuales, á la vez, sirviéronle para adquirir relaciones con hombres tan insignes como Víctor Hugo y Alejandro Dumas.

Todo esto, unido á su memoria prodigiosa y á su carácter jovial, hacía que fuera amenísima la conversación de aquel anciano, á quien jamás se cansaban de oir viejos ni jóvenes, porque unos y otros encontraban en ella sabias enseñanzas, prudentes consejos, gratos recuerdos, sátira culta, frases ingeniosas y ocurrencias verdaderamente felices.

Trasnochador empedernido, aún en sus últimos años permanecía hasta las primeras horas de la madrugada, con su tertulia, en el paseo del Gran Capitán durante el verano y en el café del mismo nombre durante el invierno; siempre rodeado de escritores, de artistas, de admiradores, de amigos, que le querían como á un padre ó un hermano y le respetaban como á un maestro.

Y no era estraño, tampoco, verle en el rincón más oculto de un café cantante, pues como buen andaluz le entusiasmaban el género flamenco y las hembras de trapío.

Cuando se encontraba ya en el último tercio de la vida, la Real Academia Española le llevó á su seno, y entonces nuestra ciudad, siempre indiferente con sus hijos de valía, reconoció los méritos indiscutibles de Pavón.

El Ayuntamiento confirióle el cargo de Cronista de Córdoba y puso su nombre á la calle del Pozo, en que había nacido; los literatos y periodistas le obsequiaron, con un banquete, y la Prensa local le dedicó artículos y poesias encomiásticos.

De las composiciones en verso publicadas entonces recordamos una que seguramente haría muy poca gracia al ilustre humanista. Como que empezaba de este modo:

"Tu cabeza, Pavón, es un armario

de noticias que yo saber quisiera"

El símil no puede ser más adecuado ni más poético.

Hace algunos años dejó de existir don Francisco de Borja Pavón: de él sólo quedan hoy, á más del recuerdo imborrable en el alma de sus amigos, un tomo de Necrologías de cordobeses que le editó la Corporación municipal, un busto donado por el escultor Inurria á la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes y un rótulo en una vía pública, que está reclamando una inmediata rectificación. Ese rótulo dice Borja Pavón, y como Borja no es nombre ni apellido, debe sustituirse la actual denominación de la antigua calle del Pozo por la de Francisco de Borja Pavón ó Pavón y López, si aquella parece demasiado larga.

La magnífica biblioteca de nuestro Cronista ha desaparecido casi por completo, como desapareció la del Marqués de la Fuensanta del Valle, pues sus mejores volúmenes fueron vendidos á diversos particulares y corporaciones, deshaciéndose así, en pocos meses, una obra de muchos años, debida á la perseverancia y al talento de un hombre.

Muy triste es que esto suceda en Córdoba, pero todavía más lamentable resulta que, á pesar de haber acordado el Ayuntamiento, á raiz de la muerte de Pavón, costear la impresión de sus obras, no se haya podido todavía cumplir el acuerdo por causas que no debemos exponer en estas Notas.

Nosotros creemos que la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes debe recopilar y dar á la imprenta los escritos de Pavón, como hizo con los del poeta don Manuel Fernández Ruano, evitando que se pierdan las valiosas producciones de uno de los primeros ingenios que tuvo nuestra ciudad en el siglo XIX.

 

 

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LA BATALLA DE ALCOLEA

 

Córdoba, la ciudad que parece dormida sobre los laureles de sus pasadas glorias, al llegar el mes de Septiembre del año 1868 despierta de su profundo letargo, adquiere nueva vida; á la calma, á la tranquilidad que constituyen su sello característico suceden una animación extraordinaria, un inusitado movimiento, precursores, sin duda, de sucesos memorables.

En el paseo de la Ribera, en el Patio de los Naranjos, en el Triunfo, en los jardines de la Agricultura, fórmanse grupos que hablan en voz baja, misteriosamente, y comentan las últimas noticias.

Por la noche no es estraño ver á algunas personas congregadas bajo la luz mortecina de uno de aquellos viejos faroles triangulares alimentados con petróleo, que leen, tomando toda clase de precauciones para no ser sorprendidas, un periódico denunciado ó una carta con nuevas interesantes.

¿Qué ocurre, qué motiva esta súbita é inesperada transformación de nuestro pueblo? Es que el cielo de la política, preñado de oscuros nubarrones, amenaza con una tempestad espantosa; es que se está elaborando una revolución.

Por eso en cualquier plaza, en cualquier lugar espacioso, donde acostumbra á reunirse la gente, un orador popular improvisa una tribuna y desde ella hace la apología de sus ideales y excita al pueblo para que le ayude, con la confianza de que el triunfo ha de proporcionarle la verdadera felicidad.

Entre estos oradores populares se distingue por su fogosidad, por su entusiasmo y sobre todo por la resistencia de sus pulmones, puesto que hay día en que pronuncia cuatro y cinco discursos, el republicano don Francisco de Leiva Muñoz, hombre de figura atlética, de voz estentórea, que se multiplica, que está en todas partes, que no descansa un momento y que como premio á sus trabajos, sólo consigue que, enmedio de una de sus peroraciones, le interrumpa un negro gritando: ¡no queremos oir a osté!

Don Angel de Torres, don Francisco Morillo, don Manuel Luna, don Francisco de Portocarrero, don Rafael Barroso, don Francisco de Leiva, don Santiago Barba y don Rafael Gorrindo, personalidades que forman la Junta revolucionaria, son los hombres del día y á ellos acude todo el mundo en demanda de noticias y antecedentes.

Empiezan á llegar las tropas liberales y el vecindario las recibe con cariño profundo; como un padre recibe á sus hijos. Les facilita cómodos alojamientos; las colma de atenciones; las mujeres no cesan de confeccionar, para regalarlos á los soldados, los lazos rojos que han de servirles de distintivo á fin de que no se les confundan con las huestes enemigas, las cuales los ostentarán negros.

Las familias aristocráticas se disputan el honor de albergar á jefes y oficiales.

La población semeja un gran campamento.

Una mañana estraños vítores atruenan el espacio y se confunden con el correr de los caballos y la gritería de la multitud; ¿qué sucede? Que un bandolero famoso, Pacheco, acompañado de sus camaradas y amigos, quienes le dan vivas aplicándole el calificativo de general, se dirije al palacio de los Duques de Hornachuelos para pedir al Duque de la Torre el indulto y ofrecerse, en cambio, á pelear en el sitio de más peligro.

Y el bullicio, y la espectación, y las carreras, y hasta los sustos que ocasiona la presencia en las calles del bandido, se repiten y son mayores cuando al volver Pacheco por el ansiado indulto, en virtud de ordenes del general Caballero de Rodas, una certera bala de un soldado le hace caer exánime de la cabalgadura, en medio de la plaza de la Tiinidad.

Llegan los días 28 y 29, días de la memorable batalla, y un ambiente de tristeza infinita se estiende por la ciudad; hay verdadera ansia por saber el resultado de la lucha, lucha terrible, espantosa, que en unas cuantas horas arrebata la vida á. muchos hombres y siembra el luto en multitud de hogares.

Recíbense los primeros telegramas que los indivíduos de la Junta revolucionaria leen en público; después los periódicos publican extraordinarios, ampliando las noticias transmitidas por el telégrafo y hombres y mujeres materialmente se los quitan de las manos á los vendedores y devoran la lectura de aquellas hojas, reflejándose en unos rostros la alegría y en otros la desilusión y la pena.

De pronto corre como reguero de pólvora el anuncio de la llegada de los primeros heridos y el vecindario en masa se apresta á recibirles, á cuidarles con desvelos de madre y dulzuras de novia, dando el espectáculo más hermoso que registra la historia de nuestra población.

Desde entonces Córdoba tenía conquistado el título de Muy hospitalaria, que recientemente se le ha concedido, merced á las gestiones de don José Osuna Pineda.

En los andenes de la estación apíñase una abigarrada multitud compuesta de elementos de todas las clases sociales, que se apodera de los valientes soldados víctimas de su deber, y en carruajes, en sillas, en escaleras, en los brazos; los conducen á sus casas para restañarles las heridas, más que con los medicamentos que aconseja la ciencia con el inapreciable bálsamo del cariño.

Las hijas de los barrios de Santa Marina y San Lorenzo sobresalen en esta humanitaria y hermosa misión y como verdaderos ángeles de la caridad descuellan dos extranjeras, la hermosísima Duquesa de Castiglioni y la ilustre Condesa de Bark, que realizan actos de abnegación, dignos de ser consignados en páginas inmortales.

Y siguen llegando trenes con los heridos y á la vez que las casas particulares se llenan de víctimas los hospitales de sangre instalados en el de Agudos, en el Hospicio, en el convento de los Padres de Gracia, en el Instituto de segunda enseñanza, en el Círculo de la Amistad, y los médicos se multiplican para acudir, con prontitud, donde quiera que reclaman sus servicios.

Los pobres mártires de su deber sufren con valor, con resignación, algunos hasta con júbilo, las curas más cruentas, porque saben que han caido bajo el plomo enemigo en el cumplimiento de su misión, aunque respecto á ella sea la ignorancia de muchos tal que más de cuatro de los que pelearon contra Isabel II, dicen á sus patronas con acento de convicción: ¡Qué fatigas hemos pasado, menester es que nos las recompense la Reina!

Al mismo tiempo que se desarrollan en la capital estas escenas, centenares de hombres del pueblo marchan á Alcolea para, ejercer otra obra no menos digna de alabanza: la de enterrar los cadáveres.

Pasadas las primeras impresiones, el pueblo vuelve á recobrar su alegría; sigue formando corrillos para comentar el resultado de la lucha y sus consecuencias; los ciegos, al compás de sus guitarras, entonan coplas referentes á la guerra y venden romances con los principales episodios de la terrible jornada, y en la boca de los mozos óyese á cada paso este cantar con honores de sátira:

"¿Qué es aquello que reluce

en lo alto de aquel cerro?

La quijá de Novaliches

que se está comiendo un perro".

Hoy de tal epopeya, que hizo estremecer los cimientos de Córdoba, sólo quedan unas cuantas páginas brillantes

en el libro de nuestra Historia inmortal, una bien escrita obra de don Francisco de Leiva, un sencillo mausoleo erigido á las víctimas de la batalla junto al puente donde se libró, un recuerdo en la memoria de los ancianos y en algunas casas antiguas de nuestra ciudad, donde todavía no han entrado las conquistas del Progreso, un pesado quinqué de petróleo hecho con una bala de cañón de las encontradas en el campo de Alcolea.

 

 

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EL TENORIO

 

En Córdoba, como en toda España, el 2 de Noviembre es indispensable la representación del popular drama de Zorrilla.

Y en nuestros teatros han interpretado al travieso Don Juan todos los actores que más se han distinguido en ese papel, excepto el inolvidable Rafael Calvo.

Vico, Tamayo, don Pedro Delgado, Perrín, Thuiller, Fuentes, Felipe Vaz y otros muchos nos han deleitado con los versos maravillosos del insigne cantor de Granada, declamándolos según la escuela de cada uno.

Del primero conservarán los buenos aficionados al arte teatral un recuerdo indeleble.

Fué una temporada muy mala para el ilustre artista; el Gran Teatro estaba casi todas las noches desierto y Vico rezaba sus papeles con aquel sonsonete que le hacia insoportable cuando no tenía ganas de trabajar.

El critico de un periódico local emprendió una campaña contra él y, en el colmo del apasionamiento, llegó á decir, refiriéndose á. la representación de El zapatero y el Rey, que la obra estaba mal ensayada y que Vico no supo vestirla.

Esta enormidad sublevó al insigne actor, que al día siguiente del en que leyera la crítica volvió á poner en escena el drama citado, representándolo sin apuntador. Y á aquella obra de Zorrilla, que fué interpretada de modo magistral, sucedió Don Juan Tenorio.

El público acudió, más que para recrearse con el drama, impulsado por la curiosidad de ver cómo lo hacía el anciano Vico.

Don Antonio rezó su papel en el primer acto, provocando algunas sonrisas al decir: yo gallardo y calavera; pasó sin pena ni gloria en el segundo y en el tercero, pero llegó el cuarto y en él tuvo una de esas transformaciones súbitas que le eran frecuentes; el cómico adocenado convirtióse en un coloso, su figura se ajigantó y en el parlamento con el Comendador, en el desafío con Don Luís y, sobre todo, en la situación final, realizó tales prodigios de arte, cosas tan extraordinarias tan inesperadas, tan admirables, que al caer el telón, el público en masa, como una sola persona, levantóse de sus asientos y prorrumpió en la ovación mayor que ha obtenido artista alguno en nuestros teatros.

Las señoras, también en pie, agitaban sus pañuelos saludando á Vico que, presa de gran emoción, tuvo que presentarse en el proscenio infinidad de veces.

Este ha sido el Tenorio más notable de todos los representados en Córdoba.

De los demás, actores que mencionamos al principio de estas notas sólo Perrín y Felipe Vaz supieron personificar al Burlador de Sevilla apartándose de realismos que no encajan bien en ese personaje é imprimiédoles el carácter romántico con que nos lo presenta el autor.

Hay otro Tenorio memorable en nuestra población y no ciertamente por su protagonista, sino por Doña Inés: ¡como que hizo este papel, no una actriz, sino una gimnasta, norteamericana por añadidura!

Trabajaba en el Gran Teatro la hermosa artista Geraldine Leopold, que además de sus ejercicios en el trapecio, de sus danzas fantásticas y de sus tiros al blanco, ponía en escena algunos juguetes con un modesto cuadro Cómico que la acompañaba.

Como se aproximase la fiesta de Todos los Santos, el autor de estas líneas le indicó la idea de que representara la popular obra de Zorrilla, interpretando ella á Doña Inés de Ulloa. Al principio le asustó la proposición, pero después encariñóse con el pensamiento y concluyó por aceptarlo.

Estuvo ensayando cuidadosamente su papel y logró personificar á la hija del Comendador mejor que no pocas actrices.

Apesar de ser extranjera, su dicción resultaba correcta; únicamente una palabra le fué imposible pronunciar, filtro, y esa se le sustituyó en el verso por otra análoga.

Para caracterizar con toda propiedad al personaje envió á las monjas Calatravas de Madrid una muñeca, encargándoles que se la vistieran con un traje igual al que ellas usan, y la muñeca sirvió de modelo para que le confeccionaran el hábito.

No hay que decir que la Geraldine resultó una Doña Inés, encantadora, ideal, como sin duda la soñó Zorrilla.

Aprovechándose de sus aptitudes de gimnasta ideó una combinación escénica de gran efecto: la estatua que aparece y desaparece en la tumba no fue, como de costumbre, un lienzo pintado, sino ella misma.

Barrilaro, aquel cómico tan modesto como trabajador, que accidentalmente se hallaba en Córdoba, brindóse á servirle de traspunte, y como al verle en el escenario le dijésemos: pero hombre, ¿usted se dedica ahora á esto? nos contestó con orgullo: tal actriz merece que la apunte un actor.

El retrato de la Geraldine, vestida de monja, apareció en casi todos periódicos ilustrados, que trataron del acontecimiento artístico, y la hermosísima Doña Inés, como recuerdo de lo que ella calificaba de atrevimiento inaudito, nos envió una fotografía con la siguiente dedicatoria: "Sr. D. Ricardo de Montis y Romero: A usted que tanto ha ensalzado la interpretación que he hecho del papel de Doña Inés, con gran perjuicio del arte, le dedico este recuerdo, que le servirá de remordimiento de su conciencia. Su amiga, Geraldine Leopold. - Córdoba-7-11-97".

En nuestra capital, como en todas partes, la representación de Don Juan Tenorio ha originado multitud de incidentes graciosísimos.

Salgado, un pobre cómico de los de última categoría, declamó los versos de un modo tal que ni su autor los hubiera conocido, y como alguien le advirtiese las innovaciones de que los hacía objeto, se arrancó con una disertación literaria deliciosa. Los escritores, decía, se preocupan poco de la puntatura, por que eso lo dejan á la discreción y al talento del actor, y este es el que cuida, como lo hago yo, de darles la puntatura alta ó la puntatura baja, según lo requiere el caso.

No es necesario añadir que cuantos oyeron tal discurso quedaron completamente en ayunas de lo que había querido decir el revolucionario Don Juan.

Otro Tenorio exclamó á grito pelado en el Gran Teatro:

Si volvieran á salir

de las tumbas en que están

á las manos de Don Junan

volverían á Madrid.

Muchos aficionados han representado también en Córdoba el drama de Zorrilla, distinguiéndose don Manuel Lorenzo, que lo interpretaba con gran discreción.

Hace ya bastantes años, varios jovenes, de los cuales sólo uno ó dos habían pisado el proscenio, pusiéronlo en escena para destinar los productos de la entrada á la sociedad obrera La Caridad sin límites.

Y aquel fué un Tenorio memorable.

Hubo actor que no conformándose con decir su parlamento dijo el de los demás, y Don Juan, en el último acto, clamó con toda la fuerza de sus pulmones:

¡Yo, señor don Dios, creo en tí!

Además ocurrió el caso excepcional de que el apuesto sevillano á quien jamás causaron pavor ni muertos ni vivos, temblara de miedo en la escena del desafío con Don Luis, por temor de que este, á causa de su gran miopía, le' atravesase de una estocada.

¿Quieren saber los lectores quienes eran ambos? Don Juan el hoy aplaudido autor cómico Julio Pellicer; Don Luís el que suscribe estas notas.

Un redactor de un periódico local, antes de que se efectuara esta representación y sin tener en cuenta su fin benéfico, emitió ciertos juicios, nada favorables, de los improvisados actores.

Y los protagonistas de la obra le dedicaron una serie de cartas, que aparecieron en otro periódico, firmando cada cual la suya con el nombre del personaje que había interpretado, en las que le pusieron verde, según la frase vulgar.

Don Diego Tenorio se concretó á decirle lo siguiente: Yo no sé escribir, pero he leído hace pocos días unos versos de Sinesio Delgado y me limito á dedicárselos al crítico en cuestión. Helos aquí:

"Una turba de niños nos abruma

con la audacia sin fin del majadero,

se salen del pañal, cojen la pluma

y dejan la vergüenza en el tintero".

 

 

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LAS AVENIDAS DEL GUADALQUIVIR

 

El río cantado por los poetas,

en fama claro, en ondas cristalino,

el que fecundiza los campos andalnes [sic], el que rodea como un cintillo de plata nuestros vergeles, pierde, en ocasiones, la diafanidad de sus ondas, destruye los prados á que diera lozania, conviértese en horrible dogal del labriego y en vez de dulces y halagadores susurros parece que entona un himno salvaje á la destrucción y á la muerte.

No son frecuentes, por fortuna, tales transformaciones, sobre todo en Córdoba.

Aquí, durante el siglo XIX, sólo ocurrieron dos crecidas de proporciones verdaderamente aterradoras: una en el año 1876 y otra en el 1892.

La primera llegó á su periodo álgido el 13 de Diciembre y la segunda el 9 de Marzo.

Las aguas subieron por encima de los barandales del paseo de la Ribera, invadiendo las calles contiguas.

El barrio del Espíritu Santo quedó inundado por completo y también se anegó, en ambas ocasiones, el templo de Nuestra Señora de la Fuensanta.

En la inundación del año 76 quedaron aisladas dos personas, un hombre y un niño, en el sitio llamado "Lope García", subiéronse en un árbol y allí permanecieron, el niño atado á las ramas con una faja, toda una tarde, una noche, que debió ser horrible para aquellos desgraciados, y algunas horas de la mañana siguiente.

En esta, muchos vecinos de nuestra población vieron con curiosidad una extraña cabalgata compuesta de una carreta que conducía una barca y varios remeros y de algunos coches con autoridades y personas significadas de la capital.

Los curiosos siguieron á la comitiva que se detuvo en las inmediaciones de la finca denominada "Rabanales".

Allí los remeros botaron la barca, y después de atarla con un largo cable al tronco de un árbol, perdiéronse en ella, luchando con la corriente avasalladora.

Transcurrió una hora, hora de angustias mortales no sólo para aquellos héroes, sino para cuantos les aguardaban, y al fin apareció de nuevo la barquilla que conducía al hombre y al niño.

Un grito de júbilo se escapó de todos los pechos; todos los testigos de la escena, hombres, mujeres y niños, disputábanse los puestos para tirar del cable que había de arrastrar la pequeña embarcación hasta la orilla, y á los pocos minutos saltaban á tierra las víctimas salvadas y sus salvadores, provocando una verdadera tempestad de aclamaciones y de gritos de júbilo.

Otros actos análogos á estos se registraron en las dos inundaciones mencionadas.

También desarrolláronse escenas dolorosas entre los pobres vecinos del Campo de la Verdad, que veían desaparecer entre las aguas sus muebles, sus ropas y hasta sus ahorros.

Y en este conjunto de desdichas nunca faltaba la nota cómica, indispensable en todos los actos y momentos de la vida.

En la inundación del año 92 se anegó, á media noche, la casa de un periodista cordobés, tan conocido por su ingenio como por su tranquilidad prodigiosa.

Avisáronle los dependientes de la autoridad para que abandonase la casa referida, pues el río seguía creciendo, pero é1, después de enterarse del recado, se acostó tranquilamente y echóse á dormir como un bendito.

A la mañana siguiente tuvo que salir, caballero en un pollino, representando el papel de Don Quijote, sin escudero que le acompañara, pues á todos los demás vecinos de su calle les había faltado tiempo, como es lógico suponer, para ponerse en salvo.

El Palacio Episcopal sirvió de albergue á los moradores pobres del barrio del Espíritu Santo y lo mismo el Prelado que en cada una de estas épocas regía la Diócesis de Córdoba como las demás autoridades, corporaciones y particulares contribuyeron con esplendidez al socorro de los damnificados.

Con igual objeto organizáronse festivales y postuló la Estudiantina Cordobesa.

En Abril de 1902 apareció un album titulado El Guadalquivir, que contenía trabajos literarios de casi todos los escritores cordobeses, editado con el propósito de destinar los productos de su venta al mismo fin que los actos indicados.

Los famosos nadadores de la Ribera prestaron en estas ocasiones excelentes servicios, mostrándose incansables, generosos, caritativos y valientes hasta la exageración.

Los pacienzudos pescadores no desaprovecharon tampoco, dichas oportunidades para hacer buen acopio de sábalos, pez que ya no llega á nuestras riberas porque se lo impiden, valiéndose de diversas artimañas, muchas de ellas prohibidas, en Palma del Río y Peñaflor.

En Córdoba hay personas que sienten gran predilección, verdadero amor, por el paseo de la Ribera y el Guadalquivir ó bien por el Patio de los Naranjos de la Catedral.

Esas personas, generalmente ancianas, acuden todos los días á dichos lugares, que son sus únicos puntos de reunión y de esparcimiento; en ellos forman grupos y pasan las horas inadvertidas recordando sus años juveniles, sus aventuras, los episodios de las guerras carlistas y los principales sucesos ocurridos en nuestra capital de que aun conservan el recuerdo en su memoria.

Cuando ocurre una avenida los contertulios de la Ribera no se retiran un momento del indicado paraje ó de sus inmediaciones si no pueden llegar á él, ni de día ni de noche, observando si sube ó baja el caudal del río, si sus aguas son mas ó menos turbias que en otras crecidas, si arrastra mayor ó menor número de objetos, y contando á todo el que quiere oirles los mil accidentes de las riadas que han conocido.

Tales individuos constituyen la nota genuinamente cordobesa de las avenidas del Guadalquivir.

 

 

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LOS NACIMIENTOS

 

En Córdoba, como en toda España, se va perdiendo la costumbre, tradicional y poética, de instalar nacimientos que conmemoren la venida al mundo del Mesías.

Antiguamente en no pocos templos y en muchas casas de nuestra población se exhibían, al llegar la Noche-Buena, caprichosos riscos que, más ó menos fielmente, representaban el misterio sublime de la Natividad del Hijo de Dios, y había algunos que obtuvieron fama, si no por su propiedad porque de ella adolecen casi todos, por su méríto artístico, por sus grandes dimensiones, por su lujo ó por su acertada colocación.

Uno de los mejores era el de la familia de Barbero, del cual todavía se conservan restos que suelen utilizarse en los de algunas iglesias.

Don Manuel Matilla poseía otro notable, con gran número de figuras de movimiento.

También llamaba la atención el de doña Rafaela Criado, pues en él desde los Reyes hasta los pastores estaban vestidos con ricas telas. Tenía este nacimiento anacronismos enormes como el de aparecer delante del palacio de Herodes un magnífico carruaje con seis caballos empenachados y varios cocheros y lacayos vestidos á la Gran Dumont.

Pero el más original de cuantos recordamos poníanlo las señoritas de Amo Serrano. Todas las figuras, tanto de personas como de animales, estaban hechas de trapo, con una perfección extraordinaria, y vestidas con gran propiedad. Eran obra de las mencionadas señoritas.

De los instalados en los templos obtenía la predilección del público y especialmente de los niños el que el presbítero señor Cerro exhibió algunos años en la iglesia de San Basilio y después en la de Nuestra Señora de la Fuensanta.

Era de extraordinarias proporciones y tenía gran profusión de figuras, buenas y malas; fuentes, ríos, molinos, ciudades, cabañas y cuanto pudiera soñar la fantasía infantil, constituyendo un conjunto vistoso y agradable.

Ahora bien: examinándolo detenidamente encontrábane en él desproporciones é impropiedades graciosísimas como estas:

Sobre un árbol de una tercia de altura un enorme pájaro disecado y al pié del árbol un cazador mucho más pequeño que el ave á que apuntaba; en el tejado de una choza casi microscópica varios ratones de tamaño natural; en el río un barco con chimenea de vapor y, en primer término, un majo tocando la vihuela, con capa corta y sombrero calañés.

En la ermita de Nuestra señora de Consolación formaban antiguamente y todavía lo forman algunos años, un nacimiento de muy bonito conjunto.

Y finalmente, en el Colegio de Santa Victoria hay uno con figuras mecánicas que es una preciosidad.

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La industria, porque no merece el nombre de arte, de hacer figuras para los nacimientos, se halla todavía, en Córdoba, en el periodo rudimentario; no hemos adelantado en ella un solo paso, más bien hemos retrocedido, porque los muñecos que se confeccionan en la actualidad resultan peores que los antiguos.

Misterios, pastores, reyes, todo está cortado por el mismo patrón; no hay diferencia alguna entre los que se exhiben hoy y los que se presentaban hace medio siglo.

Aquí jamás se pensó en dar carácter apropiado á las figuras; ¿qué saben sus autores de historia, ni de usos, costumbres y trajes de la época de Jesucristo?

¿Tienen que representar un pastor? Pues lo representan con la indumentaria que usa en nuestros tiempos: zahones, zamarra y sombrero cordobés; ¿quieren darle una pareja? Pues hacen una zagala con refajo colorado y sombrero simulando los de palma que usan nuestras mujeres para las faenas agrícolas.

En cuanto á los Reyes magos, como no han tenido á mano un Rey en traje de corte que copiar, copian los de la baraja y listo. Compare el lector unos y otros y apreciará la gran semejanza que hay entre ellos.

En los animales se nota muy poca diferencia; todos se reducen á unos pegotes de barro con cuatro alambres. Si están pintados de blanco son ovejas, si de negro lechones; si en la parte que figura la cabeza tienen otro par de alambres ya están convertidos en cabras ó en burros, según la posición de aquellos y así podríamos ir citando otras variaciones hasta lo infinito.

Un periodista cordobés de excelente humor, don José Navarro Prieto, tenía en el bufete de su despacho varios de estos animalitos y cuando le visitaba algún forastero enseñábaselos como muestra de los prodigios que sabemos hacer en Córdoba.

Pero está justificada esa falta de arte, pues las personas que tienen buenos nacimientos no adquieren las figuras aquí, sobre todo desde que no vienen los vendedores de Granada que solían traer algunas bien hechas, y los toscos muñecos que se exhiben, al aproximarse la Noche-Buena, en los alrededores del Mercado, destínanse sólo á juguetes de los pequeñuelos, que los rompen apenas caen en sus manos.

Por eso los padres, cuando van á comprar á sus hijos pastores, sólo buscan lo más barato, y como el precio está en relación con la calidad, suelen decir al preguntarles el vendedor si los quieren finos ó bastos: mientras más malos mejor, porque ... ¡para lo que van á durar!

Pero cualquier muchacho, el día de Noche-Buena, como logre poseer varios de esos monigotes que él no cambiaría por una escultura de Montañés, una pandereta de relucientes platillos ó una zambomba llena de lazos y tirabuzones, y una caña dulce muy gruesa y muy larga, se considera más feliz que todos los potentados de la tierra.

¡Dichosa edad en que á tan poca costa se satisfacen nuestras ambiciones!

 

 

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RAFAEL ROMERO DE TORRES

 

Cien veces cogí la pluma para dedicar una de estas notas al cordobés más artista y al artista mis cordobés que hubo en su tiempo y otras tantas la abandoné con desesperación por negarse á expresar los sentimientos de mi alma.

¿Y cómo no? si Rafael Romero de Torres era mi mejor, mi único amigo, pues nos unían afinidades de ideas, de orientaciones, de gustos y, sobre todo, el lazo más indestructible que puede ligar á los seres humanos, la adversidad.

El sufrió, corno yo he sufrido, desengaños sin cuento, de esos que hacen desaparecer para siempre las esperanzas y las ilusiones; fué víctima de las injusticias sociales; padeció los aguijonazos de la envidia, el aspid más ponzoñoso de la tierra, y tras una lucha titánica rindióse al fin, con la sonrisa en los labios para que no sufrieran los seres queridos que le rodeaban, con la santa y hermosa resignación del justo.

Y yo que vengo, como el, librando descomunal bata-

lla con el destino, desde hace muchos años, y que también caeré á la postre herido mortalmente por las saetas del infortunio, al recordarle siento algo tan hondo, tan intenso que no lo puede expresar el lenguaje con la elocuencia del verbo ni con la precisión de la palabra escrita.

*

Su rostro moreno, su frente despejada y serena, sus ojos en los que reverberaba la luz de la divina inspiración, su barba abundante y negra como los pesares que nunca le abandonaron, traían á la memoria aquellos versos admirables de Pedro Antonio de Alarcón:

"Yo soy un noble moro

debajo de este frac"

porque un moro era Rafael Romero, un moro por su figura, por su imaginación soñadora, por sus excepcionales dotes artísticas, por la fogosidad de sus sentimientos, por su indolencia verdaderamente musulmana.

Un moro digno hermano de aquellos que trazaran los incomparables arabescos de nuestra Mezquita, por él reproducidos fidelísimamente; un verdadero prodigio en el manejo del lápiz y de la pluma.

La Escuela provincial de Bellas Artes de Córdoba, plantel de pintores, escultores y obreros notabilísimos, se honró contándole entre sus alumnos y de ella salió, pensionado por la Diputación, para completar los estudios en Roma.

*

En la ciudad de los Césares halló inagotables fuentes de inspiración y empezó á trabajar con fe, con entusiasmo, con ansias de triunfos y con sed de gloria.

Pronto sus dibujos llamaron la atención y comenzó á adquirir notoriedad, no solo por sus aptitudes especialísimas para el arte á que se dedicaba sino por su carácter franco y expansivo, por su ingenio, por su gracia, verdaderas llaves ganzúas que le franqueaban todas las puertas.

En uno de los famosos carnavales de Roma él obtuvo uno de los premios más difíciles de conseguir: el que se destinaba á la máscara que mejor caracterizase á un personaje histórico ó legendario con el disfraz de menos valor.

Rafael Romero concurrió al concurso representando al tipo más español que pudo concebir la imaginación: á Don Quijote.

Un secretario de nuestra Embajada en el Quirinal, al hacer un viaje á Córdoba, nos contó á varios amigos una escena digna de ser narrada con pluma de oro.

Celebraba su fiesta onomástica el gran pintor Madrazo y vanos de sus compatriotas, todos artistas, decidieron obsequiarle con una serenata; el obsequio típico de nuestro país.

En el estudio de otro pintor cambiaron sus ropas por trajes andaluces y allá fueron á festejar al ilustre Madrazo.

Poco después, ante la morada de aquel, formóse un grupo de gente alegre y bulliciosa: de pronto, á sus risas y á sus charlas sucedió el silencio más profundo; oyóse el rasgueo de una guitarra pulsada magistralmente y una voz de potencia extraordinaria, de timbre argentino, una voz que parecía sobrenatural empezó á entonar canciones españolas con un gusto, con un sentimiento prodigiosos.

Los transeuntes se detenían; el vecindario de las casas próximas asomábase á los balcones, seducido por aquel maravilloso concierto y cuando Madrazo, lleno de júbilo, abrió las puertas de su espléndida mansión á los amigos que de tal modo le agasajaban, rodeábales un inmenso gentío, presa de la emoción que produce todo lo grande.

¿Sabeis quiénes eran los concertistas? El que cantaba Gayarre; el que le acompañaba con la guitarra Rafael Romero de Torres.

*

Al regresar á España empezó á trabajar con grandes entusiasmos; anuncióse una Exposición nacional de Bellas Artes en Madrid y á ella concurrió, presentando una de sus obras.

El jurado acordó concederle una segunda medalla; los amigos de Romero de Torres que supieron el fallo antes de que se publicara felicitaron al pintor cordobés por su triunfo, porque un triunfo era lograr tal recompensa en el primer concurso en que tomaba parte, pero sucedió lo que ocurre frecuentemente; pusiéronse en juego grandes influencias á favor de determinados artistas; había necesidad de adjudicar una segunda medalla á uno de ellos y todas estaban ya distribuidas. ¿Qué hacer en tal caso? iBah! muy sencillo; quitársela al que tuviera menos recomendaciones. Ese fue Rafael Romero, quien, por arte mágico, vió convertida su recompensa en una de tercer orden.

Esta injusticia prodújole una impresión indescriptible; disipó sus ilusiones, mató sus esperanzas y por qué no decirlo? le costó la vida.

Puede afirmarse que desde entonces el pintor cordobés no volvió á coger los pinceles con gusto y solo trabajó lo indispensable para subvenir modestamente á las necesidades de la vida.

Uniéronsele á la decepción indicada desengaños en otros órdenes, terribles desgracias de familia, un cúmulo tal de infortunios que acabó por rendirle, por doblegarle, por inferirle una herida mortal, primero en su espiritu, después en su cuerpo.

Romero de Torres quiso resistir heróicamente los embates de la adversidad, pero no pudo.

Unicamente logró conservar hasta los últimos instantes de la vida su ingenio, su gracia, las dotes que le dieron gran popularidad y le proporcionaron las simpatías de todos, el cariño de muchos.

En cierta ocasión el autor de estas líneas fue con él á Sevilla en un tren botijo. A poco de llegar á la ciudad de la Giralda un amigo de ambos nos presentó á un enamorado delas Bellas Artes, poseedor de una gran fortuna, que tenía sumo interés en conocer á Rafael Romero.

Viejo alegre, amigo de la diversión y de la broma, encantóle el carácter del joven pintor y pronto organizó en su obsequio una juerga deliciosa.

Fuimos á dar con nuestros huesos en la famosa Venta de Eritaña y allí Rafael Romero hizo gala de sus múltiples habilidades, derrochó el buen humor, demostró lo que era, un verdadero artista, encantando á nuestro esplendido anfitrión.

Al amanecer regresamos á la ciudad, satisfechísimos de la gira. Romero y yo nos dirijimos, para descansar, á la casa de unos parientes suyos.

Estos nos recibieron con estrañeza, exclamando: ¡Todavía están ustedes aquí! ¿Pero no se marchaban anoche?

Sí, les conteste yo; teníamos el propósito de habernos marchado, pero perdimos el tren.

Y lo hemos estado buscando hasta ahora, agregó Rafael Romero con su tranquilidad característica.

*

Las tres obras principales del malogrado pintor cordobés constituyen un hermoso poema; el del infortunio, el de la desgracia que fue el poema de su vida.

Representa una de ellas al obrero que vuelve á su hogar sin haber encontrado trabajo, triste y meditabundo; el hijo hambriento le pide pan; la esposa le contempla queriendo inútilmente ocultar sus lágrimas; el pequeñuelo le tiende los brazos, alegre, sonriente, sin comprender el drama sombrío que se desarrolla á su alrededor.

En otro cuadro ese obrero se aleja de la madre patria que le abandona para buscar el sustento en países remotos. Sobre la cubierta del barco se agrupan los emigrantes, montón informe de carne humana envuelta en harapos que la sociedad arroja lejos, temerosa de que le contamine su miseria.

En el tercer lienzo está el desenlace de la tragedia; el pobre obrero encontró, al fin, trabajo y si antes por falta de él moría ahora el trabajo le ha producido también la muerte. Por una imprevisión, por un descuido, por un accidente cualquiera, cayó del andamio y fue á estrellarse contra las piedras de la calle.

Allí está el cuerpo inerte, en un admirable escorzo, rodeado del sacerdote y sus acompañantes que han acudido para administrarle los últimos Sacramentos.

Estás obras, pobres de colorido según los inteligentes pero maravillosas en cuanto al dibujo impresionan y, hablan al alma, lo cual no consiguen las producciones modernistas en boga que nada dicen, aunque según sus autores, tengan un simbolismo, pues es tan difícil de descifrar como los geroglíficos [sic] de la escritura primitiva.

*

Muertas sus ilusiones, deshecho su hogar, agobiado por toda clase de sufrimientos, una terrible enfermedad moral y una cruel dolencia física se apoderaron de él y le rindieron en plena juventud, tras lucha tenaz y desesperada.

Allá en la alegre casita de sur padres, llena de sol y de flores, en el mismo lugar donde se meciera su cuna, pasó los últimos días de su desventurada existencia, en un principio acariciando proyectos para realizarlos cuando recobrara la salud, después, convencido de que su fin se aproximaba, ya distraido con entretenimientos infantiles, ya abismado en la lectura de libros piadosos y siempre resignado con su fatal destino.

La lucha cesó al fin, en este mísero campo de batalla que llamamos mundo había un cadáver más, saeteado por la envidia y por las malas pasiones.

Manos cariñosas envolviéronlo en un burdo sayal de religioso, vestidura digna de quien fue un mártir, y una tarde, llena de tristezas y melancolías, varios amigos le acompañamos hasta el cementerio.

El lúgubre ruido que produce la tierra al caer sobre el ataud crispó mis nervios, prodújome un espantoso calofrío y me hizo despertar á la realidad cruel y aterradora. Acababa de perder á uno de los seres con quienes me ligaban más estrechos lazos; á mi mejor, á mi único amigo.

Acaso esta nota desentone entre todas las que constituyen el presente libro; ¡como que está escrita con las hieles que rebosan de mi alma!

Pero yo no podía prescindir de consagrar aquí un recuerdo al artista más cordobés y al cordobés más artista de los tiempos actuales.

Y si al lector no le agrada el epílogo de esta obra perdóneme, teniendo en cuenta que sólo es un desahogo de mi corazón, como dijo de su "Canto á Teresa" el insigne autor de El Diablo Mundo.

 

 

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