Red Municipal de Bibliotecas de Córdoba

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Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 2 (1914)

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 portada vol 02

ÍNDICE

1. La calle de la Feria
2. Monomaniacos y locos
3. El horno del pan
4. Don Julio Degayón
5. La Plaza de Toros
6. Conversaciones de ultratumba
7. Botineros y zapateros
8. Matías el del queso
9. La plaza de Capuchinos
10. Manifestaciones públicas
11. La seda
12. Don Agustín Moreno
13. Los cementerios
14. Un sacristán con bigote
15. Los plateros
16. El Padre Cordobita y el Piñón
17. Tipos callejeros
18. Las Turbas
19. La barbería
20. Lápidas conmemorativas y primeras piedras
21. Copistas y plagiarios
22. Reuniones de confianza
23. De música
24. Un sermón que proporciona una mitra
APÉNDICE: Un escritor muerto en Córdoba y una poetisa cordobesa desconocida en esta ciudad

 

 

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LA CALLE DE LA FERIA

 

Fue en tiempos antiguos la vía principal de Córdoba y hoy es una de la más típicas de nuestra población, aunque la mayor parte de sus primitivas casas, llenas de balcones y ventanas como las de la plaza de la Corredera ha sido sustituida por edificaciones modernas, especialmente en la parte superior, próxima á la calle de la Librería.

Una feria que la cofradía del Hospital del Amparo celebraba en este lugar le dió su nombre primitivo, sustituido por el de San Fernando en el año 1562.

Como estas notas son de historia contemporánea, nada hemos de decir de los actos y fiestas de que fué teatro la calle de la Feria en tiempos remotos, tales como proclamaciones de reyes, justas y torneos y corridas de toros y cañas; ni de las ejecuciones de reos verificadas en ella; ni del maravilloso decorado que ostentó en el año 1636 con motivo de las funciones de desagravio al Santísimo Sacramento; ni aún siquierra [sic] de la figura colosal semejando un jigante de veinte varas de altura colocada cerca del templo de San Francisco para que por debajo de ella pasara la mascarada que recorrió esta ciudad en el año 1789, al efectuarse la proclamación de Carlos IV.

Ya en la época presente en esta calle estaba gran parte de la industria y del comercio de Córdoba.

En sus amplios portales hallábanse las tonelerías, cuyos dueños se dedicaban, á la vez que á la fabricación de barriles, cubos y demás objetos análogos, á adobar las aceitunas, en lo cual no tuvieron competidores.

Casi todos los cordoneros de la población habitaban aquí, y en las anchas aceras de la calle instalaban tornos y carretes para poder realizar con holgura las principales tareas del oficio.

Renombrados plateros tenían sus talleres en la citada vía y en ella, aunque en lugar distinto del que antes ocupara, figura aun uno de los establecimientos de tejidos más antiguos de esta ciudad; el conocido por la tienda de los Catalanes.

Otros industriales mucho más modestos que los citados vivían también en la calle de la Feria; los paragüeros y abaniqueros que se dedicaban, no á fabricar, sino á componer abanicos, paraguas y sombrillas. Entre ellos sobresalía, por su historia y por su tipo, el famoso Goiceda, ya citado en esta obra, que se titulaba jefe de los ejércitos de don Carlos de Borbón.

En un humilde portal, próximo á la Cruz del Rastro, tenla su morada un pobre hombre que se ocupaba en pintar las tablillas con los exvotos que cubren las paredes de algunas iglesias.

Este individuo, en cierta ocasión en que por la falta de trabajo se encontraba en la miseria más espantosa, acudió, para que lo socorrierra, al Obispo de la Diócesis, enterado de su inagotable caridad.

Contóle sus cuitas; el Prelado le preguntó á que se dedicaba, y como el pordiosero contestara con la mayor ingenuidad: señor, á hacer milagros, el Obispo no pudo contener esta exclamación de sorpresa: ¡con que usted hace milagros y, sin embargo, no tiene que comer!

La calle de la Feria en ciertos días y en determinadas épocas era lo que vulgarmente se denomina un coche parado.

¡Cuánta animación había en ella la mañana del día del Corpus y la tarde del Viernes Santo con motivo de las procesiones! En sus balcones y ventanas, llenos de lujosas colgaduras, y en sus portales y en sus aceras, agolpá'base medio Córdoba, hombres y mujeres luciendo los trapitos de cristianar, las galas reservadas para las fiestas solemnes.

Y cuando se registraba una gran avenida del Guadalquivir, y en las noches de paseo en la Ribera, y en las veladas de San Juan y San Pedro todo el pueblo desfilaba por esa calle, que constituía el centro de la animación de Córdoba.

Y en las calurosas noches del estío los vecinos formaban tertulias en las aceras de sus casas, mientras las mozas paseaban desde la Cruz del Rastro hasta la fuente, en animados grupos, acompañadas de sus novios, que las agasajaban con el ramo de jazmines, los modestos dulces y el agua fresca de las porosas jarras en las clásicas mesillas de las arropieras.

A las altas horas de la madrugada organizábase en la ermita de la Aurora la procesión del Rosario, volviendo á animar dicha calle y sus inmediaciones.

Las noches de los sábados tenían que renunciar al sueño los moradores de aquellas casas, pequeñitas pero muy alegres, llenas de balcones y ventanas convertidos en jardines. ¡Cómo dormir oyendo las continuas serenatas conque músicos de profesión y aficionados obsequiaban á nuestras mujeres!

¡Cuántas veces sorprendió el día á aquel popular y malogrado artista fundador del primitivo Centro filarmónico, sentado frente á su casa en unión de varios amigos y compañeros, tocando uno de esos originales paso-dobles que encierran en sus notas el alma cordobesa!

Hoy la calle de la Feria ó de San Fernando no es ni una sombra de lo que fué; se ha quedado en un extremo de la población; el comercio ha huido de ella buscando el centro; tonelerías, cordonerías y demás industrias han desaparecido casi totalmente y ya no se verifican allí. fiestas ni veladas tradicionales.

El último acto memorable celebrado en dicho lugar fué el solemne descubrimiento de la lápida conmemorativa que aparece en la fachada de la caca donde murió el inspirado músico Eduardo Lucena.

Ni aún siquiera durante al piso de las procesiones del Corpus Christi y del Santo Entierro se aglomera allí actualmente el gentío que antes, porque la mayoría del público se sitúa en los lugares más céntricos de la carrera.

Sólo un día de la semana, el domingo, acuden á la calle de la Feria personas de los puntos más distantes de la población; los fieles enemigos de madrugar que van á oir la Misa de doce y media en la iglesia de San Francisco.

Y para que la transformación de este bello paraje de Córdoba resulte más completa y más sensible, muchas de sus humildes viviendas, que fueron templos de la honradez y del trabajo, hánse convertido en tugurios del vicio donde se alberga toda la hez de la sociedad.

¡Tristes mudanzas de los tiempos!

 

 

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MONOMANIACOS Y LOCOS

 

Seguramente si yo hubiera tenido la desgracia ó la fortuna de abandonar este mundo en la época á que voy á referirme, habría muerto en olor de santidad.

Porque sólo un santo puede sufrir con la paciencia con que yo los sufría la persecución y el asedio constante de una turba de locos y monomaniacos.

Escribía yo entonces en dos periódicos locales, La Lealtad y El Comercio de Córdoba, y las redacciones de ambos habíanlas convertido en puntos de reunión y centros de tertulia y discusiones varios hombres de caracteres, aptitudes, aficiones, edades y gustos muy diversos, pero todos, para mi castigo, completamente chiflados.

Diariamente, entre dos y tres de la tarde, aparecía en el amplio salón del palacio de los Condes de Torres Cabrera destinado á la redacción de La Lealtad, una figura tétrica, que llegó á inspirarme un terror profundo.

Era un señor de cincuenta y cinco á sesenta años de edad, alto, derecho como una pértiga, enjuto de carnes, con bigote y con perilla negros, merced á la química, vestido de negro también, ostentando larga levita cerrada como si fuese á presidir un funeras. [sic]

Este señor, militar retirado, poseía un rostro en armonía con su indumentaria, es decir, severo y triste.

Avanzaba por el salón como un espectro, saludaba cortésmente á los redactores, sentábase ante una amplia mesa llena de periódicos y empezaba á repasarlos con avidez.

Era la época en que la prensa discutía y comentaba las reformas militares de Cassola, y mi hombre, gran admirador de este general, apenas leía una censura dirigida a su obra, montaba en cólera, levantábase del asiento como impulsado por un resorte y con voz hueca y resonante empezaba á pronunciar un discurso en defensa de su ídolo.

Los de la casa aguantábamos el chaparrón sin desplegar los labios, pero lo temible era que algún visitante inoportuno llegara en aquellos momentos é hiciera, la más mínima objeción á los alegatos del defensor de Cassola.

Entonces ¿quién resistía la catilinaria?

Muchas veces interrumpía uno de estos discursos la presencia de otro diario contertulio, más temible todavía que el citado.

Era también hombre de edad avanzada, grueso, fornido, nervioso, de genio avinagrado.

Teníase por gran latinista y ¡ay de quien dudara que lo fuese!

Por dudarlo se captó un colega suyo, no ya la enemistad ni la antipatía, sino el odio de aquel monomaníaco, un odio implacable, espantoso, feroz.

Era su obsesión, su pesadilla, el causante de sus trastorno mental.

Penetraba el viejo Dómine en la redacción, muchas veces sin decir buenas tardes, acercábase á la mesa de los periódicos, daba en ella un terrible puñetazo que nos hacía temblar á todos, y con acento cavernoso exclamaba: ¿ustedes creen que ... ese, aquí un adjetivo denigrante, sabe mis latín que yo?

Y había que contestarle en el acto, negativamente, porque de lo contrario peligraban las personas y hasta el edificio.

Si alguna vez un desdichado, no conociéndole, se atrevia á salir á la defensa de la persona vilipendiada por el Dómine, las imprecaciones, las voces y los denuestos se oían en la carrera del Pretorio.

Mi compañero el malogrado poeta Fernández Ruano abandonaba la pluma y las cuartillas, salía pálido y tembloroso, cogía el bastón y el sombrero sin que le vieran y ponía piés en polvorosa, diciendo para su interior: ahí queda eso.

El latinista en cuestión, para quien no había en España más que un poeta, Menendez Pelayo, se decidió una vez, una sola, á pulsar la lira con el objeto de escribir la semblanza de un periodista vengándose de algo que le había dicho en letras de molde.

Muchos días tardó en concluir su obra, pero quedó satisfecho de ella; indudablemente pensaba que había ya dos poetas, Menéndez Pelayo y él.

Una tarde me leyó la composición; era un soneto ó cosa parecida, que empezaba así:

"Novele picapleitos, su figura

del gran Quijote es la efigie vera".

Después de oirlo, por una irreflexión propia de mis pocos años, me atreví á decir:

Yo los dos primeros versos los hubiera escrito de este modo:

"Picapleitos novel, es su figura

del Quijote la imagen verdadera".

Quedóse mirándome fijamente el autor de la semblanza, y ¿cree el lector que me dió un puñetazo?, pues nada de eso; replicóme, al mismo tiempo que me golpeaba cariñosamente en un hombro: chico, tú llegarás á tener tanto talento como yo.

*

Así como la redacción de La Lealtad era el casino de los desequilibrados y monomaniacos, la de El Comercio de Córdoba estaba convertida en el centro de reunión de los locos de remate.

Mucho antes que yo llegaba todas las mañanas un pobre joven, que perdió la razón cuando estaba concluyendo la carrera eclesiástica, y, sin decir una palabra, sentábase ante un bufete y empezaba á escribir articulos acerca del cultivo del mijo.

Diariamente llenaba cincuenta ó sesenta cuartillas, las cuales iba entregando á todos los cajistas que entraban por original.

Sólo interrumpía su labor al penetrar en el despacho alguna persona agena á la casa, para decirle: usted dispense la pregunta: ¿ha ido usted á confesar este año? ó para arrodillarse ante ella y pedirle perdón, todo lo cual originaba al visitante, si no conocía al loco, el estupor consiguiente.

Cuando el desgraciado joven se marchaba iba á sustituirle -yo creo que tenían distribuidas las horas- otro demente, joven también, con chaqueta corta, aunque su tipo no era flamenco, y los dedos llenos de sortijas de estaño.

Ocupaba el asiento que su antecesor había dejado vacante y dedicábase, como aquel, á escribir, pero no artículos sobre el mijo, sino música.

Y cuando más abstraído estaba yo en mi trabajo sorprendíame una extraña combinación de notas que solfeaba el artista para apreciar mejor el efecto de su obra.

Estos dos locos eran mis asíduos compañeros, pero además me visitaba frecuentemente aquel famoso coleccionista Don Luis, á quien recordarán los lectores, para encargarme que le buscara libros, plumas, céntimos ó los demás objetos que en diversas épocas se dedicó á reunir.

Y de vez en cuando también surgía en mi despacho la figura venerable, patriarcal, de un anciano maestro de primera enseñanza, de luenga barba y largo y raído gabán, que perdió el juicio estudiando la astronomía y para quien la suprema felicidad hubiera consistido en tener una mesa dispuesta de modo que, mientras él comía, pasaran por debajo de los platos tubos de agua hirviendo para que los alimentos no se enfriaran.

Este buen viejo era muy poco molesto, pues se marchaba enseguida, á menos que encontrara á don Luís en la redacción.

Entonces ambos sostenían conversaciones interminables, siempre sobre ciencias; generalmente sobre matemáticas ó astronomía.

Y, cosa extraña, nadie al oir una de estas conferencias hubiera podido calificar de locos á los conversantes.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

En una madrugada muy fría de Diciembre las campanas de las iglesias tocaron la señal de fuego; éste se había iniciado en una casa del Campo de la Verdad.

Allí me encaminé en cumplimiento de la misión periodística y cuando atravesaba el puente romano, recordando el día que me habían dado mis amigos se me ocurrió decir: ¡gracias á Dios que aquí estoy libre de locos!

Al mismo tiempo una aparición estraña, algo así como un fantasma, llenóme de espanto.

En el nicho que había enmedio del puente, frente la imagen de San Rafael, hallábase en pié, rígido, inmóvil, el anciano de la luenga barba y el largo y raído gabán.

¡Estaba dedicado á las observaciones astronómicas!

 

 

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EL HORNO DE PAN

 

El pan de Córdoba, como el de Alcalá de Henares, siempre ha, tenido fama por su inmejorable calidad y las antiguas tahonas cordobesas, muy distintas de las actuales, también la tuvieron, según lo demuestra el hecho de que dieran nombre á muchas calles de nuestra población como las del Horno del Cristo, del Veinticuatro, del Duende, de San Juan y otras.

Dichas tahonas estaban establecidas en casas grandes, con patios y corrales amplios, llenos de parras, enredaderas y dompedros, con locales espaciosos para depósitos de trigo y harina, cuadras, almacén de hijuelas, nombre dado por los panaderos al ramaje que destinan á caldear el horno, gallineros con infinidad de aves y hasta cebaderos de cerdos, pues los residuos de la harina, el moyuelo y las pasaduras, destinábanlos á alimentar esos animales.

Los dueños de las tahonas modernas no pueden dedicarse á la cría de aves de corral ni de ganado porcino porque las harinas que hoy compran no tienen desperdicios: desde sus envases van directamente á las máquinas de elaborar el pan

Por esta circunstancia también ha desaparecido un oficio que ejercían muchas mujeres, el de mondadoras y ahechadoras, consistente en limpiar y cerner el trigo y he aquí cómo el progreso ha quitado un medio de subsistencia á las innumerables hijas del pueblo que antes ganaban, honradamente, un jornal en las tahonas.

El horno de hoy, lleno de máquinas movidas por la electricidad, en nada se parece, como ya hemos dícho, al de hace cuarenta años, en el que únicamente se utilizaban la fuerza de una caballería encargada de dar vueltas al torno y los brazos robustos de los panaderos.

Estos sólo trabajaban durante la noche, costumbre que ha desaparecido hace poco tiempo; á la hora convenida despojábanse de la mayoría de sus ropas, quedando medio desnudos en todas las estaciones, porque la dureza de la labor lo requería, y aprestábanse unos á echar la levadura, otros á labrar la masa, estos á confeccionar las diferentes piezas de pan, un muchacho á arrear la caballería, otro á reponer las hijuelas que se iban quemando en la capilla, el maestro de pala á introducir el pan en el horno y á sacarlo cuando estaba en punto de cochura.

Aquel era un enjambre de laboriosas abejas que no permanecían ociosas ni paradas un momento, que trabajaban sin tregua, alegres, canturreando en voz baja para no despertar al vecindario.

Pero merced al silencio de la noche, los cantares, el continuo crugir de las ruedas del torno, las voces del rapaz animando á la bestia cuando acortaba el paso cansada de dar vueltas, repercutían en el espacio para martirio de las personas de sueño ligero, según la frase popular.

Y en las primeras horas de la mañana, cuando había terminado la tarea, encargábanse de sustituir á todos estos ruidos, á fin de que los vecinos continuasen en vela, los monótonos gritos de ¡unooo! ¡dooos! ¡treees! etc., con que el encargado de surtir á los vendedores ambulantes iba contando los panes que les entregaba.

Durante las épocas de calor, en las tahonas que no tenían local amplio, y eran las menos, sacaban las tablas con el pan á la calle para que se refrescara y no produjera malos efectos la levadura. Y más de una vez en la calle del Portillo ó en la de Maese Luis, un borracho cayó de bruces sobre las dichas tablas, originando el estropicio consiguiente.

En los tiempos á que nos referimos no había tanta variedad como hoy en las piezas de pan.

Sólo se confeccionaban los panes enteros, las bogas ú hogazas de medio pan, los minguitos, nombre genuinamente cordobés, y las rosquillas.

No se conocían entonces las teleras, los bollos, los roscos y otras piezas que se venden en la actualidad.

Y sólo se elaboraban dos clases de pan, el moreno para la gente del campo y el blanco, al que debería haberse denominado trigueño, pues era de color de las espigas en Agosto y de la tez de las cordobesas, como hecho solamente con harina de la que producen los fértiles campos andaluces, sin amalgamas de ninguna especie.

Y ese pan resultaba mucho más nutritivo y sustancioso que el de ahora, aunque no tuviese su blancura.

En muchos hornos también hacían tortas, polvorones, perrunas y durante la Semana Santa los clásicos hornazos.

Y los dueños de algunas tahonas, como la situada en la calle de Valladares, establecían un despacho nocturno en el portal de sus casas, al que iban los trasnochadores para comprar la rosquilla caliente ó la torta que había de servirles de cena.

En las noches de los sábados las panaderías estaban concurridísimas; los cazadores y las familias que marchaban á pasar el domingo en el campo, los jóvenes que la echaban de parranda obsequiando con serenatas á las novias, acudían á los hornos para proveerse del principal elemento de nuestra alimentación ó de las sabrosas tortas que luego eran regadas con aguardiente.

En estas noches y en la Semana Santa redoblábase el trabajo; no había ya brazos que pudieran amasar, ni pedazos de hojalata en que poner las tortas; pero en cambio llenábanse de cuartos, no las esportillas destinadas habitualmente al dinero, sino las espuertas que utilizaban en su trabajo las ahechadoras.

Por la mañana, muy temprano, echábase á la calle la sección de caballería de los hornos; el muchacho, también medio desnudo, que llevaba las bestias al abrevadero ó iba á llenar de agua, para hacer la masa, los viejos cántaros de cobre, y los repartidores, suprimidos recientemente.

Eran estos, también, tipos clásicos de Córdoba; montados en jacos enormes, con unos cofines más enormes

aún, recorrían toda la población, á paso corto, que sólo aceleraban cuando veían á la comsión encargada del repeso, desconchando las paredes de las calles estrechas, poniendo en peligro á los transeuntes y apaleando las puertas de las casas de los parroquianos, procedimiento de llamar originalísimo, á la vez que gritaban con toda la fuerza de sus pulmones ¡el panaderooo!

Muchos de los citados vendedores tenían un sistema especial para llevar la contabilidad de los panes que entregaban al fiado; por cada cuarterón hacían una raya, con un lápiz, en la fachada de la casa del deudor, y ocurría frecuentemente que el blanqueador se encargaba de liquidar la cuenta.

No es necesario decir las broncas que estos saldos originaban, pues á veces la deuda ascendía á varios caminos, ni los altercados que producía el deterioro de los quicios de las puertas cuando suavemente los rozaba la dura piel que, á guisa de coraza, lucían los cofines.

Entre los dueños de tahonas, hombres, por regla general, chapados á la antigua y de sanas costumbres, había varios muy populares en Córdoba.

Era uno de ellos el del horno del Amparo, don Rafael García, que profesaba un cariño paternal á sus trabajadores.

Rafalico, como le llamaban generalmente, cuando recibía una invitación para asistir á un funeral que se celebraba por la mañana, en horas en que á él le era imposible abandonar el negocio, llamaba á un operario de los más formales y le decía: toma el jornal, ve á tu casa, se lo entregas á tu mujer, te pones la mejor ropita que tengas y vuelves.

Cumplía el obrero la orden, y al regresar Rafalico seguía su peroración: ahora vas á ir al entierro de fulano de tal, que se celebra en tal iglesia; hablas con los dolorido, y les dices que llevas mi representación porque yo no puedo ir.

Toma esta peseta por si se te ocurre algún compromiso, y cuando termine el acto vienes de nuevo á buscarme.

Así lo hacía el trabajador, y al volver era sometido por su amo al siguiente interrogatorio:

¿Ha habido mucho duelo? ¿Quiénes han presidido? ¿Qué has gastado de la peseta?

Contestadas satisfactoriamente todas las preguntas, don Rafael García recomendaba con gran interés á su operario que se marchase á su casa á dormir, sin entretenerse en el camino y que diera á su mujer el resto de la peseta, si el buen hombre no había gastado todo el capital.

¡Y hay de él si el amo se enteraba de que no cumplía tales encargos al pié de la letra!

Don José Toribio, propietario de la tahona de la Fuenseca, también se distinguía entre sus colegas de industria por la jovialidad de su carácter, su gracia y su ingenio.

Era gran amigo del famoso Lagartijo y tenía una tertulia cotidiana en el café Suizo, á la que acudían innumerables personas sólo para pasar un buen rato oyéndole.

Cierta noche, uno de los concurrentes, de profesión tabernero, para sacarle á barrer empezó á decir que los panaderos siempre daban falta su mercancía.

¡Mira quien habla! -exclamó con su hueca y ronca voz Toribio;- precisamente esta mañana fuí á tomar una chicuela á casa de fulano y ¿á que no saben ustedes hasta dónde llegaba el aguardiente en la copa que me sirvió?

-Hasta los arcos- replicó el tabernero.

-¡Que disparate- objetóle Toribio -ni siquiera tapaba los cuchilletes!

Una carcajada general acogió el ingenioso equivoco de los arcos de la copa con los del Puente.

 

 

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DON JULIO DEGAYÓN

 

Aunque no vió la luz primera en la ciudad de la Mezquita era un cordobés neto y merece, por tanto, figurar en estas Notas.

Don Julio Degayón nació en Sevilla y estudió la pintura en la Academia de don Manuel Barrón y en la de Bellas Artes de Santa Isabel de dicha capital.

En el año 1865 trasladó su residencia á Córdoba y aquí permaneció el resto de su vida, desempeñando primero una clase en la desaparecida Escuela provincial de Bellas Artes y después ejerciendo el cargo de auxiliar en la Escuela de Artes y Oficios.

¿Quién no lo recuerda? Hombre de facciones duras y de faz abotargada, recio de cuerpo, pausado en el andar y en la conversación, tipo genuinamente andaluz, gran aficionado á la clásica fiesta de toros, consiguió una extraordinaria popularidad, más que corno artista y profesor como persona de gracia, según se dice en esta tierra.

Produjo escaso número de obras pictóricas pero todas muy estimables por la corrección del dibujo y la justeza del color.

Algunos de sus cuadros valiéronle premios en diversas exposiciones provinciales

Por su clase de la Escuela de Bellas Artes desfilaron varias generaciones y entre ellas todos los artistas que hubo en nuestra población durante la segunda mitad del siglo XIX.

Y aquella multitud de alumnos respetaba y quería á don Julio porque sabía hacerse respetar y querer de todas las clases sociales.

Entre sus amigos íntimos lo mismo figuraba el alto funcionario que el torero, el aristócrata de elevada alcurnia que el sér más humilde.

Degayón era indispensable en toda cacería, en toda juerga organizada por Lagartijo, con quien le unían lazos casi fraternales; en toda parranda de aquellas con que dejó memoria perdurable cierto cantón famoso.

Como que él constituía el elemento principal de la diversión, por su gracia inagotable, por su ingenio, por sus ocurrencias, por su conversación amena y chispeante.

Muchas frases suyas se hicieron célebres y aun perduran en la memoria de quienes las escucharon.

Tuvo la repetida Escuela de Bellas Artes un conserje que se vanagloriaba de haber nacido en uno de los pueblos donde más criminales hubo en tiempos lejanos y de ser amigo de todos ellos.

Se hablaba de cualquier malhechor y al punto decía: ¿quién, fulano? era muy buen muchacho, mató á dos compañeros suyos en una riña, ó robó á don Zutano, después de acribillarle á puñaladas, ó incendió una casa para vengarse de un sujeto que le jugó una mala partida, y así sucesivamente.

Un discípulo de don Julio Degayón obtuvo un destino en el pueblo indicado; comunicó á su profesor la noticia y aquél le dijo con su calma habitual: pues creo que no vas á pasarlo bien porque allí necesita, por lo menos, haber asesinado á su padre quien pretenda ser respetado y querido.

Un día, al ver á una mujer excesivamente alta y con unas piernas larguísimas exclamó: el pavo que le pique á esa en una nalga vale lo menos cinco napoleones.

Un antiguo alumno del veterano pintor dibujó una cabeza de tamaño colosal y mostrábase satisfechísimo de su trabajo considerándolo una obra maestra.

¿Qué cree usted, don Julio, -interrogó al catedrático- que débo hacer con ella, ponerle un marco ó pegarla en un tablero?

Yo si fuera tú, le respondió Degayón, haría una cometa, le soltaría mucha guita y cuando estuviera muy alta le cortaría la cuerda para no volverla á ver, porque eso es un mamarracho.

El consejo dejó frío al dibujante.

-Otro discípulo de Degayón efectuó un viaje á Italia. Al regresar hacíase lenguas en elogio de la citada nación y de sus innumerables tesoros y encantos. ¡Qué cielo, qué paisajes, qué monumentos, qué cuadros, qué esculturas, qué mujeres y qué vinos! Los de Córdoba y Jerez, afirmaba, son zagardúa al lado de aquellos. He traído, añadía, unas cuantas botellas de uno de los más corrientes allí que resulta bálsamo, néctar de los dioses.

Ya lo probarán ustedes, seguía diciendo, á todos los amigos con quienes hablaba de la excursión. Después de mucho anunciarlo, una noche llevó á la Escuela de Bellas Artes una de las preciadas botellas para que se relamieran de gusto los profesores.

Empezó á repartir pequeñas copas y á preguntar á los agasajados que les parecía el vinillo. Todos contestaban que muy bueno, más por cortesía que porque les agradase.

Llegó el turno á don Julio Degayón, paladeó el líquido y antes de que acabase de beberlo el escanciador interrogóle impaciente: ¿verdad que usted no ha bebido cosa que se le parezca?

Sí la he bebido, respondió el catedrático.

¿Cuándo y dónde? atrevióse á seguir preguntando el alumno.

Pues todos los días en la ensalá, fué la replica del ocurrente anciano.

Una carcajada general ahogó la ingeniosa frase que produjo al admirador de Italia el efecto de un tiro.

En los tiempos á que se refieren estos apuntes la Diputación provincial solía pagar los haberes á sus empleados en calderilla, encerrada, según antigua costumbre, en esportillas de palma, cada una de las cuales contenía veinticinco pesetas.

Y rara era la esportilla á la que no faltaban dos ó tres monedas y en la que no había, además, algunas falsas.

Cobró una mensualidad, retrasada por supuesto, don Julio Degayón, y al contar el dinero, en su domicilio, no sólo halló innumerables piezas de las llamadas de cara, que ya no pasaban, francesas y de otras naciones, sino que advirtió, con la indignación y el asombro consiguientes, que cada envoltorio de aquellos sólo contenía noventa y cinco reales.

Inmediatamente fue á la Diputación provincial y formuló la reclamación oportuna al pagador. Este, mal humorado, limitóse á decirle: lo siento pero no lo puedo remediar; yo no hago las esportillas.

Quedóse Degayón mirándole fijamente y contestó con ira: tampoco los veterinarios hacen los caballos, pero los castran.

El viejo profesor de la Escuela de Bellas Artes era hombre de gran entereza; de los que sin hacer gala jamás de valentia, no sufren impertinencia ni humillación alguna y están siempre dispuestos á jugarse la vida en defensa de la dignidad.

Una prueba de su recio temple fué el incidente que le ocurrió en nuestra plaza de toros, el cual acaso le habría costado la vida sin la intervención de los milicianos nacionales.

Los años, los padecimientos físicos y morales y los reveses de fortuna, no consiguieron modificar el carácter ni las condiciones de don Julio Degayón y, poco antes de abandonar esta vida, le veíamos, demacrado, con la respiración fatigosa y el paso vacilante, pero sin que le faltasen un rasgo de energía cuando era necesario demostrarla, una frase de ingenio para contestar á la broma del amigo, ni una historia alegre con que amenizar cualquier reunión.

 

 

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LA PLAZA DE TOROS

 

Como Córdoba siempre ha sido cuna de famosos toreros, juzgamos oportuno dedicar unas notas á su Plaza de toros, que inspira profundo respeto á todos los lidiadores acaso por la poca frecuencia con que trabajan en ella: quizá porque les evoca el recuerdo de las grandes figuras de larte de Montes.

Las primeras corridas de toros celebradas en esta ciudad se efectuaron, como todo el mundo sabe, en la plaza de la Corredera, y en el ano 1749 y en los siguientes verificáronse también algunas en la plaza de la Magdalena.

El primer circo levantado de exprofeso para tales fiestas, durante el último tercio del siglo XVI, lo construyó un aristócrata, don Diego de los Ríos, en el Campo Santo de los Mártires, contrariando los sentimientos católicos del vecindario, al que desagradaba que se dedicase á los espectáculos taurinos el lugar donde fueron enterrados muchos paladines de la Religión, muertos por defenderla.

Pero aquel circo no se utilizó, porque antes de ser inaugurado un toro mató de una terrible cornada á don Diego de los Ríos, conocido por Don Diegazo á causa de su gran corpulencia.

En el año 1759 se construyó una plaza de madera en el Campo de la Merced, para celebrar corridas con motivo de la proclamación del Rey Carlos III.

En 1789 se levantó otra plaza análoga en el mismo lugar, y en 1815 formóse, por tercera vez, un circo en iguales condiciones que los anteriores, el cual duró hasta el 1831.

El proyecto de construir la actual plaza de toros debióse á don Joaquín Manté, dueño de un establecimiento tipográfico, quien constituyó una sociedad de accionistas para realizar la idea.

Reunidos los fondos necesarios, la empresa adquirió el terreno que pertenecía á la huerta llamada de Perea, de la que era propietario don José Severo García, é inmediatamente empezó la obra, en el año 1844, con arreglo al plano trazado por el arquitecto don Manuel García del Alamo.

La plaza ocupaba una extensión de 40.115 piés cuadrados y cabían en ella 8.287 espectadores. Hoy caben 10.244.

Inauguróse la víspera de la feria de Nuestra Señora de la Salud del año 1846 con una corrida en la que actuaron de matadores los diestros conocidos por el Barbero y Cúchares.

No estaba aún terminada la obra, que se concluyó

pocos meses después, resultando uno de los circos más bonitos de España.

El 8 de Septiembre del mismo año se verificó la segunda corrida, en la que trabajó Montes.

En la noche del 15 de Agosto de 1863 un incendio destruyó toda la parte de madera de la plaza, que era la correspondiente á la grada cubierta y los palcos.

El fuego debió ser originado por una punta de cigarro ó un fósforo que algún espectador arrojara sobre las tablas durante la corrida de novillos verificada en la tarde anterior.

En 1868 fué reconstruida por la Sociedad propietaria, bajo la dirección del arquitecto don Amadeo Rodríguez, sustituyéndose casi toda la madera por hierro y obra de fábrica, á fin de evitar siniestros como el indicado.

En la primera corrida celebrada después de la reconstrucción figuraron como matadores Bocanegra y Lagartijo, y ambos hicieron una suerte que no ha sido ejecutada más que aquella vez.

Sentáronse los dos en una silla tendida y, simultáneamente, clavó cada uno un par de banderillas, obteniendo una delirante ovación.

Con el objeto de aumentar la cabida de los tendidos, al reedificarse la plaza se suprimieron los huecos de entrada en las galerías, construyéndose, para subir, escalerillas que partían de la contrabarrera.

Esta modificación originó la muerte de una mujer, cogida por un toro que saltó la barrera al mismo tiempo que la pobre víctima iba por el callejón para salir á la calle, hecho ocurrido en una de las corridas de feria de Nuestra Señora de la Salud, en el año 1874.

Como consecuencia de tal desgracia volvieron á abrirse los claros de salida á las galerías.

Después se han reformado los palcos, dándoles mayor solidez y decorándolos con gusto.

Al realizarse esta mejora ocurriósele á uno de los encargados de efectuarla pintar un toro en la puerta del chiquero, mas un diestro famoso aconsejó al artista que lo borrara, fundándose en que las reses, al verlo, se iban á ir á la querencia.

Las razones del diestro tuviéronse en cuenta, y el toro desapareció bajo una capa de pintura roja.

A pesar de que en nuestra plaza se celebran muy pocas corridas, generalmente sólo las de ambas ferias, por ella han desfilado todos los toreros de renombre y ella ha servido de escuela á esos colosos del arte de Cúchares que se llamaron Lagartijo y Guerrita.

A presenciar las famosas corridas de Pascua de Pentecostés, en que alternaban los más renombrados matadores, venían numerosísimos aficionados, no sólo de toda la región andaluza, sino de poblaciones muy distantes.

Y la noble competencia de Lagartijo y Frascuelo, los dos espadas que durante algunos años actuaron en dichas fiestas, entusiasmaba á los espectadores, porque veían unidos el arte y el valor en grado sumo.

Si escasas eran y son las corridas de toros en nuestro circo, en cambio abundaban las buenas novilladas, en las que se adiestraron no sólo el gran Guerrita sino otros toreros tan estimables como Conejito, Bebe, Torerito y Manene.

En nuestro circo sólo se ha celebrado una corrida con plaza partida: en ella actuaron de matadores Bocanegra, Hito, Marinero y Melo. Ha habido dos espectáculos taurinos nocturnos, dos novilladas, en una de las cuales trabajó la cuadrilla de Señoritas toreras formada por Armengol, actuando en la otra Valenciano y Gallito.

Unicamente han tomado la alternativa dos matadores: Rerre y Manuel Dionisio Fernández.

Dos han sido también los lidiadores muertos á consecuencia de accidentes que sufrieron en esta plaza; el banderillero cordobés Manene, herido en una pierna, de una cornada, y el picador sevillano Cabeza de Dios, que falleció en el Hospital pocas horas después de haber recibido un golpe terrible en el pecho con la montura del caballo.

Los diestros lesionados más gravemente, exceptuando los dos antedichos, fueron los matadores de novillos Malagueño y Moreno de Alcalá y el picador Brazofuerte.

La corrida más emocionante de todas las que registran los anales taurinos cordobeses resultó la celebrada el 26 de Diciembre de 1888, en la que murió Manene.

Lidiáronse novillos de la ganadería de Rafael Molina Sánchez, Lagartijo, los cuales sembraron tal pánico entre los toreros que Guerrita, quien asistía como espectador, tuvo que arrojarse al ruedo para auxiliar á las cuadrillas.

Y el pánico no era infundado, pues además de Manene sufrieron cogida Torerito y Melo y el propio Guerrita recibió un varetazo.

En otra corrida verificada hace algunos años con toros de Urcola, estos cogieron al matador de novillos Alvaradito y al banderillero Cerrajillas y originaron lesiones graves á los picadores Formalito y Brazofuerte.

También merece consignarse el suceso ocurrido en una corrida de feria, en la que una res saltó la barrera, rompió el cerrojo de la puerta del patio de caballos y penetró en esta dependencia, donde se hallaban varios picadores, matarifes y otras personas.

Uno de los matadores, Rafael Molina Martínez, Lagartijo, acudió con gran oportunidad y pudo sacar á la fiera antes de que ocasionara desgracias.

También se han registrado en nuestra plaza otros accidentes desagradables de diversa índole.

Al presentarse la cuadrilla de niños sevillanos de Algabeñito y Gallito el público, indignado porque poco tiempo antes habia sido objeto en Sevilla de manifestaciones poco cultas otra cuadrilla análoga de jóvenes cordobeses á cuyo frente figuraban Lagartijo y Machaquito, tributó una silba descomunal á aquellos diestros y un espectador cometió un acto de verdadero salvajismo; el de arrojar una piedra á Algabeñito, hiriéndole en la cara.

Tal hecho produjo indignación general y los silbidos convirtiéronse en grandes ovaciones á los niños sevillanos.

Una corrida de novillos celebrada el día de Santiago estuvo á punto de originar sucesos gravísimos en nuestra población.

La fiesta resultó desastrosa, tanto por la mansedumbre del ganado como por la ignorancia de los toreros, y muchos espectadores, cuando se cansaron de gritar y silbar, empezaron á romper la barrera, á arrojar los bancos y sillas al ruedo, incendiándolos después, y, en una palabra, á destrozar el circo.

La guardia civil tuvo que dar cargas para despejar la plaza y sus inmediaciones, sin que, afortunadamente, sucedieran desgracias personales.

Pocos años después, en otra novillada que también se efectuó el día de Santiago, en la que figuraban como matadores dos negros, por análoga causa, se repitieron los desmanes anotados, si bien el destrozo fué menor, pero en cambio hubo una víctima; un niño de corta edad á quien se le cayó sobre la cabeza una banca, produciéndole tan grave herida, que los médicos desconfiaban de poder salvarle.

Además de las corridas de toros y novillos á que se puede aplicar el calificativo de formales, algunas de las primeras celebradas con motivo de las visitas hechas á nuestra población por los Reyes, ha habido infinitas mojigangas en las que ya se han presentado indios apócrifos y rejoneadores, ya matadoras, una de las cuales, la Regatera , pasó del ruedo á la cárcel, ya tipos populares y cómicos como Fifla, un italiano vendedor ambulante de agua quien vistieron con el traje de los toreros antiguos y el público arrancó la coleta, ó como el Bolo, aquel diestro de las famosas largas que salía triunfalmente del circo, cuando trabajaba, encerrado en el carro de la carne para no ser víctima de las iras del populacho.

Así mismo se han verificado innumerables fiestas de toretes y cintas, corriéndose estas á caballo ó en bicicleta; novilladas organizadas por diversos gremios, algunas como las de los piconeros graciosísimas; encerronas en las que muchos aficionados ensayaron sus aptitudes para el arte taurómaco y, finalmente, la anual becerrada del Club Guerrita, que constituye uno de los números más pintorescos y agradables del programa de la feria de Mayo.

Con los espectáculos taurinos han alternado otros muy diversos como títeres, exhibiciones de fieras y elevación de globos.

Uno bastante original fué la carrera en competencia con un caballo efectuada por el celebre andarín aragonés Vargosi.

Igualmente se ha utilizado la plaza para certámenes musicales, conciertos de bandas, orfeones y estudiantinas, ejercicios de batallones infantiles y hasta bailes.

Obreros y políticos se han reunido en ella más de una vez con el objeto de celebrar actos de propaganda, convirtiendo el ruedo ó los tendidos en tribuna.

Finalmente, hace dos años, una de las tardes de feria de Nuestra Señora de la Salud, se efectuó en la Plaza un reparto de juguetes, dispuesto por el Municipio, entre los niños y niñas de las escuelas públicas.

Y aquella tarde se derrochó allí más alegría que en todas las fiestas de toros celebradas desde que el Barbero y Cúchares inauguraron el circo de los Tejares.

 

 

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CONVERSACIONES DE ULTRATUMBA

 

No se alarme algún lector creyendo que voy á tratar de espiritismo; las teorías de Allan Kardec no han logrado, hasta ahora, producirme más que risa.

Unicamente me propongo contar dos sucesos graciosísimos que ocurrieron hace ya muchos años en Córdoba, los cuales demuestran la ignorancia supina de algunos hombres.

Entre los innumerables arrieros que antíguamente tran portaban [sic] el trigo y la harina, en corpulentos burros, desde los pueblos de la provincia á la capital, tráfico ya desaparecido y que proporcionaba medios de subistencia á centenares de familias, había uno á quien sus colegas de oficio llamaban el blasfemo.

Por este apodo se puede suponer la lengua que tendría, puesto que se lo aplicaban sus propios compañeros que jamás distinguiéronse por la corrección de palabra.

La más insignificante contrariedad, una verdadera tontería, hacíale montar en cólera y entonces brotaban de su boca las injurías [sic], las maldiciones, las blasfemias y las expresiones más soeces que han escuchado los mortales.

Albergábase este energúmeno cuando venía á nuestra población en la célebre posada del Potro, la posada de las tradiciones, famosa ya en los tiempos de Cervantes que hace mención de ella en su obra inmortal.

El arriero acostumbraba á levantarse, en todos los tiempos, al toque del Alba, y apenas abandonaba el pajar que le servia de dormitorio comenzaba sus imprecaciones y sus denuestos continuos con los que despertaba á todos los moradores del mesón.

Más de una vez se quejaron algunos al posadero de las molestias que les causaba el individuo en cuestión, pero tales reclamaciones no producían efecto por tratarse de un huésped tan constante como buen pagador.

Vino á Córdoba, para lucir sus habilidades en el Teatro Principal, un notable artista; un ventrilocuo que transformaba la voz admirablemente; simulaba que surgía de cualquier sitio é imitaba, con rara perfección, el canto de toda clase de pájaros.

Este ventrilocuo fué quien, al pasar por una calle y ver á un gitano que esquilaba un burro, dijo de modo que pareciera que lo decía el pollino: ¡ten cuidado que me vas á cortar! propinando tal susto al cañí que soltó las tijeras y quizá no haya dejado de correr todavía.

Enterados de los prodigios del ventrilocuo algunos concurrentes al mesón idearon un plan diabólico para dar al arriero un susto terrible que acaso le curara radicalmente de su vicio.

Indicaron el proyecto al artista, al que le pareció de perlas, pues era hombre de buen humor, y ofrecióse á realizarlo.

Visitó con cualquier pretexto la posada para ver el lugar en que dormía el blasfemo y, la noche siguiente, marchó á la plaza del Potro en compañía de los autores de la idea.

Serían lar nueve cuando el arriero, que dormía á pierna suelta desde poco después de la oración, despertó sobresaltado por una voz extraña y cavernosa que pronunciaba su nombre.

Al principio creyó que se trataba de una pesadilla, pero ya bien despierto volvió á oir la voz que parecía brotar entre la paja y repetía, triste y angustiosa, ¡Manueeel!

El hombre miró á su alrededor por si era objeto de una broma, pero nadie había y la voz continuaba, débil como un quejido, llamándole ¡Manueeel!

Ya no pudo contenerse y de un salto se puso en los umbrales del pajar.

Entonces la voz extraña, algo más vibrante, empezó á decirle: Manuel, no te asustes, soy yo, tu padre, que por culpa de tu mala lengua estoy en el Purgatorio y vengo á suplicarte que no blasfemes, que seas bueno para que yo deje de padecer y tú no sufras tampoco el día que mueras.

No habría pluma capaz de describir el efecto que esta perorata produjo al ignorante arriero; de tres en tres bajó los peldaños de la tortuosa escalera, pálido, tembloroso, con el pelo de punta y los ojos fuera de las órbitas.

Dirigióse á las cuadras en que tenía su recua y allí permaneció el resto de la noche, mudo, inmóvil, hasta que le pasaron los efectos del terror.

Al siguiente día no despertó con sus palabrotas á los compañeros de mesón.

Y apenas oyó las campanas de la iglesia próxima fue á la sacristía, sacó una reluciente moneda do oro, de veintiuno y cuartillo, que conservaba como un amuleto en la bolsa verde del dinero oculta entre la faja, y la entregó al señor cura diciéndole: tome usted, para Misas por mi padre.

El posadero del Potro y los asiduos concurrentes al mesón aseguran que el arriero no volvió á proferir una blasfemia ni una palabra mal sonante.

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Uno de los tipos más populares en esta capital, ya citado en las Notas referentes á la Plaza de la Corredera, fue Navas, el guarda particular de la calle de Almonas.

Tratábase de un hombre viejo, pero bien conservado, grueso, de baja estatura, con recio bigote blanco, que más que una persona parecía un arsenal de armas ambulante.

Llevaba en la cintura un pistolón enorme y un sable corvo; en los bolsillos un revólver, una navaja descomunal y acaso una llave inglesa y en la mano un bastón de estoque, todo casi prehistórico.

Cuando andaba, estos herrabaches, unidos á las llaves que le entregaban los vecinos, producían más ruido que un escuadrón de caballería á galope.

Y el pobre Navas, sin apenas poder tirar de su carga, con la pipa en la boca, siempre grave y serio, paseaba en la calle contando sus hazañas y proezas á vecinos y transeuntes ó amenazando con rabia al beodo que iba en su busca para mofarse de él.

Anoche hubo leña -solía decir á cualquier conocido; -vinieron unos patosos promoviendo escándalo, les dije que callaran, no me obedecieron y les jarreé candela.

Y, efectivamente, luego resultaba que sí hubo palos, pero con la pequeña diferencia de que fué él quien los recibió.

Estaba recién instalado en Córdoba el teléfono, causando la admiración de las personas que lo desconocían.

A varios individuos de buen humor se les ocurrió utilizarlo para embromar á Navas.

¡Lo que es el progreso! -dijéronle una noche- acaban de inventar un aparato por medio del cual puede hablarse con las personas que han muerto.

¿Pero eso es posible? -preguntó el guarda haciendo un gesto de asombro

Y tan posible, le respondieron, que en la botica de la plazuela de la Almagra hay ya uno de esos aparatos ¿Quiere usted verlo?

Ahora mismo -replicó el buen hombre- y bromistas y embromado se dirigieron á la farmacia.

El arsenal viviente acercóse con recelo al teléfono, lo estuvo examinando y exclamó: ¡bah! y por medio de esa caja, y esos alambres, y esos cordelillos se va á poder hablar con los muertos.

¿Que no? Pues ha de convencerse en el acto. Va usted á conversar con su padre; prepárese para no sufrir un susto, le volvieron á decir sus acompañantes, y acto seguido uno de ellos tocó el botón del teléfono, pidió comunicación con el otro mundo (ya de acuerdo con la central), sonó el timbre y aplicó uno de los auriculares á la oreja de Navas, al mismo tiempo que él se aproximaba el otro al oido para escuchar la interesante conversación.

¿Quién llama? -preguntó una voz que, en efecto, parecía de ultratumba.

Conteste usted, que ya está ahí su padre, murmuró por lo bajo uno de los guasones y acto seguido se entabló este diálogo:

- Soy yo, papa, ¿no me conoce usted? Y al mismo tiempo que hablaba así se le salía la gorra de la cabeza.

- Sí, hijo mío, pero como hace tantos años que falto del mundo extrañaba tu voz.

- ¿Cómo le va á usted en ese barrio?

- Bastante mejor que en el portal de zapatero; y tú ¿que tal andas?

-Yo bregando constantemente con borrachos y alborotadores, porque soy guarda de la calle de Almonas, que equivale á serlo del Infierno.

- Mal oficio has escogido para los últimos años de vida. Y así continuó el parlamento hasta que el alma del otro mundo cortó la comunicación para no soltar la carcajada. Y el pobre Navas quedó convencido, hasta la saciedad, de que había echado un párrafo con su padre.

 

 

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BOTINEROS Y ZAPATEROS

 

Un gremio netamente cordobés, que tuvo verdadera importancia y desapareció hace ya muchos años, fue el de los botineros.

Dedicábase sólo á la confección de botines, de aquellas botas abiertas, llenas de labores y correillas, que hoy únicamente vemos en el teatro cuando los actores tienen que representar tipos de majos ó de bandoleros andaluces.

El oficio de botinero era, pues, independiente del de zapatero y hasta los talleres de unos y otros estaban en distintos lugares de la población.

Los principales botineros trabajaban en la calle de Carnicerías, hoy de Alfaros, y su industria les proporcionaba medios para vivir muy holgadamente.

Allí se les veía, en amplios portales, ya mojando las pieles, esas pieles llamadas cordobanes porque tomaron el nombre de nuestra ciudad donde se curtían, ya amoldándolas á las hormas que las daban forma, ya adornándolas con multitud de laberínticos pespuntes, que pregonaban el mejor ó peor gusto artístico del botinero.

Este, además del calzado referido, hacía cuando se los encargaban zahones de lujo para los cazadores y petacas de cuero, también llenas de labores pespunteadas.

Uno de los mejores y más populares botineros fue el conocido por el Cojo San Román. Este regaló unos preciosos zahones al Rey Don Alfonso XII, la primera vez que nuestra población recibió la visita de Su Majestad.

Cuéntase una curiosa anécdota de dos de los referidos industriales; habitaban uno frente al otro en la calle de Carnicerías y todas las mañanas iban juntos á tomar el aguardiente.

Sucedía con frecuencia que, charlando y bebiendo, se les pasaba el tiempo inadvertidamente y perdían varias horas de trabajo.

Sus respectivas esposas decidieron evitar este abuso y, al efecto, apenas había transcurrido media hora de la ausencia de sus hombres, se presentaban, para llevárselos, en la taberna de Diéguez que era el punto de reunión..

Los botineros, á fin de burlar la persecución de sus caras mitades, variaron de establecimiento, yéndose á matar el gusanillo á "La Fama Cordobesa", pero pronto dieron también con el nuevo escondite las terribles mujeres y entonces los bebedores acordaron visitar cada día una taberna diferente.

¿Cree el lector que les sirvió la estratajema? Pues se equivoca.

Uno de los dos amigos poseía un perro que le acompañaba diariamente en tales excursiones y de él se valió su fama [sic] para descubrir el paradero de los truhanes maridos.

Tenía buen cuidado, todas las mañanas, de sujetar al can. para que no se marchara con su dueño y cuando lo juzgaba conveniente, salían ella y su amiga precedidas del animalito que iba entrando en todas las tabernas frecuentadas por su amo hasta dar con él.

Los saltos y ladridos de júbilo conque el perro celebraba el encuentro, anunciábanselo á las incansables perseguidoras que entonces penetraban echando el guante á los fugitivos.

Cuando pasó la moda de los botines la mayoría de sus constructores se dedicó á múltiples oficios y muy pocos al de zapatero.

Hubo algún industrial de los referidos que llegó á ser tenedor de libros de una importante casa de banca; otro, el popular Matute, desempeñó los cargos de apuntador y guardarropa de teatros, y otro, más popular aún, Pepito el del huerto, acabó su existencia enseñando el arte coreográfico.

Casi todos los demás establecimientos de calzado de Córdoba estaban en la calle llamada de la Zapatería, que era el trozo de la del Liceo, hoy de Alfonso XIII, comprendido desde la desembocadura de la del Cister hasta la plaza del Salvador, y la mayor parte de los zapateros denominados remendones tenía sus portales en la que aún sigue ostentando la denominación de Zapatería Vieja.

Todavía quedan varias tiendas en la calle de Alfonso XIII que conservan algo de su primitivo carácter; fáltanles las pieles curtidas en las tenerías de la Ribera, colgadas en las puertas á guisa de anuncio; el quinqué de petróleo, como única iluminación, y el zapatero anciano, de reluciente calva, con las gafas cabalgando en la punta de la nariz; de mandil mugriento que, tijeras en mano, cortaba y recortaba zapatos y botas sobre el mostrador ó atendía á sus parroquianos con solicitud, sobre todo si eran mujeres guapas.

Entre estos zapateros sobresalía el maestro Tena, no ya por su habilidad en la obra prima sino por sus aficiones y competencia en numismática, apesar de ser casi analfabeto.

Clasificaba con facilidad y exactitud admirables las monedas más dudosas y consultábanle hombres de tanta autoridad en la materia como Gayangos y Amador de los Ríos.

Poseía, además, un monetario de bastante valor.

Enterado de esta rara habilidad del zapatero el Obispo de Córdoba don Juan Alfonso de Alburquerque mandóle llamar y le preguntó: Usted ¿qué profesiones ejerce?

Yo señor -respondió el maestro Tena- soy zapatero, panaero, numismático, medio meico y cirujano.

-¡Hombre! ¿y cómo puede ser eso? -objetóle el Prelado.

Pues ahí verá su excelencia -continuó diciendo el interlocutor- cosas del mundo: poseí una panadería, ahora me dedico á zapatero; tengo grandes aficiones á las monedas antiguas y las conozco algo; actúo de medico porque á mi familia y á los amigos que están enfermos les mando la roá y con ella sanan, y agrego lo de cirujano porque todos los médicos se lo llaman.

El Obispo enseñóle varias medallas y monedas antiguas y Tena, sin vacilar, determinó las épocas y los reinados á que pertenecían y hasta las fechas en que estaban acuñadas, con gran asombro de don Juan Alfonso de Alburquerque quien lo colmó de felicitaciones.

En la humilde clase de zapateros remendones existían típos originalísimos y populares.

Uno era Moyano, que se titulaba el Rey de la Puerta de Almodóvar.

Tenia allí su portal y fundaba ese dictado en la carencia total de obligaciones, en la independencia absoluta en que vivía.

Sólo anhelaba que llegase pronto el lunes, para trasegar más aguardiente que de ordinario, para coger una borrachera mayor que la de los restantes días de la semana; por eso á todos los amigos que le visitaban despedíales con la frase sacramental: adiós, niño, hasta el lunes.

¿Y quién no recuerda al famoso Juanillo Bacalao, maestro de natación á la vez que zapatero, que enseñaba á los muchachos á nadar en la Ribera, sujetándolos con una cuerda y una horquilla?

A este le sucedieron varios percances graciosos.

Tenia en su portal de la Pescadería una urraca y como pasaran por allí, diariamente, en pandilla, numerosas vecinas del Campo de la Verdad que se reunían para ir al mercado, enseñó á decir al animalito: Maestro; ¿qué pasa? ue las ... (aquí un adjetivo denigrante) del Campo de la Verdad van á la plaza.

Al tercero ó cuarto día de oir las mujeres tal diálogo entraron como una tromba en el portal y de la pobre urraca y del jaulón en que se hallaba prisionera no dejaron ni señales.

Varios gitanos del barrio de la Pescadería acostumbraban á situarse, para discutir sus tratos y negocios, delante de la humilde morada de Juanillo Bacalao.

Señores, les solía decir este en tono de súplica, retírense ustedes un poco que ocultan á la vista del público mi establecimiento.

Los gitanos oíanle como el que oye llover y, en vista de su terquedad, el zapatero ideó un procedimiento radical para que se marchasen de allí.

Buscó un hopo de una zorra; una mañana, muy temprano, lo colgó de los hierros de la ventana del portal y se fué á la Corredera, con un viejo cenacho de palma, para hacer la compra.

Ver los gitanos aquel signo terrible de males y desgracias sin cuento y emprenderla á pedradas con la casa todo fué uno; en pocos instantes destrozaron la ventana y la puerta y penetrando, como horda salvaje, en la pobre morada de Juanillo, dejáronla en cruz y en cuadro; lleváronse todo lo que consideraron útil y lo demás lo rompieron.

Cuando regresó el zapatero, sólo le quedaba, de su ajuar, el cenacho y eso porque se lo había llevado consigo.

Al día siguiente trasladó el establecimiento al Campo de la verdad.

Uno de los remendones que, desde tiempo inmemorial, trabaja bajo los arcos de la Corredera resolvió muy fácilmente el problema de la habitación económica; poseía un viejo arcón apolillado; en uno de los rincones guardaba los materiales y las herramientas y el resto servíale de lecho, no muy duro, pues sobre la tabla había paja abundante.

Poco después del toque de oraciones, este moderno Diógenes apuraba algunas lamparillas, abría el arcón, acomodábase en él, dejaba caer la tapa y hasta el otro día.

Cierta noche unos individuos de buen humor, cuando calcularon que el maestro estaba dormido, cogieron con cuidado el arca y la trasladaron de los portales de la Plaza al paseo de la Ribera.

Los transeuntes, á quienes llamó la atención aquel enorme trasto colocado enmedio de la vía pública, avisaron á los serenos; estos no se atrevieron á abrir el cofre misterioso y llamaron á la policía, mirando todos el mueble con terror.

Al fin, tras muchas cábalas y con grandes precauciones, acercáronse al arca, levantaron la tapa y apareció nuestro hombre roncando como un bendito.

No sería justo omitir en esta relación de personajes al Zapatero largo, decano de los beodos de su tiempo, que por sus continuos escándalos pasó la mitad de la vida en la cárcel y la otra mitad vagando de cortijada en cortijada, con las herramientas y los materiales en un costal al hombro, para ofrecer sus servicios á la gente del campo y reunir unas perras que habían de convertirse luego en aguardiente.

Los zapateros de Córdoba fundaron el año 1588 la hermandad de su patrono San Crispín, al que rendían culto en la ermita de su nombre, donde después fué descubierta la Sinagoga.

Y durante mucho tiempo un zapatero remendón tuvo su taller en ese monumento nacional.

¡Quién había de decir que bajo la bóveda que recogiera los fervientes rezos de la raza proscrita resonarían, al correr los siglos, las notas de canciones tan profanas como La camisa de la Lola ó tan inocentes como ¡Mambrú se fué á la guerra!

iSarcasmos del destino!

 

 

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MATÍAS EL DEL QUESO

 

Era paisano del Hidalgo Caballero, aunque su figura más tuviese de la de Sancho que de la de Don Quijote; sin embargo pasó la mayor parte de su vida en Córdoba y gozaba en nuestra población de una popularidad que de seguro envidiarían muchos grandes hombres.

¿Quién no conoció á Matías? Bajito de cuerpo, rechoncho, coloradote, vistiendo invariablemente blusa y pantalón de tela azul, faja negra mal liada al cuerpo y sombrero también negro, de anchas alas, caidas y mugrientas.

Con su mercancía en un costal echado á la espalda, como si no le pesaran ni aquella ni los años, recorría á paso ligero y menudito infinidad de veces al día todas las calles de nuestra población, haciendo alto, de vez en cuando, en alguna taberna para tomar un medio tinto, y lanzando sin cesar su característico pregón: ¡queso manchegooo! con voz potentísima, que hería el tímpano menos sensible.

Como que á piernas vigorosas y á pulmones robustos habría muy pocas personas que le ganasen.

¡Cuántos cantantes hubieran dado cualquier cosa por sostener el formidable calderón con que invariablemente acababa sus pregones!

Matías el del queso jamás tuvo penas ó, si las tuvo, supo disimularlas muy bien.

Siempre se le hallaba alegre, siempre comunicativo, siempre dicharachero, saludando á todo el mundo, tuteando á media humanidad, piropeando á las mozas, respondiendo con una frase chispeante á las bromas que le dirigían, por oirle, más de cuatro.

Sólo una cosa le incomodaba en este mundo; que, según una costumbre muy arraigada en Córdoba, le dijesen, al llamarle, tío. Pero él procuraba ocultar su enojo y respondía dando el dictado de sobrino quien de tal modo le nombrara.

Era, además, una especie de coco para los niños; cuando se ponían penosos, sus madres los asustaban con esta amenaza: ¡que viene Matias! y al pasar este le ponían delante á los pequeñuelos, diciéndoles: ese es el hombre que te va á llevar en el saco si no eres bueno.

Y el vendedor de queso manchego se prestaba complaciente á desempeñar el papel de bu y exclamaba: en cuanto sea malo me avisa usted y lo llevo al río, poniendo los pelos de punta al travieso rapaz con el ofrecimiento.

En una ocasión ocurrió á Matías una aventura desagradable, cuyo recuerdo le daba á los demonios.

Un verano, durante las primeras horas de la tarde, pasaba invariablemente por cierta calle en la que habitaba un militar, que tenía la costumbre de dormir la siesta y no es necesario añadir que le despertaba con el eterno y vibrante pregón ¡queso manchegooo!

El militar, por mediación de su asistente, rogó al vendedor que se abstuviese de gritar de aquel modo á tales horas; Matías prometió acceder al ruego, y, en efecto, al día siguiente llegó silencioso á la calle indicada, más cuando estuvo ante la ventana de la habitación en que dormía el autor de la súplica, aproximó la cara á la reja y, con toda la fuerza de sus pulmones, lanzó el pregón, despertando sobresaltado al hijo de Marte.

El quesero repitió en los días sucesivos la broma hasta que, harto ya de soportarla el militar, aguardóle tras de la puerta, espadín en mano y en el momento en que el taimado vendedor preludiaba el estridente grito cayó sobre sus espaldas una verdadera lluvia de cintarazos.

El humilde comerciante, á costa de grandes trabajos y sacrificios, logró poseer algunos ahorros y, sin dejar su tráfico, dedicóse á la apicultura.

Todas las tardes, después de haber recorrido varias veces la población, sin que le pesaran sus setenta y pico de años, emprendía la caminata á una finca distante de Córdoba tres ó cuatro kilómetros, en la que tenía las colmenas, para ver sus abejas, para cuidarlas, para recrearse en su prodigiosa labor.

Un día entró la mala sombra, la sombra negra, en la casa del manchego; la muerte arrebatóle su esposa, una viejecita tan alegre y dicharachera como él, y poco después manos infames arrebatáronle también sus ahorrillos.

Estos dos golpes le anonadaron, hiciéronle perder primero su jovialidad, después su resistencia física.

Ya no se sentía con alientos para corretear las calles y lanzar sus característicos pregones y tuvo que acogerse á la única tabla salvadora que encuentra el pobre en el naufragio de la vida: un establecimiento de beneficencia.

En él le vimos la última vez, cansado, abatido, torpe, sin ganas de bromas ni de charla. Y nos costó trabajo reconocer en aquel desgraciado al popular Matías que con el sello de la satisfacción en el rostro, la frase chispeante en los labios, el costal de la mercancía á la espalda, hallábamos há poco tiempo en todas partes, haciendo alarde del vigor de sus piernas de acero y de la resistencia de sus pulmones de bronce.

 

 

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LA PLAZA DE CAPUCHINOS

 

Es uno de los lugares más típicos de nuestra ciudad y que mejor evocan los recuerdos del pasado; si alguien osara despojarlo de su carácter merecería la pena que un gran rey declaró que hubiera impuesto á los autores de las monstruosidades realizadas en la Mezquita cordobesa para convertirla en templo cristiano.

Ese paraje habla al espíritu y la persona que por primera vez lo visita siente una impresión profunda; cree hallarse, de súbito, en uno de los rincones de la España pintoresca del siglo XVI.

Aquel Crucifijo de piedra que se levanta en el centro de la plaza, rodeado de faroles los cuales en vez de la luz de gas reclaman la candileja de aceite, tiene un encanto inexplicable, lo mismo para el hombre de acendradas creencias religiosas que para el más indiferente.

Y la fachada del Convento de Capuchinos, de arquitectura sencillísima, con su escalinata, sus claros estrechos y largos, su hornacina y su remate triangular coronado por la Cruz, así como los altos muros del hospital próximo, completan la admirable decoración de dicho lugar, en el que solo desentona del conjunto la pared de la izquierda que está exigiendo una modificación adecuada al paraje.

Al pasar por allí, á las altas horas de la noche, se ven con los ojos de la imaginación la ronda del Santo Oficio y la de pan y huevo, los corchetes, la dueña misteriosa y hasta parece que se escucha la sentencia terrible:

Hombre que pecando estás

en este momento, advierte

no te sorprenda la muerte

conque crispaba los nervios de la persona más atrevida otra ronda inolvidable: la del pecado mortal.

La plaza de Capuchinos, para conservar en toda su integridad el sello de la antigua Córdoba, es la única vía de nuestra población donde aun nace y crece la yerba como en fértil campo.

Y no es por falta de tránsito, pues centenares de fieles van todos los días á visitar á la Virgen de los Dolores y, especialmente, los viernes, casi todo el pueblo desfila por la iglesia de la bendita Madre de los desamparados.

Aún durante las mayores aglomeraciones de gente reina allí un silencio solemne y augusto, porque el lugar invita al recogimiento y á la meditación.

Solo se escuchan el dulce murmullo de las plegarias y las voces lastimeras de los mendigos que, sentados en larga fila delante de la fachada del templo, demandan el óbolo de la caridad.

Unicamente hay un día en el año en que turban esa calma verdaderas explosiones de fervor religioso traducidas en el cantar más sentido que produjo la inspiración popular: la saeta.

Tal día es el Viernes Santo: cuando la hermosa imagen de la Virgen torna á su iglesia, después de la procesión, un inmenso gentío la acompaña y despídela en las puertas del santuario lanzando al viento innumerables saetas, cuyas notas, al perderse, dejan como una estela de amarga poesía.

Los alrededores de la plaza de Capuchinos resultan dignos de ella: demostrándolo están la cuesta del Bailío y la casa que le da nombre con su soberbia portada plateresca, edificio donde un médico artista ha hecho una admirable reproducción de la capilla del Mirah.

Vista desde el agiméz de este primoroso recinto la huerta del convento próximo, merced al gran desnivel del suelo, parece uno de los fantásticos jardines colgantes de Nínive y Babilonia de que nos hablan los historiadores.

Más de una vez, en nuestro vagar sin rumbo por la población de los tesoros inmensos, nos detuvimos en la plaza más bonita y clásica de Córdoba y al oir los ayes entrecortados de los enfermos acogidos en el hospital de los Dolores exclamamos en voz muy baja para que nadie nos oyera: ¡felices ellos en medio de su desgracia, porque la caridad les albergó en este asilo, frente á la angustiada Madre cuyos divinos ojos, nublados por el llanto, les dirigen sin cesar miradas de inefable dulzura; muy cerca del Cristo que abre los brazos para estrechar á la humanidad y próximos á la Cruz que indica el camino de las venturas eternas abierto para los justos al borde de la tumba.

 

 

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MANIFESTACIONES PÚBLICAS

 

El pueblo expresa lo mismo sus grandes entusiasmos que su profunda indignación por medio de las manifestaciones públicas é igualmente se vale de ellas para rendir un tributo de admiración á una persona insigne que para recordar un hecho glorioso o protestar contra un vejamen ó un abuso.

Por eso tales manifestaciones timen gran importancia para la historia.

Consignaremos aquí las principales que ha habido en esta ciudad desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días.

La primera que recordamos fué motivada por el regreso del Batallón Provincial de Córdoba, al concluir la última guerra carlista.

Las tropas que formaban dicho cuerpo se batieron heróicamente y, al volver, sus paisanos tributáronles uno de los recibimientos más entusiásticos de que se tiene memoria.

El vecindario en masa invadía las calles por donde pasaba el batallón, vitoreándolo y aplaudiéndolo y desde balcones y ventanas caía sobre los soldados una verdadera lluvia de flores, palomas y hojas de papel multicolores con inspirados versos.

Algunos de aquellos valientes, cuando llegaron al cuartel, iban materialmente cargados de coronas.

Otra acogida semejante obtuvo la primer sección de tiradores Mausser destinada al ejército de Cuba durante la última campaña, á su paso por Córdoba.

Detúvose aquí algunas horas y su visita provocó también un entusiasmo delirante; oficiales y soldados fueron obsequiados con una espléndida comida en el Círculo de la Amistad y un gentío inmenso acudió á la estación de los ferrocarriles para esperarles y despedirles, haciéndoles objeto de toda clase de atenciones.

Luego repitiéronse casi diariamente tales demostraciones al paso de las tropas que iban á batirse allende los mares, en aquella época en que la Marcha de Cádiz enardecía los corazones, hasta que los desastres coloniales abatieron nuestro espíritu y apagaron el fuego de nuestros entusiasmos, quizá para siempre.

Una noche circuló la noticia de que la escuadra de Eulate había derrotado á la temible flota yanqui; un grupo de jóvenes exaltados por el patriotismo, salió del café del Gran Capitán dando vivas y gritos de júbilo; en un establecimiento de la calle del Paraiso le facilitaron la barra de una cortina y unas cuantas varas de tela roja y gualda para improvisar una bandera; de allí fué en busca de la

Banda municipal de música que ensayaba en su academia y poco después recorría las calles una manifestación compuesta de cuatro ó cinco mil personas, llenas de gozo y de esperanza.

A la mañana siguiente sufrimos una terrible, una espantosa decepción; el triunfo supuesto se había convertido en el apresamiento de uno de nuestros barcos.

El domingo próximo al día en que esto ocurrió verificóse otra manifestación contra los Estados Unidos y los concurrentes á ella quemaron ante el Gobierno militar un cartelón en el que aparecía, pintado, un cerdo.

Al propalarse por toda España el rumor, todavía no hemos podido averiguar si fundado ó no, de que el Gobierno trataba de vender á Alemania las Islas Carolinas, organizóse en Córdoba una manifestación de protesta, en la que tomaron parte todas las entidades de la capital. Algunos asistentes al acto, entre ellos el Conde de Torres Cabrera, pronunciaron enérgicos discursos.

En nuestra ciudad sólo ha habido una procesión civica. Constituyó uno de los números del programa de fiestas organizadas con motivo del Centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón.

En ella figuraron las autoridades, todas las corporaciones, sociedades y centros y la mayoría de los gremios con estandartes y banderas.

En pocas ocasiones el entusiasmo de los cordobeses llegó al punto que cuando nos visitó el insigne y desventurado marino don Isaac Peral.

Millares de personas le seguían constantemente, aclamándole sin cesar; las señoras le arrojaban flores; obsequiósele con banquetes y serenatas y el recibimiento y la despedida que se le tributaron en la estación fueron manifestaciones imponentes, grandiosas.

También revistieron gran solemnidad las que todas las clases sociales, sin distinción de matices políticos, realizaron en honor de nuestro ilustre paisano don José Sánchez Guerra y Martínez cuando, con el carácter de Ministro de Fomento, vino á inaugurar las obras del pantano del Guadalmellato.

Y simpática en grado sumo fué la organizada por los cordobeses para desagraviar á su pintor Julio Romero de Torres con motivo de la injusticia notoria que con él cometiera el jurado de una Exposición nacional de Bellas Artes de Madrid.

Merecen, asimismo, los honores de la consignación, por lo respetuosas y expresivas, las manifestaciones de que fueron objeto los Coros Clavé de Cataluña, una estudiantina portuguesa y los grupos regionales españoles que se detuvieron en esta capital algunas horas, de paso para Sevilla.

La última y una de las más cariñosas y espontáneas que hemos conocido obtuviéronla los alumnos de la Academia de Infantería de Toledo.

Los habitantes de nuestra hidalga población disputábanse el honor de agasajar á los cadetes.

Aquellos actos, merced á la iniciativa del distinguido escritor don José Osuna Pineda, valieron á Córdoba er [sic] honroso dictado de "Muy hospitalaria", que se agregó á la leyenda de su escudo.

Distinta de todas las anteriores y verdaderamente lamentable fué una manifestación, en la que predominaban las mujeres, efectuada hace algunos años para protestar contra el impuesto de consumos.

Los manifestantes promovieron alborotos, quemaron algunas garitas de los empleados de la empresa recaudadora, y no cometieron mayores desmanes merced á la intervención de la fuerza pública y á la cordura del vecindario.

Por no considerarlas de interés para la historia de esta población, á causa de haberse generalizado en toda España durante los últimos tiempos, dejamos de mencionar otras manifestaciones ya de carácter político, ya organizadas por obreros ó estudiantes, pero sí haremos constar con satisfacción que en todas ellas demostraron los cordobeses su sensatez nunca desmentida.

 

 

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LA SEDA

 

Una de las industrias más antiguas de Córdoba, de mayor importancia y que han desaparecido por completo fué la de la seda.

Al tratar de ella vienen á la memoria recuerdos gratísimos del pasado, del solar de nuestros mayores, con sus sanas costumbres y su inefable poesía.

A fines del siglo XVI, la producción de la seda constituía uno de los principales elementos de la riqueza de nuestra ciudad.

Demuéstralo el número de los tornos y telares dedicados á tal industria; los primeros ascendían á doscientos y los segundos pasaban de mil setecientos.

En dichos telares tejíanse damascos, rasos, terciopelos, tafetanes, felpas, sargas y cintas.

De ellos salieron las magníficas colgaduras de terciopelo que ostenta el Crucero de la Catedral en las grandes fiestas, colgaduras hechas por obreros de Lyón traidos expresamente para confeccionarlas; esas colchas de damasco que engalanan los balcones de las casas antiguas cuando recorre nuestras calles la solemne procesión del Corpus; esas viejas mantillas que nuestras abuelas guardan en el fondo de los claveteados arcones, entre olorosos membrillos para que no se apolillen.

Como la morera es un elemento indispensable para la cría del gusano de seda, abundaba extraordinariamente en Córdoba.

Formaba las cercas de las fincas de campo; no había patio, corral ni huerto en que faltase; casa de las moreras llamaban á un edificio de la calle de los Judíos y á otro situado en la de la Morería, porque en ellos había gran número de esos árboles, y huerta del Moreal denominase aún una de las más próximas á nuestra población, seguramente por la misma causa.

En la antigüedad dictóse una ordenanza en virtud de la cual se disponía la plantación en cada haza de cierto número de moreras.

Al principio del siglo XIX prohibióse la exportación de la seda en rama al extranjero y esta disposición asestó un golpe de muerte á la citada industria cordobesa.

Valencia tuvo que abaratar el precio de sus sedas, y como eran mucho más finas que las que aquí se elaboraban, estas pronto quedaron relegadas al olvido.

Y ya en los tiempos actuales vemos que la cría del gusano de seda constituía en nuestra capital más que un negocio una distracción provechosa, distracción favorita de las mujeres, lo mismo de las clases elevadas que del pueblo.

Unas en mayor escala que otras, con sujeción á los elementos de que disponían, echaban todos los años los gusanos, según la frase empleada por ellas, cuidábanlos con esmero esclusivamente femenil, preparándoles las ramas en donde habían de realizar su prodigiosa labor, poniéndoles diariamente hojas frescas de morera, impidiendo á todo el mundo que se les acercara cuando fabricaban el capullo y procurando contrarrestar con otros los ruídos de las tormentas porque, según una creencia vulgar, esas orugas mueren al oirla.

Los domingos la familia iba al campo para proveerse de hojas de morera, y los demás días de la semana, los muchachos, cuando salían de la escuela, encaminábanse al huerto en donde, mediante el pago de una suma la cual solía ascender á ocho o diez reales mensuales por la hoja que cogieran un día sí y otro no á cada árbol, les proporcionaban la alimentación de los gusanos de seda.

Cuando estaban los capullos concluídos y sus misteriosos constructores los rompían para salir transformados en mariposas, á las anteriores tareas sucedían otras no menos delicadas: la de cojer la semilla del animal y la de hilar la seda, para las que eran precisas habilidad y paciencia extraordinarias.

Del fondo de la caldera donde se depositaban los capullos iban saliendo hilos casi invisibles que, juntos y torcidos, constituían luego la finísima hebra.

Manos de hadas se necesitaban para hilarla por estos procedimientos primitivos.

Y seguía al hilado la operación, ya menos difícil, del teñido y luego pasaba la reda al telar, con júbilo inmenso de la mujer, merced á cuyos afanes y trabajos se habían realizado todas esas admirables evoluciones.

Y allí, poco á poco, transformábase en la vistosa corbata que serviría de regalo para el novio; en la faja destinada al padre; en las vueltas que había de lucir la capa de paño azul, también fabricado en Córdoba, ó en la tela del paraguas encarnado, característico de nuestra antigua ciudad, que duraba eternamente y bajo el cual podía librarse de la lluvia toda una familia.

Confeccionadas las prendas que cada cultivadora de esta industria tenía el capricho de poseer vendía el resto de los capullos y, por regla general, dedicaba su importe al pago de la renta de la casa.

El pueblo llamaba gráficamente al producto de la cría del gusano el pegujal de la mujer.

Abundaban las obreras dedicadas á hilar y tejer la seda; las últimas fueron dos hermanas, conocidas por las tejedoras, que habitaban en la calle del Amparo.

Entre los gusanos críanse algunos, denominados con gran propiedad gorrones porque no confeccionan capullos y, sin embargo, disfrutan de los cuidados de que son objeto los demás; es decir, pretenden disfrutar porque las personas prácticas en la cría los conocen y condenan á una muerte terrible, para que también les sean útiles.

Los echan en un recipiente lleno de vinagre, donde permanecen durante cuarenta y ocho horas; transcurrido ese tiempo cógenlos por las dos extremidades, tiran con fuerza y quedan convertidos en dos gruesas hebras, resistentes é impermeables; en esas hebras denominadas aderezos por los pescadores á quienes sirven para sujetar el anzuelo á la cuerda.

Antiguamente, con tales hebras ó aderezos, también se tejían bolsas para el dinero, que parecían de plata por su color y brillo.

Así los gorrones resultaban útiles, lo mismo que la seda inservible para los tejidos, con la cual adornaban los talabarteros cabezadas, cinchas y pretales.

En la segunda mitad del siglo XIX desapareció por completo en Córdoba la repetida industria: hace algunos años se trató de constituir, para restablecerla, una sociedad, pero este proyecto, como otros muchos, no llegó á la práctica y hoy solo nos quedan de aquel elemento importantísimo de riqueza el recuerdo que aun perdura en la memoria de los ancianos; las hermosas colgaduras que vemos en el Crucero de la Catedral cuando se celebran los grandes acontecimientos religiosos; algunas prendas cuidadosamente guardadas en el fondo del arca de la abuela y una casa en la calle de Muñices á la que el vulgo denomina casa de la seda porque los antecesores de sus actuales dueños desarrollaron allí tal negocio en gran escala.

 

 

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DON AGUSTÍN MORENO

 

Una de las figuras cordobesas más notables del siglo XIX fue el sabio y virtuoso sacerdote don Agustín Moreno Ramírez; no hemos de dejar, por tanto, de dedicarle algunas notas en este libro.

Apesar [sic] de que, hasta sus más íntimos amigos como don Francisco de Borja Pavón le creían natural de la villa de Montemayor, donde se criara, nació en Córdoba el 20 de Mayo de 1810.

Un tío suyo, fray Antonio López, último prior del convento de religiosos agustinos de esta capital, lo trajo á dicha residencia apenas tuvo edad para dedicarse al estudio y aquí tomó el hábito de expresada orden y cursó Filosofía y Teología, al mismo tiempo que aprendía la música y se adiestraba en tocar el órgano, bajo la dirección del maestro de capilla de la Santa Iglesia Catedral don Jaime Balius.

La exclaustración obligóle á abandonar el monasterio cuando se proponía ampliar sus estudios y volvió á Montemayor, pueblo en que habitaba la mayor parte de su familia, yendo después á Gibraltar, donde ejerció, durante algún tiempo, el sagrado ministerio del sacerdocio.

Regresó á Córdoba y el Obispo señor Tarancón nombróle cura regente de la parroquia de Santa María Magdalena, cargo que desempeñó durante ocho años.

Por último, al fundarse en el 1864, por iniciativa de don José Ramón de Hoces, Duque de Hornachuelos, el Asilo de Madre de Dios y San Rafael, fué elegido director de aquel establecimiento benéfico, destino en el cual le sorprendió la muerte el 28 de Noviembre de 1883.

Tales son, en resumen, los datos biográficos de don Agustín Moreno Ramirez.

Hablemos ahora de sus dotes y virtudes extraordinarias.

Discípulo predilecto de aquel varón insigne, también cordobés, que se llamó el Padre Muñoz Capilla, asimilóse toda su doctrina y su buen ejemplo, lo que, como él mismo afirmaba, fué uno de los favores más señalados que le hizo Dios.

Su clara inteligencia y su afición á la lectura proporcionáronle profundos conocimientos teológicos y literarios.

Dominaba de igual modo la palabra que la pluma y si sus sermones eran elocuentes y estaban llenos de profunda doctrina y de unción evangélica, de sus escrito desprendíase el perfume de bondad, de sencillez, que avalora las obras de los grandes místicos.

Quince de sus sermones nos ha legado en un tomo; todos pueden servir de modelos de oraciones sagradas y especialmente uno dedicado á la Ascención del Señor, verdaderamente notable.

También publicó una historia interesantísima de Jesucristo titulada La Concordia Evangélica y varios folletos con novenas y oportunísimas consideraciones sobre puntos religiosos.

En la Revista Agustiniana que se editaba en Valladolid colaboró frecuentemente dando á conocer en ella curiosos detalles de la vida del Padre Muñoz Capilla, que no estaban consignados en sus biografías.

Además conservó muchos escritos inéditos del citado religioso que, gracias á don Agustín Moreno, vieron la luz pública, en algunos de los cuales se tributan merecidos elogios al inolvidable Director del Asilo de Mendicidad.

Pero donde á nuestro juicio sobresalía más como escritor era en el género epistolar; las cartas que dirigía á sus parientes, á sus compañeros, á sus amigos eran tan espontáneas, revelaban de tal modo el corazón de su auto- [sic] y su acendrada fé y tenían una forma tan sencilla y pulcra al mismo tiempo que la lectura de esos documentos íntimos conforta el espíritu y produce una satisfacción inefable.

Hasta nuestras manos han llegado copias de algunas epístolas dirigidas á la Madre Pastora, del convento de Capuchinas de esta capital, que parecen inspiradas por la mística Doctora ó por San Juan de la Cruz.

Pero con ser excepcional la inteligencia de don Agustín Moreno se le sobreponían sus dotes morales y sobre todo su caridad.

Hombre de carácter afable y expansivo, en su trato sencillo y cariñoso no había la menor afectación.

Su palabra era fiel expresión de sus sentimientos y la mentira nunca manchó sus labios.

Odiaba las murmuraciones y jamás consentía que persona alguna, ante él, pronunciara frases delatoras de tal vicio.

Rendía culto á la Justicia y nadie, ni grandes ni pequeños, hubieran conseguido de este modelo de sacerdotes cosa que no fuera lícita y razonable.

Vivía modestamente, sin la menor ostentación de lujo en su casa, en su mesa ni en sus vestidos.

Padre de los pobres llamábanle muy acertadamente porque con solicitud paternal les atendía y siempre hallábase dispuesto á socorrer al menesteroso.

Heredó un mediano capital de su tía doña Rafaela López, hermana del Prior del convento de San Agustín, de Córdoba, y casi todo lo repartió entre los necesitados de Montemayor que en sus apuros recurrían á la caridad inagotable del padre Agustín Moreno.

A su sobrino, de nombre y apellidos análogos á los suyos, le decía con frecuencia: "no esperes de mí heredar bienes, pues te llevarás un solemne chasco; solo he de dejarte heredero de las doctrinas que siempre he enseñado y de las máximas que he predicado".

Cuando desempeñaba el cargo de cura ecónomo de la parroquia de Santa María Magdalena, como le reprochara su madre, un año en que hubo cólera, que dejase la comida para ir á visitar á los enfermos, le contestó: "es mi obligación y así tengo que cumplirla".

Predicaba frecuentemente en la iglesia de los Dolores y no sólo negábase á recibir emolumento alguno, sino que socorría á los innumerables mendigos que acostumbran á situarse en la puerta de aquel templo.

Como una persona de clase humilde acudiese á él para encargarle una Misa negábase á cobrarla, diciendo: "quedese con el dinero que lo necesita más que yo, y si no le hace falta destínelo á limosnas".

Pero donde más revelo su caridad inagotable fué en el Asilo de Madre de Dios y San Rafael.

Al aceptar el cargo de Director del citado establecimiento impuso la condición de que las dos mil pesetas que se le asignaban de sueldo quedaran á beneficio de dicha casa.

Y, además, parte de su peculio destinábalo á las atenciones y mejoras del Asilo.

Profesaba á los acogidos un afecto verdaderamente paternal.

Consolábales en sus aflicciones, les inculcaba con el ejemplo hábitos y costumbres sanos y morales, avivaba en sus corazones la llama de la fé y conseguía de este modo hacer, no llevadera sino hasta agradable, la vida de los desheredados de la fortuna que acaban su triste odisea por el mundo en un asilo ó en un hospital.

Cuando un anciano sentíase enfermo, don Agustín Moreno acudía á prestarle toda clase de auxilios y si la dolencia se agravaba poniendo en peligro la vida del pobre viejo, veíasele junto al lecho del moribundo, abatido y triste, como quien presencia la agonía de un hijo.

Las memorias anuales que presentaba al Ayuntamiento, dándole cuenta detallada del estado del Asilo, son un modelo y una prueba elocuente de la pulquérrima administración del celoso fraile agustino.

Con indescriptible complacencia escribía en la primera de las citadas memorias: "¡Cuánto gustaba en los días del crudo invierno ver á los pobres labrando esparto en las galerías altas de esta casa, entre cristales, é hilando ó haciendo media junto á un braserito á las pobrecillas que antes veíamos ociosas y pasadas de frío, por esas calles ó en las puertas de las Iglesias".

He aquí un detalle que demuestra la rectitud de don Agustín Moreno.

Algunas veces venia, para verle, el sobrino suyo á quien antes hemos aludido.

En una ocasión permaneció un mes ó más al lado de su tío, y este, en las cuentas del Asilo, consignó la siguiente partida: "Por la estancia á mi lado de mi sobrino Agustín tantos reales, á razón de cinco diarios".

Tales cuentas jamás eran examinadas en el Municipio pero un día, por mera curiosidad, las repasó el síndico y al ver la partida antedicha, preguntó al alcalde, don Bartolomé Belmonte, cómo permitía que el Director del Asilo de Mendicidad abonase la comida de un individuo de su familia que le acompañaba.

El Alcalde, que ignoraba este hecho, envió un oficio á don Agustín Moreno rogándole que no se repitiera lo ocurrido.

En Septiembre de 1883 el dignísimo sacerdote sintióse enfermo; á poco la debilidad suma que le postraba obligóle á no abandonar el lecho y con el espíritu sereno y la conciencia tranquila se preparó para el trance de la muerte.

Y al llegar á este punto de nuestras Notas no hemos de resistir al deseo de copiar los dos últimos documentos del venerable agustino; son dos oficios dirigidos al Alcalde.

El primero dice así:

"Cada día siento más la debilidad en que me hallo y la imposibilidad de atender á la administración espiritual y temporal de esta casa. Y aunque siempre he tenido y tengo ahora para ambas atenciones poderosísimos auxiliares en los oficiales y buenas almas que me rodean, todavía creí conveniente rogar al señor Rector de Santiago don Mariano Amaya, tomase la inspección de estos asuntos y ocupase en ellos mi lugar. Opuso algunas dificultades, pero excitado por persona competente, accedió á ello, habiendo examinado el mecanismo con que se llevan las cuentas.

Quizá esta determinación sea en manos de la Providencia Divina un medio para que continúe con mejoramiento el bien que han disfrutado los pobres y se prolongue la paz que ha reinado entre los diversos Municipios y mi humilde persona en los veinte años que va á hacer se abrió esta casa de misericordia.

Por los innumerables favores que he recibido doy al Municipio y al pueblo cordobés las debidas gracias en este día en que me preparo para recibir el Santo Viático y poder dar felizmente el gran paso del tiempo á la Eternidad.

Dios guarde á V. S. muchos años. C6rd6ba 17 de Noviembre de 1883. - Agustín Moreno".

He aquí los términos en que está concebido el segundo:

"Las graves molestias que he sufrido esta mañana son indicios ciertos de que se acerca el termino de mi vida temporal. He oído que el Excmo. Ayuntamiento de su digna presidencia disponía honrar mi humilde persona con algunos honores fúnebres que de modo alguno corresponden al que por su nacimiento, por su profesión religiosa y por sus demás circunstancias no es más que un pobre hijo de pobres. A esto se agrega la circunstancia de que aún no ha llovido y los pobres y el pueblo todo estimarán en más se convierta en socorro de sus necesidades lo que V. E. con recto fin quisiera destinar á estimular á otros á que siguieran el pequeño buen ejemplo que pueda yo haber dado, no por mis sentimientos, no por mis fuerzas naturales, sino por la gracia y misericordia de aquel Señor que elige para bien de sus hijos á aquello que de suyo es más despreciable.

Suplico por última gracia á V. E. y al Excmo. Ayuntamiento acojan este mi deseo y rueguen al Dios de las misericordias me perdone y nos reuna en la patria celestial.

Dios guarde á V. E. muchos años. Córdoba 25 de Noviembre de 1883. - Agustín Moreno".

¡Qué hermosas son estas cartas y qué gratas [sic] impresión produce su lectura!

El 17 de Noviembre de 1883 el párroco de la iglesia de Santiago don Mariano Amaya administró á don Agustin Moreno el Santo Viático que fué acompañado desde la iglesia citada hasta el Asilo por la Corporación municipal é innumerables personas de todas las clases sociales que acudieron á rendir este tributo al sabio y virtuoso agustino.

El acto de la entrada de Su Divina Majestad en el citado establecimiento de beneficencia resultó grandioso y conmovedor. Los acogidos recibiéronla arrodillados, con tristeza profunda, vertiendo el llanto hermoso que producen el cariño y la gratitud.

El día 28 del citado mes, á las ocho y media de la mañana, don Agustín Moreno Ramírez dejó de existir, á consecuencia de un síncope, según la certificación del médico don José María Rodríguez, con la tranquilidad del justo, rodeado de sus parientes, deudos y amigos.

La noticia del fallecimiento del Director del Asilo produjo una impresión dolorosísima en nuestra ciudad, sobre todo entre las clases humildes.

El día siguiente al de la defunción, á las tres y media de la tarde, se celebraron en la iglesia parroquial de Santiago los funerales del ilustre sacerdote, costeados por el Municipio, el cual, acatando las últimas disposiciones del finado, no pudo desplegar en ellos toda la pompa que se propusiera.

La manifestación de duelo fué imponente; formaban el cortejo más de cuatro mil personas de todos los órdenes, categorías, condiciones ó ideas.

Desde el templo mencionado, aquella multitud heterogénea, á la que dominaba un solo sentimiento, el del dolor, acompañó al cadáver hasta el cementerio de San Rafael, donde recibió sepultura.

El conocido republicano don Francisco de Leiva y Muñoz pronunció ante los inanimados restos una oración fúnebre en la que calificó al inolvidable sacerdote de nuevo Santo Tomás de Villanueva.

Un testimonio elocuente de la acendrada fé, la rectitud y la caridad de don Agustín Moreno y Ramírez es su testamento otorgado ante el notario don Rafael García del Castillo el 24 de Diciembre de 1873, en el cual dice "que más bien debe considerarse como declaración de deudas que como testamento".

Lleno de verdadera unción evangélica está el preámbulo, en el que hace fervientes protestas de sus acendrados sentimientos religiosos y las cláusulas demuestran la generosidad de aquel corazón grande y noble en el que jamás arraigaron las pasiones mezquinas.

Heredero universal de su tía doña Ana María Moreno, declara en el documento á que nos referimos que nada ha dispuesto de tal herencia y, por tanto, pasará íntegra á las personas designadas por la testadora para el caso de que él no dispusiera de los bienes.

Hombre amante del estudio, tenia en más estimación sus libros y papeles que sus modestos ahorros y así, antes de disponer de estos, encarga que aquellos "no se vendan á las tiendas ó especerías, sino que se cuide pasen á personas que los hayan de usar".

En último término, hace una distribución admirable de su humilde hacienda.

Ordena que se provea á la asistencia y cuido de la señora doña Rafaela López y Zafra que vive en su compañía desde que en Montemayor asesinaron á su hermano é hirieron gravemente á ella, con recomendación expresa á los herederos de que contribuyan á prolongar los días y á disminuir cuanto sea posible las molestias de dicha anciana señora; manda, por considerarlo justo y una obra de piedad, que se dé una decente recompensa á tres mujeres que le prestaron excelentes servicios, una asistiéndole y las otras dos auxiliándole en los trabajos de la dirección del Asilo de Mendicidad y, finalmente, instituye heredero del remanente que quedara á su primo don José María Moreno y Alférez.

Hemos hecho este extracto de las disposiciones testamentarias de don Agustín Moreno porque constituye la mejor apología del inolvidable presbítero.

El Ayuntamiento de Córdoba, además de costear los funerales del primer Director del Asilo y de concederle sepultura, en la sesión celebrada el primero de Marzo de 1886 acordó, á propuesta del primer teniente de Alcalde don Pedro Rey, colocar una lápida conmemorativa en lugar preferente del citado establecimiento benéfico; sustituir el nombre de la calle del Sol por el de Agustín Moreno, y construir un mausoleo en el lugar donde se hallan los restos del virtuoso sacerdote.

El mausoleo quedó terminado en el año 1889; por cierto que en su inscripción hay un error, acerca del cual llamamos la atención del Municipio para que lo subsane, á fin de evitar confusiones en la historia cordobesa; dice que el señor Moreno murió el 28 de Noviembre de 1884, debiendo decir el 28 de Noviembre de 1883.

Tal fué el religioso agustino y presbitero don Agustín Moreno y Ramírez: si abundaran los hombres como él se- ducirían [sic] extraordinariamente los males que aquejan á la sociedad.

 

 

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LOS CEMENTERIOS

 

La modestia de los cordobeses, enemigos de falsas ostentaciones, se revela en sus cementerios. No hay en ellos túmulos suntuosos que suelen ser obra, más que de la piedad y del afecto, de la vanidad y del orgullo.

Sólo se elevan en nuestras necrópolis sencillos mausoleos, suficientes para guardar un puñado de tierra, mientras el cariño erige monumentos grandiosos, á los seres que ya no existen, en los corazones de sus deudos.

Los dos primeros cementerios de Córdoba fueron construidos durante el año de 1804, uno en la huerta del convento de San Cayetano y otro en el Campo de la Verdad.

En aquel mismo año, á causa del desarrollo de la epidemia llamada fiebre amarilla, se formaron otros dos, con carácter provisional, uno detrás de la ermita de San Sebastián y otro contiguo á las tapias de la huerta de la Reina.

En 1811 se habilitó para cementerio un haza colindante con la ermita de Nuestra Señora de la Salud y después de distintos periodos de tiempo en que se volvió á inhumar los cadáveres en las iglesias, en 1833 empezó la construcción definitiva de los dos campo santos que tenemos en la actualidad.

El de Nuestra Señora de la Salud, aunque desde su fundación utilizó la ermita que le da nombre, no la poseyó en propiedad hasta el año 1846, en que el Ayuntamiento celebró un convenio con el Cabildo Catedral.

Este campo santo es más pequeño que el de San Rafael por corresponder á una parte más reducida de la población, pero tiene mejores enterramientos que el otro.

En sus primeros patios se levantan ocho capillas de piedra con altares y criptas, pertenecientes á los señores Marqueses de Cabriñana, Condesa de Manzano, Marquesa de Salazar, Condes de Casillas de Velasco, Marqués de Dávalos, don Eduardo Altuna, don Rafael Cabrera y á una familia desconocida que erigió la primera del lado izquierdo contigua á la rampa de entrada, consignando la propiedad á nombre de una señora francesa cuyos restos guarda en su única fosa.

Entre las personas de valía que duermen el sueño eterno en esta necrópolis figuran el sabio religioso agustino fray José de Jesús Muñoz Capilla, el ilustre filósofo y matemático don José Rey Heredia, los eruditos escritores don Luis María Ramírez y de las Casas Deza y don Carlos Ramírez de Arellano, el inspirado poeta don Javier Valdelomar y Pineda, Barón de Fuente de Quinto, el elocuente juriconsulto don Angel de Torres y Gómez, el venerable decano de la prensa de Córdoba don Rafael García

Lovera y el docto Magistral don Manuel González Francés, enterrado en la capilla del Cabildo Catedral.

En una bovedilla del segundo patio hay una lápida de mármol blanco con un busto en alto relieve y una inscripción según la cual ocupan aquel nicho las cenizas de un "escritor distinguido" de quien no hemos podido adquirir noticia alguna; llamóse don Vicente Manuel Cociña y murió el 29 de Abril de 1854, á los treinta y cinco años de edad.

Cerca de este nicho álzase un mausoleo que es, indudablemente, el más visitado, pues hasta muchas personas extranjeras van á verlo; el que conserva las cenizas de aquel torero famoso que se llamó Rafael Molina Sánchez, Lagartijo.

En cambio hay un departamento, oculto y olvidado, en que raras veces nótanse las huellas de la planta del hombre y cuya contemplación produce calofríos: el lugar donde se entierra á los desgraciados á quienes la justicia humana privó de la existencia.

En el cementerio de Nuestra Señora de la Salud ocurrió un caso curioso: diezmaba á la población una terrible epidemia colérica y sus víctimas, apenas fallecían, eran trasladadas á la necrópolis.

En una huerta próxima juzgaron muerta á una pobre mujer atacada de la referida enfermedad y que sólo sufría un síncope ó colapso; condujéronla inmediatamente al campo santo y allí quedó en el depósito.

A las altas horas de la noche la enferma, conocida por la Melera volvió en sí y al darse cuenta del lugar en que estaba, tuvo el valor necesario para abandonar, de un brinco, la piedra que le servía de lecho; saltó por la tapia mas próxima y, corriendo á campo atraviesa, llegó hasta su casa, donde deudos y amigos lloraban sin consuelo á la difunta.

La impresión que su presencia produjo es indescriptible; baste decir que algunos doloridos se creían presa de una atroz pesadilla.

Aquella mujer vivió bastantes años después del suceso referido y no solo en su barrio sino en casi toda Córdoba se la conocía por el apodo de la resucitada.

Como contraste del anterior narremos ahora un caso cómico.

Un gitano, flor y nata del gremio de esquiladores, mantenía relaciones amorosas con una linda muchacha del barrio del Alcázar viejo y al galán ocurrióle la mayor desventura que pudiera sufrir un novio de su raza; á su futuro padre político le nombraron guarda del cementerio.

La noticia del destinito le produjo una impresión que no es para contada; ¡como que antes concluiría las relaciones, aunque estaba verdaderamente enamorado de la moza, que ir á pelar la pava al campo santo!.

Al fin pudo solucionarse el conflicto merced á una buena amiga de la joven que le ofreció la puerta de su casa para que en ella hablara con el cañí.

Pero la chica no se conformaba con aquel rato de palique y esforzábase para conseguir de su novio que, desechando pueriles temores, fuese á verla á su nuevo domicilio.

Tanto le picó el amor propio, llegando á motejarle de gallina, que el pobre hombre, realizando un sacrificio heróico, presentóse una tarde en el cementerio.

De dos saltos cruzó el patio de entrada, internándose en el último rincón de las habitaciones del portero.

Nervioso, intranquilo, ni atendía á la conversación de su amada ni sus labios podían articular usa frase.

La entrevista fué muy corta; apenas empezó á perderse la claridad del día el mozo, con el pretesto de que le aguardaban unos amigos para un asunto urgente, despidióse de la muchacha y se dispuso á abandonar aquella fúnebre mansión.

Alguien, conocedor de este pasillo bufo, concibió y puso en práctica una idea diabólica; enharinóse la cara y se colocó, inmóvil y ríjido, apoyado sobre una de las puertas donde le iluminaba por completo la luna.

Cuando, en el momento de traspasar los umbrales, lo vió el gitano escapósele de la garganta un grito estridente, horrible y emprendió tan vertiginosa y desesperada carrera que se habría estrellado contra la muralla de la puerta de Sevilla sino [sic] le hubiesen detenido los dependientes del resguardo de consumos.

*

En el año 1835 terminó la construcción del cementerio de San Rafael en terrenos de los cortijuelos llamados de la Gitana, de Pineda y de las Infantas.

Su capilla se edificó en 1849 utilizando, para el retablo, parte de la ornamentación de la ermita ruinosa de

San Sebastián en virtud de un acuerdo de los cabildos Catedral y Municipal por el que se comprometía el segundo á celebrar solemnemente la fiesta de dicho Santo, el 20 de Enero, en la mencionada capilla.

Decoran los muros de esta varios cuadros antiguos de escaso mérito.

No hay en el cementerio de San Rafael capillas de propiedad particular y todos los mausoleos son modestos y sencillos.

De las personas que lograron notoriedad, cuyos restos guarda esta necrópolis, recordamos al virtuosísimo sacerdote don Agustín Moreno; al erudito arqueólogo y excelente paisajista don Rafael Romero Barros; á los inspirados ó poetas don Manuel Fernández Ruano y don Enrique Redel; á los beneméritos cronistas de Córdoba don Francisco de Borja Pavón y don Teodomiro Ramirez de Arellano; al popular músico don Eduardo Lucena y al gran dibujante don Rafael Romero de Torres.

Y en el departamento civil hállanse las cenizas de don Fernando Garrido Tortosa, figura saliente de la república española, pintor y literato, y las de don Francisco de Leiva Muñoz, historiador y periodista de méritos indiscutibles.

Entre los epitaños en verso que hay en ambos cementerios solo en este hemos leido uno que se sale de la vulgaridad.

Está grabado sobre una pequeña lápida que cubre parte de la sepultura de doña Dolores Ogayos Cruces, fallecida el 7 de Enero de 1894 y dice así:

En mis brazos murió, boca con boca;

bebí anhelante su postrer aliento

que aumentando por grados mi tormento

desde entonces el alma me sofoca.

Yo mismo la vestí, mudo cual roca,

sin lanzar un gemido ni un lamento,

cumpliéndole un sagrado juramento,

negro manto le puse y blanca toca.

Hoy, cuando la amargura me enloquece

una dulce visión de aspecto santo

con hábito mongil se me aparece.

Compasiva me mira y cuando el llanto

mis párpados cansados humedece

las lágrimas me enjuga con su manto.

En un nicho hay una lápida curiosa, no por los versos que asímismo ostenta sino porque la hizo para que fuese colocada en su propia bovedilla el sacerdote don Diego Serrano Galindo, sacristán de la iglesia de San Andrés, que también construyó su ataud.

Antiguamente en los arcos de las primeras galerías destinadas á los nichos estaban escritas, con grandes caracteres, algunas de las inmortales coplas de Jorge Manrique.

No sabemos por qué habrán desaparecido, pues juzgamos muy oportuna la idea de quien mandara grabarlas en aquellos muros.

He aquí, ahora, dos casos cómicos relacionados con este cementerio.

Una mañana los dependientes de la necrópolis vieron, con gran asombro, asomar los pies de un hombre por el arco de una bovedilla que debía estar desocupada.

Aproximáronse adoptando todo género de precauciones y cuando, tras larga deliberación, decidieron sacar aquel animado ó inanimado cuerpo, pues nadie sabía si se trataba de un vivo ó de un difunto, el sujeto en cuestión salióse de su escondite y explicó el enigma.

Era un torero en ciernes; al asaltar las tapias del Matadero para ensayarse en su futura profesión sorprendióle el guarda y le castigó con dureza; él, en un instante de arrebato, disparóle un tiro de pistola, huyó y no sabiendo dónde esconderse para que no le detuvieran, se ocultó allí, donde había pasado la noche. La pena resultó mayor que el delito porque el disparo no hizo blanco.

Una noche de invierno, en una taberna de la puerta Nueva, discutían varios individuos acerca del valor.

Uno se jactaba de no haber conocido el miedo y tales eran sus bravatas que otro contertulio le dijo, con el asentimiento de toda la reunión: yo apuesto lo que quieras á que no te atreves á ir ahora, solo, al cementerio.

Va apostada la cena, contestó el valiente.

Pues andando, agregó el iniciador del reto y para que pueda justificarse que has ido toma esta punta de París y la clavas en la tapia de la izquierda.

Allá fue el bravucón y media hora después entraba de nuevo en la taberna, presuroso, lívido, con el sello del terror grabado en el rostro... y sin capa.

¿Qué te ha sucedido? exclamaron sus camaradas á coro.

Pues que llegué, replicó casi sin poder hablar todavía, puse la señal convenida y, al pretender alejarme, sentí que me sujetaban primero y que me arrebataban la capa después, sin ver á persona alguna.

Sospechando que se trataba de una fábula encamináronse los bromistas al cementerio y allí encontraron el clavo y la capa, prendida con él al muro, inadvertidamente, por el protagonista de la aventura.

*

El cementerio del Campo de la Verdad es, como ya hemos dicho, el más antiguo de Córdoba y el único que tiene carácter parroquial, pues pertenece al barrio y á su iglesia y no al Municipio como los otros dos.

Se halla contiguo al templo del Espíritu Santo y, por su sencillez, aseméjase á las necrópolis de los pueblos, llenas de una triste y dulce poesía.

Hace ya muchos años, al regreso de una gira campestre, la curiosidad infantil nos impulsó á observar por una raja de la carcomida puerta de este cementerio lo que ocurría en su interior.

Al borde de una pequeña fosa, casi oculta por la maleza, había una cajita blanca con el cadáver de un niño y un sepulturero de faz siniestra arrebatábale las cintas y flores que lo adornaban.

Más de una noche nos produjo espantosas pesadillas el recuerdo de tal escena y el terror crispó nuestros nervios al pensar que podíamos correr la suerte de aquel desventurado niño.

Las necrópolis de Córdoba están muy mal situadas consecuencia de su proximidad á la población.

Durante muchos años no se ha permitido la entrada en ellas los días de Todos los Santos y de los Difuntos, basando la prohibición en las prescripciones de la higiene pero, en realidad, con el plausible objeto de evitar espectáculos poco edificantes.

*

Lejos de la población, en el sitio llamado Arroyo de las Piedras, cerca de las ruinas de una fábrica, levántase un pequeño cementerio sin cruces en sus tumbas, siempre cerrado y solo.

Es el cementerio de los protestantes, construido por don Duncan Shaw, director de una importante sociedad inglesa que explotaba una gran fundición de plomo en el paraje citado.

*

Y allá en la cumbre de Sierra Morena, donde parece que la Naturaleza tiene un de bordamiento [sic] de vida, en el Desierto de Belén, en las Ermitas, hay un cementerio en el que está escrito el grandioso poema de la muerte.

La calavera con la sentencia terrible

Como te ves yo me vi,

como me ves te verás;

el nicho siempre abierto, semejante á la boca de un mons-

truo que aguarda á su presa; los ríjidos cipreses que simulan dedos de una mano jigantesca señalando el camino de la otra vida, despiertan las ideas y los sentimientos en los cerebros y en los corazones en que están más dormidos y sobrecojen [sic] el ánimo del hombre más viril ...

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Lector: á la entrada del cementerio de la Salud hay un modesto panteón, sellado por la patina del tiempo, que guardara mis despojos; si me sobrevives y eres creyente, cuando visites la ciudad de los muertos eleva una oración por el humilde cronista.

 

 

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UN SACRISTÁN CON BIGOTE

 

Aquella gran figura de la Iglesia que se llamó fray Ceferino González, acababa de ocupar la Silla de Osio y efectuaba su primera visita pastoral á los pueblos de la Diócesis, inspeccionando minuciosamente el estado del culto y del clero, atendiendo cuantas indicaciones provechosas se le hacían, dando sabios consejos y corrigiendo hasta las menores deficiencias.

Al atardecer de un día de otoño llegó á una pequeña aldea, cansado de su ya largo viaje, é inmediatamente dirigióse, sin que la mayoría del vecindario se hubiese enterado de la presencia del ilustre huésped, á la casa donde se había de albergar.

Fray Ceferino Cioniález, hombre madrugador, despertó el siguiente día mucho antes de que se advirtiese la primera claridad del alba, llamó al familiar que le acompañaba y le dijo: levántate, ve en busca del sacristán de la parroquia y dile que prepare la iglesia, pues dentro de media hora voy á celebrar el Santo Sacrificio.

Señor -objetó el familiar- si todavía es de noche.

No importa, contestóle el Prelado, quiero decir Misa antes de que la gente sepa que estoy aquí y acuda al templo más por curiosidad que por devoción.

Acto seguido el acompañante del insigne filósofo cumplió la orden y poco después el virtuoso Obispo oficiaba en presencia, únicamente, de su familiar y del sacristán que le ayudaba á la Misa. Sólo las débiles luces del altar iluminaban el humilde templo de la aldea.

Al concluir la ceremonia fijóse el Pastor de la Diócesis en el individuo que le había ayudado á la Misa y exclamó en voz baja: ¡en la vida he visto un sacristán con bigote! Y el sujeto en cuestión murmuró en el mismo tono: ¡ni yo un sacristán que no haya cobrado en veinte años!

Ni una palabra más se cruzó entre ambos.

Al llegar Fray Ceferino á la casa en que se hospedaba apuntó en su libro de notas: En la aldea tal el sacristán tiene bigote y no cobra hace veinte años.

Cuando, terminada la visita pastoral, el Prelado regresó á Córdoba una de sus primeras órdenes fué para que se le presentara el sacristán aludido.

Pocos días después compareció ante el sabio insigne, todo turbado y confuso, el pobre aldeano.

Te oí declarar respondiendo á una exclamación mía, le dijo el venerable Pastor, que hace veinte años que no cobras; pues bien, te he llamado para que me expliques cómo ha podido ocurrir eso.

Señor lo explicaré, respondió balbuciente; yo, cuando era muchacho servía de monaguillo en la iglesia; murió el sacristán y el señor cura me propuso que le sustituyera, ofreciéndome, á cambio, gratuitamente un portal para que ejerciera mi oficio de zapatero.

Yo acepté el ofrecimiento y... hasta hoy.

Fray Ceforino meditó unos instantes y despidió á su interlocutor con estas palabras: pues bien, ve á una barbería y manda que te quiten el bigote; vuelve aquí para que yo te vea sin él y márchate inmediatamente á tu pueblo.

El zapatero sacristán cumplió el mandato al pie de la letra y volvió á su aldea completamente rasurado.

En vano preguntáronle los amigos la causa de aquella transformación; á nadie quiso revelársela.

Poco después recibía una cantidad de dinero para él tan fabulosa como inesperada: era el importe de los honorarios que le correspondían por el desempeño de las funciones de sacristán durante una veintena de años, que alguien había estado cobrando indebidamente.

 

 

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LOS PLATEROS

 

Desde tiempos remotos han sido los artífices más renombrados de Córdoba, y sus trabajos obtuvieron justa fama y gran predilección en el mercado hasta que se inició la decadencia injusta de nuestra incomparable orfebrería.

Y los plateros cordobeses gozaban de privilegios y honores, según consta en las Ordenanzas de la Hermandad de San Eloy, constituida por aquellos á principios del siglo XVI.

No hemos de tratar aquí de la historia de la platería cordobesa, ni de sus vicisitudes, ni de las obras más notables construidas en esta capital, porque no encaja en la índole de estas Notas y además porque casi todos los datos que pudiéramos recopilar están contenidos en la monografía titulada "Estudio sobre la historia de la orfebrería en Córdoba" que figura en el tomo CVII de la "Colección de documentos inéditos para la historia de España" publicada por el Marqués de la Fuensanta del Valle y en un trabajo nominado "Historia de la platería cordobesa, causas de su decadencia y medios por los cuales pudiera recuperar su anterior importancia", premiado en el certamen organizado por el periódico local La Unión, en el año 1894, producciones ambas del erudito escritor don Rafael Ramírez de Arellano.

Nos proponemos, sólo, recoger algunas impresiones relacionadas con los descendientes del famoso Juan Ruiz, el Vandalino.

Casi todos los plateros, al final del periodo del apogeo de su arte, vivían en el barrio de San Francisco; en las habitaciones de los pisos bajos y en los portales de las casas situadas en las calles de la Feria, de la Sillería, de San Francisco, de Armas y de San Eulogio veíase á dichos artífices, en sus bancos, dedicados á las múltiples tareas de la profesión.

Y también había en las citadas calles establecimientos destinados á la venta de la obra de platería, en cuyos escaparates exhibíanse primorosos caprichos de filigrana, labor en la que nadie aventajó á los cordobeses; bellísimos esmaltes que hoy no es posible presentar, porque se desconoce el modo de hacerlos; objetos para el culto cincelados prodigiosamente; bandejas repujadas de gran merito y múltiples joyas femeninas, de plata si ostentaban pedrería, porque esta, antiguamente, no se montaba en alhajas de oro.

Como en casi todos los oficios, cada platero dedicábase á un trabajo especial.

Había batidores de plata que confeccionaban, á golpes de mazo, los cubiertos; laminadores de oro que envolvían las monedas en un redaño ó un pedazo de cuero, y por

igual procedimiento que los batidores, las convertían en finísimas hojas para dorar; clavadores; cinceladores; grabadores; artistas dedicados al esmalte y á la filigrana; unos á la obra de lujo y otros á la de batalla, al genero barato, á los zarcillos y sortijas para el pueblo.

Muchas mujeres ejercían el oficio de pulidoras y últimamente había los encargados de la escobilla, ó sea de recoger las barreduras de los talleres, que iban á parar á los crisoles para separar de ellas los restos de oro y plata que contenían.

Pueden considerarse como hijuelas de este arte el de dorar á fuego y la confección de estuches para las alhajas, en que también sobresalieron muchos cordobeses.

Entre los cinceladores y grabadores contemporáneos más notables de nuestra ciudad figuraron dos, ya fallecidos, que no dejaremos de mencionar: don José Heyer y don Joaquín Blanco López.

Y ya que hemos hablado de los individuos que recogían la escobilla, también citaremos á uno, el celebre Fermín, á quien pudiera llamarse precursor de los aviadores.

Este humilde trabajador inventó un aparato para volar, unas alas de listones y tela que se sujetaba al cuerpo y movía con los brazos.

Mientras construía el prodigioso artefacto sólo hablaba de él con su amigos y conocidos; ¡como que había de causar una revolución en el mundo de la ciencia! Cuando lo tuvo terminado invitó á varias personas para que presenciaran la prueba.

Fermín, provisto de sus alas, subióse á una pared de unos tres metros de altura; desde allí quiso levantar el vuelo, pero al lanzarse al espacio cayó pesadamente y se fracturó una pierna.

No es necesario decir que el pobre obrero abandonó por completo las elucubraciones de la ciencia para seguir dedicándose solamente á recoger la escobilla.

Numerosos plateros recorrían las ferias de casi toda España, haciendo en ellas excelentes negocios.

Provistos de buenos caballos y mulas enjaezados con lujo, que conducían en pequeñas arcas las joyas, visitaban pueblos y pueblos, siendo en todas partes acogida su presencia con júbilo.

Y la familia que tenía que ofrecer un buen regalo ó comprar las alhajas para una novia, esperaba á que llegasen los plateros de Córdoba porque ellos llevaban todo lo mejor del arte de la orfebrería; y la moza del pueblo que, á costa de sacrificios, había logrado poseer algunos ahorros, también los aguardaba anhelante, para adquirir unas arracadas muy grandes y muy relucientes, una sortija llena de piedras multicolores ó una primorosa cruz de filigrana.

Los feriantes llegaban en sus excursiones hasta Portugal donde procuraban comprar oro viejo porque tenía mejor ley que el de España.

Los antiguos plateros observaban las costumbres características de Córdoba; invariablemente iban todos los días á tomar las once al establecimiento de bebidas más próximo al taller de cada uno y celebraban los domingos con giras campestres, las cuales consiguieron fama en esta capital.

Muchos no aguardaban á las festividades para realizar estar excursiones; la terminación de un trabajo importante, el éxito de un negocio, la fiesta onomástica de uno de dichos artífices servíanles de pretexto para echar un perol, que equivalía á echar una cana al aire y divertirse de lo lindo durante algunas horas.

Hombres amantes de la cultura y deseosos de ilustrarse, iniciaron en su domicilio social de la plaza de Séneca una serie de veladas literarias verdaderamente notables.

En ellas tomaban parte los poetas de más renombre que había entonces aquí, como Fernández Ruano, García Lovera, los hermanos Valdelomar y otros.

Resulta extraño que siendo Córdoba la cuna de la platería y de los plateros más famosos no tenga una calle cuyo rótulo recuerde el arte mencionado ó perpetúe la memoria de alguno de nuestros orfebres.

Creemos que el Municipio realizaría un acto de justicia cambiando uno de esos nombres de las vías públicas que nada significan por el de Juan Ruiz el Vandalino, el discípulo predilecto de Enrique de Arfe, el primero que enseñó á tornear la plata en España y el autor de las Custodias de Jaén, Baza y de la iglesia de San Pablo, de Sevilla, la primera de las cuales es una joya de inestimable valor artístico.

Hoy la platería cordobesa está en un período de decadencia lamentable porque se le ha sobrepuesto la plateria alemana.

No es extraño en una época de farsa y de relumbrón en que preferimos el oropel al oro de ley.

 

 

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EL PADRE CORDOBITA Y EL PIÑÓN

 

Quién no conoció al último fraile exclaustrado que hubo en Córdoba? ¿Quién no recuerda á aquel religioso dominico, ya muy anciano, menudito de cuerpo, de faz simpática, verdadero manojo de nervios, prodigio de actividad, que se llamó don Antonio Córdoba, generalmente conocido por el Padre Cordobita?

Era una de las figuras más populares y simpáticas de esta ciudad, y mucho tiempo tardaron el vecindario y los vendedores de la plaza del Salvador y los fieles asiduos concurrentes al templo de San Pablo, en acostumbrarse á la falta de aquel venerable sacerdote, cuando bajó al sepulcro, cargado de años.

Como que el templo citado no se concebía sin él, que pasó gran parte de la existencia bajo aquellas naves, ó en sus alrededores.

Levantábase apenas clareaba para celebrar la Misa á que concurrían los mercaderes y las personas que iban á hacer la despensa en los felices días en que el fervor religioso estaba más arraigado que ahora en todos los corazones.

Después recorría gran parte del barrio, conversando y bromeando con todo el mundo, no sin haber reñido antes á las despenseras que se ocultaban en los rincones del patio del exconvento de San Pablo para trasladar de los canastos al bolsillo parte de la compra, realizando ese delito generalmente llamado sisa, del que muy pocas del gremio estarán libres.

El Padre Cordobita al ver tales operaciones, montaba en cólera y ¡era menuda la reprimenda que las infieles criadas sufrían!

Robar á sus amos y además cometer el robo en el atrio de un templo, constituía para el viejo sacerdote el colmo de la maldad y de la frescura.

Solo se sofocaba casi tanto como al sorprender ese trasiego de las criadas, cuando oía dentro de la iglesia, durante la celebración de los cultos, llorar á un niño ó cuchichear á dos mujeres.

Entonces suspendía el Santo Sacrificio, la novena, el sermón ó el acto que estuviera practicando, para reprender á quienes turbaban el silencio que debe reinar en la Casa de Dios y ordenarles que se marcharan inmediatamente.

Los domingos en lugar de la primera Misa decía la de doce, llamada del comercio, porque á ella asistían los dueños y dependientes de casi todas las tiendas del barrio.

En varias épocas del año se multiplicaba, se desvivía, no paraba un instante para organizar cultos que eran famosos por su solemnidad y esplendor: los del mes del Rosario, la novena en honor del Beato Posadas y la fiesta que el Comercio dedicaba y aún dedica á la Virgen el dos de Febrero.

¡Cómo ponía el templo, todo lleno de colgaduras, de luces, de flores, de macetas de albahaca y otras plantas olorosas, y cómo gozaba al escuchar los merecidos elogios que, por su obra, le dirigían los fieles!

El agetreo [sic] de tales épocas en vez de fatigarle y agotar sus energías las aumentaba de un modo extraordinario.

Entonces era cuando verdaderamente estaba en su centro, según la frase vulgar muy gráfica en ciertos casos.

Tenía el Padre Cordobita un auxiliar digno de él y no menos popular que el viejo fraile exclaustrado; el famoso sacristán conocido por el Piñón.

Hombre activo y servicial como pocos, ayudaba eficazmente á la realización de todos los proyectos é iniciativas del anciano sacerdote; lo mismo barría y fregaba las naves del templo que adornaba los altares, vestía los santos, sacaba el dinero al vecindario para costear las fiestas, dirigía la palabra á los fieles pronunciándoles pláticas originalísimas, rezaba el Rosario, imponía orden en la iglesia ó se desgañitaba en las procesiones vitoreando á las imágenes.

Su entusiasmo llegaba al colmo en los cultos dedicados al Beato Francisco de Posadas y era muy natural y lógico porque José Santos, el Piñón, desciende en línea recta de la familia de aquel varón insigne que vemos en los altares.

El Padre Cordobita, que tenía á su lado al Piñón desde pequeñuelo, profesábale gran cariño; sin embargo, le trataba en ciertas ocasiones con dureza, y hay que convenir en que muchas veces tenía razón para ello, porque Santos cometía trastadas mayúsculas.

Y no era la más pequeña ni la menos frecuente, la de salir muy temprano á la compra, ofreciendo volver enseguida para ayudar la Misa al Padre Cordobita y regresar á las nueve ó las diez de la mañana, más rojo que de costumbre, pues á los efectos del humor herpético que padece uníanse los de las innumerables chicuelas que había trasegado.

Pero al buen cura se le pasaba pronto el mal humor; el sacristán le pedía perdón con lágrimas de arrepentimiento y..... hasta otra.

Todos los sábados el Piñón, provisto de un cepo enorme, visitaba los establecimientos de comercio pidiendo para la Misa de doce del domingo.

Cuentan las crónicas que la recaudación disminuía poco á poco hasta que el sacerdote decía al postulante: va á ser preciso suprimir esta Misa; entonces José Santos contestaba: el sábado próximo procuraré hablar al alma á los feligreses, para que sean más espléndidos y, en efecto, debía emplear un lenguaje muy elocuente porque la colecta aumentaba de modo extraordinario, para empezar otra vez el descenso á las pocas semanas.

Un día la reprimenda del Padre Córdoba, por alguna barrabasada del mozo, fué terrible y ]ose Santos juró vengarse del cura.

Aquella tarde, como de costumbre, visitó las casas de la vecindad, cepo en mano, pidiendo para el culto de María, pero cuando llegaba á lugares en que tenia confianza, sustituía tal frase por esta: para comprar una casa á doña María, y no hay que decir el efecto de la sustitución, pues doña Maria era una anciana que cuidaba al antiguo fraile dominico.

Enteróse este de la gracia y si le hubiera valido pulveriza al Piñón.

Santos procuraba siempre, cuando iba á descargar su conciencia del peso de los pecados, buscar un confesor que no fuese su cura, pero un día, por circunstancias inevitables tuvo que acercarse al tribunal de la penitencia en que se hallaba el Padre Cordobita.

Arrodillóse ante él, entonó el Confiteor Deo y empezó la enumeración de las culpas y faltas que había cometido.

Acúsome padre, dijo, cuando ya iba á terminar la relación, de que algunas veces, ofuscado por las riñas de usted, le dirijo entre dientes palabras ofensivas.

-¿Cuales son esas palabras ? -preguntó el sacerdote.

-Me dá vergüenza ahora de repetirlas -contestó el penitente.

-Dilas sin temor -insistió el viejo sacerdote.

Y el Piñón debió decir algo terrible, porque el buen Padre se levantó furioso de su asiento y corrió tras el sacristán, que había creido prudente tomar el olivo, esclamando [sic] con toda la fuerza de sus pulmones: pues bien, eso y mucho más digo yo de ti y hasta de tu familia, siempre que me haces alguna charranada.

Don Antonio Córdoba, apesar de estas genialidades hijas de su temperamento nervioso, era un sacerdote modelo, fiel cumplidor de sus deberes, caritativo, que consagró toda la existencia á practicar el bien y á procurar el engrandecimiento de la Religión Católica.

 

 

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TIPOS CALLEJEROS

 

En Córdoba, como en todas las poblaciones, ha habido siempre tipos callejeros muy originales, seres de esos que nacen en el arroyo, se ingenian para vivir sin trabajar y, enmedio de la mayor miseria, son felices, porque carecen de toda clases de cuidados y preocupaciones.

El recuerdo de algunos de esos tipos, que seguramente conocería el lector si ha pasado ya de la juventud, servirá de asunto para estas Notas.

El primero que viene á la memoria del narrador de antiguallas es el de Torrezno, aquel mendigo semi imbécil, aireado, sucio, astroso, que ostentando generalmente una gorrilla de quinto y un pantalón encarnado, de militar, roto y descolorido, recorría con gran trabajo la población para implorar la caridad del vecindario.

A las horas de repartir las sobras del rancho veíasele invariablemente en las puertas de los cuarteles; durante las noches, si no había reunido el dinero necesario para albergarse en una casa de recogimiento, dormía, como en un mullido colchón de plumas, en una era ó en cualquier rincón de un paseo, si era verano; bajo los arcos del Puente, si llovía; junto á los templados muros de la fábrica del gas ó en la torre de Malmuerta, si era invierno.

Había una época del año en que el pordiosero convertíase en comerciante; la época en que se publican los calendarios.

Entonces se dedicaba á la venta de almanaques, anunciándolos con un pregón especial, casi ininteligible, que más que articulación de palabras parecía un mugido.

Y no limitaba este negocio á Córdoba, sino que recorría todas las cortijadas y caseríos próximos y hasta efectuaba excursiones á algunos pueblos de la provincia.

Torrezno, para quien el obsequio más valioso consistía en un pedazo de tocino, por lo cual pusiéronle ese apodo, lo mismo cuando actuaba de mendigo que de vendedor de calendarios y algunas veces de periódicos, era una especie de judío errante; no tenía un momento de reposo, andaba, mejor dicho, se arrastraba sin cesar; hallábase en todas partes, recorría tabernas, tugurios, mancebías; siempre indiferente, como si viviera enmedio [sic] de un mundo extraño para él; entre seres que no comprendía.

Sólo cuando alguna moza ó algún rapaz mofábase del idiota, parecía que fulguraba en su cerebro un chispazo de inteligencia, animábanse sus ojos y contestaba con una frase grosera, volviendo su lengua al mutismo y su rostro á adquirir el sello de la imbecilidad.

Y sin embargo Torrezno se enteraba bien de todo y la conversaciones sostenidas á su alrededor quedábansele grabadas en la memoria, quizá inconscientemente, como en el disco del fonógrafo los sonidos que recoge su bocina.

Este don y la confianza que á todo el mundo inspiraba el mendigo á causa de su idiotez, fueron aprovechados por un famoso gobernador de Córdoba, Zugasti, para su campaña contra el bandolerismo.

Y merced á las confidencias de Torrezno evitáronse muchos robos concertados en presencia de él, descubriéronse no pocos crímenes y se logró la captura de algunos malhechores.

Zugasti, en la obra que escribió acerca del Bandolerismo en Andalucia, menciona al individuo en cuestión y consigna los buenos servicios que le prestara.

He aquí nuevamente demostrado que hasta el ser más humilde, ruin y miserable, resulta útil á la humanidad.

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Otro tipo muy popular y cómico fué Miguelete, á quien pusieron este sobrenombre porque, en su juventud, perteneció al cuerpo de fusileros así llamado.

¿Quién no le recuerda? Alto, delgado, sin dientes, con rostro de mochuelo, veíasele á todas las horas del día, desde el amanecer hasta después del toque de oraciones, en los al rededores [sic] de la Catedral ó en el Patio de los Naranjos esperando la llegada de algún extranjero á quien enseñar esa joya incomparable que se llama la Mezquita cordobesa, porque ejercía la profesión, si tal calificativo se le puede aplicar, de guía ó cicerone coma vulgarmente se dice.

Y por su avanzada edad era el decano de sus compañeros de oficio.

Miguelete, apesar de los muchos años que se dedicó á guía, no pudo jamás distinguir á franceses, ingleses, alemanes y españoles; para él toda persona regularmente vestida y con lentes, principal detalle en que se fijaba, como se dirigiera á la Catedral era un monsiur y este ya no se podía ver libre del hombre mochuelo, dispuesto á informarle de los tesoros de la Mezquita.

¡Y qué informaciones las suyas! Mirosté, monsiur, decía con su voz gangosa: esta es la iglesia que hicieron los moros; no hay otra igual en el mundo; tiene once mil una columnas; once mil porteadas por el toro que ahora verá osté, el cual reventó al último viaje, y una que trajo el demonio, por eso huele á azufre.

Y costaba gran trabajo á la persona que no quería oir toda esta serie de desatinos deshacerse del cicerone, incansable en su estúpida charla.

Si en realidad se trataba de un extranjero sufría el chaparrón, generalmente y por fortuna para el guía, sin en tender una palabra de sus explicaciones.

Monsiur -continuaba nuestro hombre- en esta capilla está el zancarrón de Mahoma; esa pertenece á Lagartijo, aquella á Frascuelo; ahí los enterrarán cuando los mate un toro.

Esta es la sillería del coro; tiene mucho mérito; la hizo un carpintero de Córdoba de la época de San José.

Mirosté á San Cristóbal, obra de Murillo; tardó en pintarlo tres años y gastó diez arrobas de pintura.

Fijesosté en las labores de las puertas del Perdón, ¿cosa buena, verdad?; hay quien dice que son de corcho, mas para mí son de bronce.

Generalmente su luminosa información concluía con una disputa porque siempre consideraba escasa la propina el forastero.

Había épocas del año en que Miguelete no se estrenaba muchos días, según su frase, pero en cambio durante los meses en que se celebran la Semana Santa y feria en Sevilla ganaba en algunas horas mucho más que el mejor obrero en un mes.

Y entonces centuplicaba, por las mañanas, la serie interminable de chicuelas de aguardiente para ponerse en voz y después la de medias de vino para entonar el estómago estragado por la continua charla.

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Felipe no era el tan acreditado don Felipe, casamentero universal, cuyos pomposos anuncios hemos leido durante muchos años en la prensa de Madrid, pero era algo parecido; dedicábase á proporcionar colocaciones á las criadas y llegó á reunir una gran parroquia.

Constantemente hallábase en la plaza de la Compañía, echado sobre la lonja de la iglesia del Salvador, ó sentado en una gradilla de una puerta próxima, esperando que se le presentara algún negocio.

Allí iban á buscarle las mozas que pretendían hallar una casa donde servir y las señoras á quienes se les habían marchado las domésticas, para que les buscase otras.

Y Felipe recibía todos los encargos y se enteraba perfectamente de las condiciones que cada cual imponía y procuraba satisfacer á unas y otras, á cambio de modestas retribuciones, con las que iba pasando esta vida perra.

No es necesario decir que constituía un arsenal viviente de historias, chismes y cuentos de vecindad, pero debe consignarse, en su honor, que guardaba el secreto profesional como lo guarde el funcionario más celoso en el cumplimiento de sus deberes.

¡Y no tomaba muy en serio su cargo de agente de colocaciones!

- ¿Quieres una copa, Felipe? solía decirle cualquier amigo al pasar por la plaza de la Compañía, y el contestaba: muchas gracias, no puedo dejar la oficina sola.

Unicamente le hacían perder la tranquilidad los muchachos llamándole Pan y Pito.

Tal remoquete le sublevaba, le ponía los nervios de punta, y corría tras los desvergonzados arrapiezos, provisto de una varita que siempre llevaba en la mano, para castigar la horrible ofensa, como si no fuese bastante castigo la serie de dicterios, maldiciones ó injurias que en aquellos instantes de suprema ira se escapaban de su boca.

Un dia apareció clavado ante la lonja del templo del Salvador un largo poste de madera que, según se vió después, destinábase á la colocación de un toldo.

- ¿Que significa este palo? dijo un curioso á un transeunte.

- Es un asta bandera -respondió el interrogado- ¿no sabe usted que han hecho cónsul á Felipe?

El negocio fué decayendo, ya no dejaba ni aun para, vivir en la miseria y hace algunos años desapareció aquel hombre viejo, escuálido, subido de hombros y hundido de pecho, demacrado, con los párpados rojizos y el sello del hambre en la faz, que pasó su existencia en la lonja de la Compañia como si formara parte de sus elementos de ornamentación.

Felipe fue á parar al último refugio de todos los desheredados de la suerte, á un asilo.

 

 

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LAS TURBAS

 

Córdoba, como toda Andalucía, va perdiendo su sello característico y á la vez que desaparecen sus calles estrechas y tortuosas, sus casas de poca elevación con estensos patios llenos de flores, sus usos y sus costumbres, huyen también de ella la alegría, el buen humor que en otros tiempos derrochaban sus hijos.

Hoy no se forman aquellas reuniones de gente joven que mataba el tiempo, no murmurando alrededor de la mesa de un café ó lamentándose de unos desengaños ilusorios, sino ideando y poniendo en práctica innumerables travesuras, todas reveladoras de ingenio y buen humor.

Algunas de estas agrupaciones lograron obtener fama, como el Club mahometano, conocido de los lectores de Notas cordobesas, y la sociedad denominada Las Turbas, que es objeto de las presentes líneas.

Formábanla quince ó veinte jóvenes de la buena sociedad, que se propusieron pasar la vida casi en perpétua diversión, y lo consiguieron, aunque sólo durante algunos años, porque es sabido que las dichas duran poco en este pícaro mundo.

El ingreso en Las Turbas resultaba más difícil de lo que se puede suponer, pues los aspirantes á formar parte de la asociación habían de someterse á pruebas terribles.

Primero necesitaban demostrar mucha correa sufriendo impasibles y hasta sonrientes las burlas y malas partidas de los socios y después, cuando acordaba la cofradía admitirles, tenían que afrontar y salir airosos de ella la última prueba, la más difícil, la más peligrosa, que muy pocos terminaban con la serenidad y la frescura exigidas por el reglamento.

Denominábase esta prueba la escala, y consistía en beber seguidos un medio de vino del llamado de doce, otro de dieciseis, otro de veinte, otro de veinticuatro y otro de peseta, y, á continuación, uno de veinticuatro, otro de veinte, etc., hasta terminar con el de doce.

Si la víctima de tal atrocidad no se embriagaba ni reventaba, podía considerarse, con orgullo, miembro de Las Turbas.

En dicha sociedad había establecido un derecho que no figura en la legislación de país alguno, el derecho del Tabou.

En virtud de él un individuo cualquiera de la corporación, cuando esta se hallaba reunida, podía designar á un compañero para que convidase á todos los concurrentes y contra el Tabou no se admitían reclamaciones ni protestas; sólo quedaba el recurso de pagar.

Figuraban dos tipos saliedtes [sic] en Las Turbas; uno era el organizador de todos los actos y juergas que celebraba aquella agrupación de mortales felices; el alma de todas sus correrías y el payaso de sus reuniones.

Cantaba con voz de tenor y de tiple, representaba monólogos, dirigía una orquesta ó una banda de música, contaba cuentos y hasta hacia piruetas y daba saltos mortales, sin que le pesara su respetable humanidad.

El otro tipo constituía la verdadera víctima de sus camaradas, el blanco de todas las bromas, algunas pesadísimas y el editor responsable de cualquier trapatiesta, pero él sufría pacientemente burlas y malas jugadas por tener el honor de figurar entre Las Turbas.

Estas lo mismo celebraban sus reuniones en el Círculo de la Amistad que en el Restaurant de la calle de la Plata.

Y la noche en que se dedicaban á correrla ya podían temblar los serenos.

Habia uno en la plaza de las Tendillas que llegó á temerles más que á una reprensión de aquel jefe de los municipales tan famoso por su fealdad como por su mal genio.

Era muy corto de estatura y los individuos de la hermandad del buen humor, cuando llegaban á dicho lugar, poníanse en fila unos tras otros, todos muy serios, é iban saltando por encima del pobre sereno, sin proferir una palabra ni hacer caso de sus protestas, como si se tratara de chiquillos que jugaban á la comba.

Quizá á consecuencia de uno de los berrinches que esta broma le causaba, moriría aquel pobre dependiente del Municipio, encargado de velar por la tranquilidad del vecindario.

Uno de los individuos de la corporación mostrábase más orgulloso que don Rodrigo en la horca porque acababa de obtener la Licenciatura en Medicina.

Requería de amores á una joven aristocrática, y una noche en que conversaba con ella en un palco del Gran Teatro acercósele un acomodador del coliseo, por mandato, como es consiguiente, de los camaradas del Galeno, y le dijo: don fulano: el señor Marqués de Benamejí envía recado para que vaya usted enseguida á su casa porque un caballo se le ha puesto enfermo repentinamente.

Ni una descarga eléctrica le habría producido el efecto que le causaron tales palabras; si en aquellos instantes coje al autor de la sangrienta mofa de seguro lo estrangula.

Un invierno reuníanse todas las noches en el Círculo de la Amistad, para cenar, los principales elementos de Las Turbas.

Invariablemente, cuando llegaba el camarero para saber qué postres querían, uno de los socios preguntaba ¿hay peras? No señor, contestábale el criado. Parece mentira, exclamaba el parroquiano aludido, que en la repostería de un centro como el Círculo se carezca de esa fruta.

El repostero, cansado ya de la eterna cantata, se proveyó del postre reclamado, pagándolo á buen precio, por no ser la época de tal fruta.

La noche siguiente el camarero dirigióse, afable y risueño, al individuo en cuestión, y le dijo: señor, esta noche hay peras.

¿Si? contestó el comensal, pues entonces tráeme queso de bola.

Toda la alegre corporación vistióse de máscara un Carnaval, con trajes iguales, ostentando cada cofrade una letra en el pecho. Cuando los enmascarados llegaban á lugares espaciosos, poníanse en fila, en un orden convenido y formaban con las letras esta inscripción: Las Turbas en masa.

No es necesario decir cuánto embromaron á sus amigos y amigas ni cómo se divirtieron, pues merced á la confusión originada por la identidad de los disfraces era casi imposible conocerles.

La última vez que la epidemia colérica amenazó á Córdoba, produciendo un pánico indescriptible, Las Turbas proporcionaron mayores beneficios que todas las disposiciones sanitarias.

Transformáronse en comisión permanente de festejos que organizaba sin cesar bailes y múltiples diversiones para levantar el ánimo decaído, devolver la alegría al pueblo y hacerle olvidar el peligro que le amenazaba.

Y al mismo tiempo, con los productos de sus espectáculos, socorrían á las clases menesterosas, nunca más necesitadas de auxilios que cuando se cierne sobre ellas el fantasma de una terrible enfermedad contagiosa.

En aquella ocasión la bullanguera cofradía hízose acreedora á la Cruz de Beneficencia.

Como la dicha es flor que se deshoja al más leve contacto del aire, poco tiempo duró entre aquel grupo de amigos y Las Turbas tuvieron un fin desastroso.

Muchos de sus individuos murieron en plena juventud, gunos víctima de crueles padecimientos; otros pasaron de la opulencia á la ruina; no faltó quien de un pistoletazo pusiera termino á sus desventuras, ni quien acabara sus dias en el asilo ó en el manicomio, y los pocos que aún quedan en su esfera primitiva están convertidos en respetables señores que hasta se escandalizan ó simulan escandalizarse cuando sus hijos cometen una travesura menor que las cometidas por ellos.

Y aquí terminaríamos con una frase en latín que encaja perfectamente, si no temiéramos al ridículo de la falsa erudición.

 

 

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LA BARBERÍA

 

La antigua barbería cordobesa nunca fué, como la que nos han presentado muchos escritores en la novela y en el teatro, centro de terribles conspiraciones, ni nuestros figaros se entrometieron en conjuras ni danzaron en los enredos de la política.

Limitáronse á hablar mucho de todo, porque la locuacidad parece aneja á la profesión; á tañer la guitarra, más ó menos hábilmente; á compartir la tarea de rasurar barbas con las de extraer muelas y propinar sangrías y á entretener los ratos de ocio jugando á las damas, distracción favorita de todo barbero.

Sus tiendas -así las denominaban- carecían del lujo de los modernos salones de peluquería, nombre que ha sustituído pomposamente á aquel.

Eran pequeños portales, cuyas paredes estaban cubiertas, no con estucos ni grandes espejos, sino con láminas de los periódicos ilustrados más populares de sus tiempos, La Lidia y El Motín generalmente.

Y los parroquianos se entretenían hasta que les llegaba el turno riguroso establecido, no hojeando las revistas literarias que actualmente hay en casi todas las barberías, sino admirando y comentando una estocada de Pepe Hillo, el salto de Martincho ó las caricaturas de Posada Herrera con orejas enormes y de Romero Robledo con medio cuerpo de hombre y la otra mitad de gallo.

Completaban el decorado de los muros el navajero de vieja madera con las herramientas del oficio; tres ó cuatro diminutos espejos con marco de nogal y luna casi inservibles, á causa de la caída del azogue; la guitarra pendiente de un clavo y en otros varias jaulas y tablillas con verdones y jilgueros.

El mobiliario corría parejas con la modestia del local; un par de sillones de anea, una tosca mesa de pino que hacía las veces de tocador y tres ó cuatro sillas de Cabra.

En un rincón la hornilla con el puchero para calentar el agua; en otro la lata del petróleo para vaciar aquella; en un recipiente más pequeño, también de hojalata, el jabón de palo; sobre la mesa la vacía de metal, compañera de la que aparecía pendiente sobre la puerta como anuncio del establecimiento, la correa para suavizar las navajas, el peine de cuerno, las largas tijeras, la llave de sacar muelas y un tarro lleno de grasa para el pelo y colgados detrás de las puertas, los paños no muy limpios y el escobón bastante mugriento.

En una alacena, además del tablero para jugar á damas y la esportilla de los cuartos, hallábase encerrada la biblioteca del maestro, consistente en varias novelas de las de á cuartillo de real la entrega, casi todas narrando hazañas de bandoleros famosos, y buena cantidad de ejemplares del periódico taurino más acreditado y de El Cencerro.

En la fachada, además del famoso yelmo de Don Quijote, aparecía un cuadro pequeño que completaba el anuncio del Fígaro. Un cuadro pintado por un artista émulo de los que hacen los exvotos que vemos en las iglesias, el cual representaba, ó quería representar, un pié desnudo manando sangre.

Era el emblema del barbero sangrador.

En aquellos tiempos el servicio de barbería resultaba muy económico; por cuatro cuartos, sin propina, el maestro de más fuste rasuraba la barba ó cortaba el cabello al propio Ramasama, el hombre salvaje moderno, que se le hubiera presentado, y aun había quien realizaba por menos dinero tales operaciones y, además, obsequiaba con un pitillo al parroquiano.

Este, en cambio, tenía que sufrir molestias y hasta torturas hoy, en honor de la verdad, desconocidas.

Primeramente la incomodidad del enjabonado, hecho á mano, pues entonces no se conocían las escobillas, aunque en ocasiones el paciente creyera que en vez de una mano rozaba su rostro un puerco-espin; después la de la navaja, no tan perfeccionada como hoy, y que en ocasiones llevávase algo más que el pelo; de ahí que en no pocas barberías apenas se sentaba en el sillón una persona acudiera el gato de la casa seguro de que habría carne para él, y, por último, la charla incesante del barbero y sus continuas preguntas.

En cierta ocasión entró á que le afeitaran en el portal de uno de los maestros más locuaces de su época un hombre de pocas palabras y de carácter atrabiliario.

Empezó el rapa-barbas su tarea, amenizándola con una conversación interminable, en la que enlazaba la política con la religión, la historia con el toreo, todo lo divino y humano, en fin, sin que el malhumorado oyente le replicara una palabra.

No sabiendo ya el hablador de qué tratar, pues aquel mutismo le desconcertaba, dijo, sin duda para ver si este registro le producía mejor efecto que los anteriores: aseguran que viene ahora al Teatro Principal una compañía de canto.

Y el parroquiano, iracundo ya, exclamo ¿y á mí qué me importa que venga de canto ó de frente?

Otro Fígaro tenía la costumbre, muy usual entre sus colegas, de preguntar al individuo á quien afeitaba: ¿quiere usted que le apure?

Una vez dirigió la consabida pregunta á un sujeto de buen humor y este contestóle en tono suplicante: por Dios, no me apure usted, que bastantes apuros tengo en mi casa.

Los barberos antiguos idearon un medio originalísimo y hasta cierto punto ingenioso, de rasurar sin grandes dificultades las mejillas á los hombres que tenían los pómulos muy hundidos por la falta de dentadura ó por la sobra de años; les hacían que se introdujeran en la boca una nuez, la cual elevaba convenientemente la citada parte de rostro.

Una de las personas con quienes había que poner en práctica tal procedimiento, por un descuido se tragó la

nuez y el barbero hízole estas "gratas" manifestaciones á fin de que no se alarmara por el percance: no se preocupe usted; eso no tiene importancia. Ya se la han tragado muchos parroquianos y todos me la han devuelto.

Los lunes y viernes, que eran días quebrados ó de poco trabajo, y la mayoría de las noches, después de terminada la tarea, formábanse en las barberías animadas reuniones y los concurrentes pasaban las horas ya leyendo la prensa, ya comentando la última faena de Lagartijo ó la aventura más reciente del bandido Pacheco, ya jugando á las damas ó ya, en fin, ensayando en la guitarra las obras elegidas para las serenatas del sábado.

A las diez de la noche concluía la velada; el maestro apagaba las luces del velón pendiente del techo ó del reverbero de petróleo colgado en la pared; cerraba la puerta con doble vuelta de llave y cada mochuelo á su olivo, si la reunión no tenía un breve epílogo en la taberna más próxima mientras los contertulios apuraban unas chicuelas del flojo ó unas medias de Montilla.

Hasta el último tercio del siglo XIX hubo en Córdoba algunas de estas barberías que pudiéramos llamar clásicas; hoy salo nos las recuerdan una ó dos de la plaza de la Corredera y del Campo de la Verdad, aunque no estén empapeladas, con números de El Motín y La Lidia ni en ellas se utilice ya el primitivo procedimiento de la nuez para afeitar á las personas de pómulos hundidos.

 

 

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LÁPIDAS CONMEMORATIVAS Y PRIMERAS PIEDRAS

 

Signos de la cultura de los pueblos son esas lápidas conmemorativas que vemos en las fachadas de las casas donde nacieron ó acabaron sus días los hombres ilustres.

Córdoba posee una hermosa colección de ellas, como testimonio de las glorias de sus hijos.

La primera colocada en nuestra ciudad dedicóla el Ayuntamiento á un hombre que dió gran impulso á la industria cordobesa y concedió extraordinaria protección á los obreros.

Aparece en la fachada de la casa número 19 del paseo de la Ribera y ostenta la inscripción que sigue:

"El 6 de Enero de 1801 nació en esta casa don José Sánchez Peña, patricio honrado, liberal, benéfico industrial, hábil y activo, amigo de los operarios sus auxiliares, introductor de la primera fábrica de vapor y de otras mejoras en esta ciudad donde murió en 31 de Agosto de 1883. Homenaje de honor y gratitud á su memoria por el Ayuntamiento de Córdoba. 1883".

Bastantes años despues el malogrado escritor don Enrique Redel abrió una suscripción en la prensa local, á la que contribuyeron literatos, artistas y amantes de la cultura, para dedicar otra lápida al inmortal poeta Góngora.

Figura en la casa número 1 de la plaza de la Trinidad y ostenta la siguiente inscripción:

"En esta casa murió el 23 de Mayo de 1827 el célebre poeta cordobés don Luis de Góngora y Argote. Recuerdo de varios escritores y amantes de las letras".

El Ayuntamiento, por iniciativa del concejal don Teodomiro Ramírez de Arellano, acordó en el año 1902 poner lápidas en los edificios donde murieron Ambrosio de Morales, Pablo de Céspedes y José Rey y donde nació el Duque de Rivas.

El descubrimiento de una de ellas, la dedicada á Ambrosio de Morales, constituyó uno de los actos de la feria de Nuestra Señora de la Salud.

Se verificó el 21 de Mayo y asistieron las autoridades, corporaciones y otras personas distinguidas de la capital.

El Padre Antonio Pueyo, misionero del Inmaculado Corazón de María, pronunció un discurso alusivo al acto y además fué leído un soneto de don Enrique Redel.

He aquí las inscripciones de las lápidas y los edificios en que se hallan:

Casa Central de Expósitos:

"El insigne cronista Ambrosio de Morales, murió en esta santa casa el 21 de Septiembre de 1591. El Ayuntamiento de Córdoba, su patria, le dedica esta memoria. 1902".

Casa número 1 de la calle de Carniceros:

"Pablo de Céspedes, insigne literato, poeta, pintor, escultor y arquitecto, murió en esta casa el 26 de Julio de 1608. El Ayuntamiento de Córdoba, su patria, le dedica esta memoria. 1902".

Casa número 12 de la calle de José Rey:

"Don José María Rey Heredia, sabio matemático y filósofo, murió en esta casa el 28 de Febrero de 1861. El Ayuntamiento de Córdoba, su patria, le dedica esta memoria 1902".

Casa número 13 de la calle Angel de Saavedra:

"Don Angel de Saavedra, Duque de Rivas, poeta insigne nació en esta casa el 10 de Marzo de 1791. El Ayuntamiento de Córdoba, su patria, le dedica esta memoria. 1902".

Al morir el docto literato don Francisco de Borja Pavón, el Municipio también acordó colocar otra lápida en la casa número 18 de la antigua calle del Pozo, que en la actualidad tiene el nombre del ilustre Cronista de Córdoba. En el mármol aparece grabada esta leyenda:

"El sabio humanista don Francisco de Borja Pavón López, nació en esta casa el día 10 de Octubre de 1814. El Ayunta-miento de Córdoba dedica esta lápida á su memoria. 1904".

Asimismo al celebrarse las fiestas del centenario de la publicación de Don Quijote la Corporación municipal colocó otra lápida en la fachada de la casa número 145 de la calle de Agustín Moreno.

Dice así:

"Don Vicente de los Ríos nació en esta casa á 7 de Febrero de 1732. El Ayuntamiento de Córdoba al celebrar el tercer centenario de la publicación del libro inmortal de Miguel de Cervantes Saavedra, perpetúa aquí la memoria del más ilustre de sus comentaristas y biógrafos. 1905".

La Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes conmemoró el centenario de la muerte de Pablo de Céspedes colocando una lápida en la puerta del local donde tiene su domicilio dicha asociación, perteneciente al edificio que ocupan los Museos Arqueológico y de Bellas Artes y el Conservatorio provincial de música.

El 26 de Julio de 1908 se celebró el solemne descubrimiento de la lápida, en la que hay esta inscripción:

"La ciudad de Córdoba, representada por su Ayuntamiento, Cabildo Catedral y Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, como iniciadora, dedica esta lápida á la memoria del insigne pintor, escultor y poeta Pablo de Céspedes, en el tercer centenario de su muerte 26 Julio 1608. 26 Julio 1908".

En tal acto pronunciaron discursos el Canónigo Lectoral de la Santa Iglesia Catedral don Marcial López Criado y el Presidente de la Academia don Teodomiro Ramírez de Arellano, y fueron leídos un trabajo en prosa de don Francisco Marchessi y otro en verso de don Enrique Redel.

La misma Academia antes citada, al año de haber rendido este tributo, tuvo que consagrar otro análogo al iniciador del primero y director de la docta Corporación cordobesa.

La lápida fué colocada en la casa número 11 de la calle de Muñices y tiene la leyenda que reproducimos á continuación:

"La Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, á la memoria de su Director el ilustre historiógrafo y poeta don Teodomiro Ramírez de Arellano, que falleció en esta casa el 10 de Mayo de 1909".

Todas las lápidas mencionadas son de mármol blanco, muy sencillas, con las inscripciones en caracteres negros.

El batallón de cazadores de Llerena, durante su breve permanencia en esta capital, quiso consagrar un delicado recuerdo á la memoria del bizarro oficial de dicho cuerpo, hijo de Córdoba, don Braulio Laportilla y le dedicó la lápida que figura en la calle de su nombre.

Tiene una artística alegoría formada por la bandera y el escudo del batallón de Llerena, la Cruz laureada de San Fernando y otros atributos, destacándose en letras de oro la inscripción "Calle del Teniente Laportilla" y debajo con caracteres negros, "muerto en Melilla el 23 de Julio de 1909".

Esta lápida fue descubierta el 8 de Diciembre de 1911 y á la ceremonia asistieron un representante del Capitán general de la región, las autoridades locales, todas las fuerzas de la guarnición y algunos parientes de Laportilla.

Don Manuel Enríquez Barrios pronunció un discurso tan elocuente como patriótico.

El 2 de Julio de 1912, Córdoba rindió un homenaje al popular músico don Eduardo Lucena descubriendo también solemnemente una lápida puesta en la fachada de la casa número 117 de la calle de San Fernando, donde dejó de existir el malogrado compositor.

Concurrieron á la ceremonia, yendo en procesión cívica desde las Casas Consistoriales, el Batallón escolar de Montoro, la Banda municipal de música de Córdoba, las Estudiantinas de Montoro, Pueblonuevo del Terrible y Córdoba, comisiones de los Centros filarmónicos de Cabra, Posadas y Belmez, representaciones de las sociedades y gremios de esta capital, todas con banderas, y una comisión del Municipio.

El abogado don Manuel Enríquez Barrios pronunció un discurso desde uno de los balcones de la casa en que figura la lápida.

Esta es de mármol blanco, tiene el busto de Lucena, rodeado de laurel, varios atributos de la música y la leyenda que reproducimos á continuación:

"Loor á Eduardo Lucena. El Excmo. Ayuntamiento y los admiradores del insigne músico, le dedican este recuerdo para perpetuar su memoria. Córdoba 2 Junio 1912. Nació en 22 Enero de 1849. Falleció en esta casa en 2 de Marzo de 1893".

Por último, el Ayuntamiento, cuando murió Grilo, acordó colocar una lápida en la fachada de la casa donde viera la primer luz el famoso poeta, pero tal acuerdo no ha llegado á cumplimentarse por causas que ignoramos.

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Un paso en el camino del progreso significa el acto de colocar solemnemente la primera piedra de un edificio ó monumento notable.

En nuestra capital, haciendo una sola excepción, las ceremonias de esa índole no han tenido transcendencia alguna.

La primera que se celebró fue en el año 1877. El Rey don Alfoso XII depositó la primera piedra del cuartel que ostenta el nombre de dicho Monarca.

Después colocáronse la de uu [sic] monumento que había de erigirse a Cristóbal Colón, en el Campo de la Merced, lugar que desde entonces tiene el nombre del insigne descubridor de las Américas; la de otro monumento á don Angel de Saavedra en los jardines del Duque de Rivas; la de un hospital militar en la carrera de la Fuensantilla, y la de una barriada obrera en la puerta de Colodro, pero de tales proyectos sólo hay, hasta ahora, una pequeña parte de los muros forales del hospital militar.

Posee esta capital una gran figura, á la que el paso de los siglos agiganta en vez de empequeñecerla y, sin embargo, no tiene un monumento; ni siquiera una lápida conmemorativa.

Córdoba está obligada á reparar la injusticia que millares de generaciones han cometido con Lucio Anneo Séneca.

 

 

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COPISTAS Y PLAGIARIOS

 

Córdoba, en tiempos antiguos, fué rico plantel de literatos, sobre todo de poetas, pero también lo fué de plagiarios y copistas que con descaro asombroso se apropiaban las producciones agenas.

Y algunos de estos ladrones literarios sufrieron el castigo que merecían, pues vario sacaron á s escritores les la vergüenza pública, aplicándoles los calificativos más duros.

Hace muchos años un poeta notable disponíase para efectuar un viaje á América.

Un joven, intimo amigo suyo, fué á visitarle cuando aquel seleccionaba sus trabajos, coleccionando los mejores con objeto de llevárselos y rompiendo los demás.

El visitante, al ver la operación, dijo á su amigo: no rompas esos versos, dámelos para leérselos á mi novia que es gran aficionada á la poesía.

El literato le entregó todas las composiciones inéditas que no pensaba publicar, marchóse á Puerto Rico y algunos meses después aparecía en los escaparates de las librerías de Córdoba un tomito de versos firmado por el joven de la novia amante de las letras.

Aquellos versos eran los que le entregó el poeta aludido.

Huelga añadir que el flamante autor no volvió á dar pruebas de su inspiración, pues era incapaz de escribir una aleluya.

Residía en Córdoba otro joven, bastante ilustrado, que demostraba gran afición á las letras y, al parecer, cultivaba con fortuna la poesía.

Llegó á ser indispensable en todos los actos literarios y no había fiesta ni velada de esa índole en que no tomara, parte, leyendo, muy bien, composiciones ingeniosas, inspiradas y bellas.

A la vez colaboraba en todos los periódicos de la localidad.

Pero el demonio, que se complace en el infortunio de los hombres, quiso arrojar desde la senda de la gloria á la sima del ridículo al pobre poeta y puso en manos de un veterano periodista, don Francisco de Leiva Muñoz, un tomo de versos de un autor americano apellidado Ramiro, en el que estaban, íntegras, sin variación alguna, todas las producciones leidas y publicadas aquí, como suyas, por el individuo en cuestión.

Y no necesitó más el señor Leiva.

A los pocos días empezó á aparecer en la prensa una serie de artículos titulados Armonías literarias, en los que el travieso periodista, despues de poner como digan dueñas al plagiario [sic] copiaba, á dos columnas, las poesías firmadas por este y por el señor Ramíro, para que los lectores comprobasen que eran las mismas.

Además, el descubridor del robo literario, informóse de la residencia del verdadero autor de las composiciones, se puso en comunicación con él, le dió cuenta de lo sucedido y el poeta auténtico escribió y envió á los periódicos de Córdoba un ingenioso artículo en el que relataba la vista de la causa instruida contra el plagiario en el tribunal del Olimpo, el cual condenábale á la pena de muerte.

Esta campaña obligó al falso literato á ausentarse de nuestra ciudad.

Don Francisco Leiva, pocos años antes de morir, se presentó un día en la redacción de La Lealtad y me dijo: Vengo á hacerte un encargo; yo soy ya viejo y tú estás en los comienzos de la existencia; sé que mientras yo viva, Fulano (aquí el nombre del plagiario), no se atreverá de nuevo á seguir apropiándose los versos de Ramiro, pero como pudiera hacerlo cuando se entere de que su delator ha abandonado este mundo, aquí te entrego el libro de donde copiaba para que tú continues mi obra, si es preciso.

Y en mi humilde biblioteca guardo los restos de un tomo de versos, al que faltan muchas hojas porque el fogoso orador de la República se las arrancó para no tener que copiarlas, al publicar sus Armonías Literarias famosas.

Cada vez que veo el deteriorado volúmen paréceme la espada de Damocles pendiente sobre la cabeza del plagiario.

En el folletín de un periódico que suspendió su publicación hace bastante tiempo, apareció una novela corta firmada con un nombre y un apellido franceses que servían de pseudónimo á un cordobés, novela copiada de otra de Fernández y González, en la cual figura como un cuento que narra uno de los personajes.

Otro periódico de esta capital acogió en sus columnas una poesía formada con varios versos de una de las más populares de Grilo, unidos hábilmente á otros de Julio Valdelomar.

El firmante tenía el mismo apellido que un militar, célebre por haber figurado en un movimimiento revolucionario, y alguien dijo al poeta, en letras de molde, que por un delito menos grave que el suyo estuvo á punto de ser fusilado su tocayo.

En unos juegos florales celebrados por la Sociedad Económica de Amigos del País, hubo quien presentó para optar al premio correspondiente á un tema social,el preámbulo de una ley dictada poco antes.

El autor de estas Notas, al recibir un libro de versos, halló en él un cantar que había leido en un periódico, en el que se publicó con otra firma.

Hízolo constar así, preguntando quién era el verdadero padre de la criatura, y el indivíduo [sic] que lo reprodujera en el periódico respondió que no lo podía determinar por que él y el autor del libro acostumbraban á escribir juntos.

La explicación de la coincidencia, como comprenderán los lectores, es de las que califica el vulgo de salidas de pié de banco.

Pero no resultó más satisfactorio la de otro plagiario, descubierto también por quien estas líneas escribe.

Hallábase en la redacción de El Comercio de Córdoba uno de esos colaboradores espontáneos de la prensa, molestos é insoportables; abrió una carpeta de recortes preparados para casos de apuros, cogió una poesía, leyóla en alta voz y me dijo ¿verdad que está muy bien hecha?

¿Por que no la publica usted?

-Porque la conservo -le contesté- para cuando me haga falta original con destino á la "Página literaria" de los sábados.

No hablamos una palabra más; el redactor oficioso se guardó la composición, sin que yo lo viera, y á los pocos días insertábala, suscrita por él, en otro periódico de la localidad.

Califiqué, en un articulo, al desahogado amigo como se merecía; el periodista sorprendido por aquel reprochóle su conducta, y el plagiario hizo protestas de que se trataba de una calumnia, como demostraria en un comunicado.

En efecto, lo escribió, con muy mala sintaxis y muchas faltas de ortografía, limitándose á manifestar, á vuelta de rodeos, que creía que los versos aludidos eran suyos.

El Director del diario que los publicara echó el documento al cesto y puso en la calle al desaprensivo copista.

No escarmentó este y, alguna que otra vez, siguió reproduciendo en otros periódicos cantares tomados de las hojas de los almanaques, aunque ya no firmaba con su nombre y apellidos sino con un anagrama.

Otro caso de frescura inconcebible ocurrió en una velada literaria de las que celebraba el Ateneo que hubo en el local de la calle del Paraiso, hoy Duque de Hornachuelos, donde ahora se hallan las oficinas de1 Banco Español de Crédito.

Presentóse un joven, pretendiendo tomar parte en la fiesta; acedió [sic] á sus deseos la junta directiva de la sociedad y el indivíduo [sic] en cuestión leyó, como suyo, en medio del general asombro, el poema de Campo Amor [sic] titulado El tren expreso.

Como era lógico, apenas terminó la velada el poeta fué expulsado del Ateneo.

Finalmente, en la prensa y en algunos centros de cultura se han publicado y leido trabajos de muy distinta índole, científicos, históricos y de investigación literaria, ya traducidos, ya copiados, con los cuales una persona bastante conocida pretende, á la fuerza, pasar por escritor y erudito.

Al salir de una reunión en que el sujeto aludido procedió á la lectura de un interesante estudio, varios concurrentes lo comentaban y un notable poeta, de agudo ingenio y sátira finísima, exclamó con su gracia habitual: señores, no critiquemos porque no sabemos á quien criticamos.

 

 

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REUNIONES DE CONFIANZA

 

Aun habrá personas que conservarán un grato recuerdo de las reuniones de aquella casa.

Como que era la Meca de ja juventud de Córdoba; allí acudían todos los pollos de nuestra ciudad, atraidos por una colección de lindas muchachas, tan bellas como alegres.

No precisa decir que, contándose con tales elementos, se pasaba la existencia en diversión continua; nunca faltaba un pretesto para organizar una fiesta y los bailes, los conciertos, las representaciones teatrales ó las veladas alrededor de la camilla dedicadas á los juegos de prendas, al de la lotería de cartones ó a los de baraja, que pudiéramos llamar caseros, se sucedían sin interrupción.

Estas niñas que tenían revuelta á toda la juventud masculina de su tiempo, sin distinción entre militares y paisanos, contaban con unos padres ideales, por lo bonachones y complacientes.

El cabeza de familia, un funcionario público que, merced á las influencias consiguió un puesto de relativa importancia, y que poseía un diccionario y una ortografía especiales, exclusivamente para su uso particular, era uno de esos hombres que, por sobra de bondad ó por falta de carácter, dejan á sus hijos en libertad completa y se resignan á desempeñar en sus propios hogares el triste papel de huéspedes.

No tomaba parte jamás en las diversiones indicadas; no permanecía en su domicilio, tal vez á fin de no ser testigo de tamaño desbarajuste, más que el tiempo indispensable para las comidas y el descanso.

Su esposa, por el contrario, aunque tampoco alternaba más que en los juegos de la brisca, el burro ó la lotería de cartones; autorizaba con su presencia las juergas continuas de aquella Babel en miniatura y regocijábanla las distracciones de sus niñas.

Apenas llegaba á Córdoba un muchacho forastero ya tenía quien le presentara en las reuniones á que nos referimos y, desde la primer noche, convertíase en un asiduo contertulio.

Una excepción de esta regla fué un joven, ocurrente y listo, que llegó á adquirir fama por sus bromas pesadísimas, terribles.

Apesar de que en la casa en cuestión se rendía culto á la franqueza y gozábase de libertad omnímoda, nadie se atrevía á llevar al aludido joven, apesar de sus vehementes deseos de figurar en la interminable lista de los concurrentes, por temor de que cometiera una barrabasada tan grande que motivara un serio disgusto.

Pero tanto insistió, suplicó y prometió, bajo palabra de honor, portarse del modo más correcto é irreprochable que, al fin, un amigo decidióse á hacer la presentación con todas las reglas que la buena sociedad exige.

Las niñas quedaron encantadas con el nuevo contertulio.

¡Qué muchacho tan guapo! decía una, claro que cuando él no estaba presente; iy qué simpático! añadía otra; ¡y qué fino! exclamaba la tercera; iy qué galante! y así continuaba un rosario interminable de elogios.

Todas se lo disputaban para bailar, para representar con él las charadas, para tenerlo de compañero en los juegos, y los novios de las chicas llegaron á temer que los desbancara el intruso.

Verdaderamente, el hombre estaba desconocido.

Una noche alguien advirtió que el nuevo visitante había desaparecido del lugar en que se verificaba la tertulia, sin despedirse, sin que nadie le viera, y tembló por las consecuencias de aquella fuga.

A los pocos momentos oyóse un grito estridente, aterrador, lanzado por una de las jóvenes que acababa de salir del salón.

Todos corrieron en su busca al mismo tiempo que ella volvía, lívida, descompuesta, con el sello del terror grabado en el rostro.

Y no era para menos; en su habitación, en su propio lecho, había visto á un hombre.

Las chicas retrocedieron asustadas; sus acompañantes dirijiéronse al dormitorio de la muchacha y, efectivamente, encontraron muy arrebujado en las ropas de la la cama y muy tranquilo, al contumaz y pesadísimo bromista.

Reprocháronle con dureza su acción y él la explicó de este modo: había sentido un desvanecimiento, temió sufrir un síncope y para no originar alarmas, se fué sigilosamente á aquella alcoba, que él creía la del padre de las jóvenes, y se acostó hasta que le pasaran los mareos.

Tal historia devolvió la tranquilidad á todos; las niñas, al saberla, acudieron solicitas para prodigar sus cuidados al enfermo.

¿Quiere V. que se llame al médico? ¿Le sentará bien una taza de tila? ¿Mandamos á la criada por un antiespasmódico?

Estas y otras muchas preguntas cayeron, como un chaparrón, sobre la víctima del supuesto accidente que, con su acento más melifluo, contestaba: de ninguna manera, no es nada, no se alarmen ustedes, por eso no quise decir lo que me ocurría.

Y como siguieran los ofrecimientos añadió: para que se convenzan ustedes de que ya estoy bien, me marcho y al mismo tiempo saltó de la cama y, veloz como una flecha, encaminóse á la puerta llevando en la mano un gran envoltorio; eran sus ropas, de las que se había despojado I por completo.

En el traje de Adán se refugió en un portal próximo para vestirse.

Residía en nuestra capital otro joven que era el reverso de la medalla del anterior: un infeliz completo, con algo de tonto y no poco de imbécil.

Empeñóse en ser inventor y continuamente hablaba de sus proyectos, disparatados hasta más no poder, que habían de proporcionarle fortuna y renombre. Uno de ellos consistía en un aparato eléctrico, por medio del cual, desde el sitio donde lo tuviera instalado, daría cuerda á los relojes de pared de todas las casas en que, mediante una módica retribución, se abonaran á tal servicio.

A este coloso de la ciencia también le entraron vivos deseos de alternar en las reuniones de las niñas de marras y, como es consiguiente, buscó á una persona que asistiera á ellas, para que efectuase la presentación.

Tropezá, por su mala estrella, con otro bromista empedernido, capaz de burlarse de un entierro.

Apenas el inventor le expuso sus deseos obtuvo una contestación satisfactoria: precisamente tengo una ocasión de presentarte de un modo original, ya que á ti todo lo original te encanta. He compuesto una charada en acción para representarla allí; tú te encargas de un papel y apareces cuando llegue el momento oportuno, produciendo la general sorpresa, puesto que nadie te espera ni aún te conoce.

Pareció el pensamiento de perlas al infeliz muchacho, quien quedó aguardando con ansia el instante en que había de producir tan extraordinario efecto.

Llegó, al fin, la noche anhelada y ambos se dirigieron á la casa teatro de estas aventuras.

El amigo del nuevo contertulio, de acuerdo previamente con una criada, condujo al inventor, sin que nadie los viera, á la habitación destinada á los trastos viejos; ordenóle que se pusiera, sobre sus ropas, una falda y un mantón de la sirviente; le ató un pañuelo á la cabeza; colgóle un cenacho del brazo; le entregó un palo para que se apoyara en él á guisa de bastón, y le dijo: cuando yo te avise subes por la escalera del patio, sigues por el corredor y penetras en la habitación que hay al frente, donde se verifica la fiesta; das una vuelta exclamando: ¡ay que malita estoy! encorvado y con paso torpe como si fueses una vieja, y te sales en el momento en que aparezca otro individuo disfrazado, que continuará la representación de la charada. Y cuidado que aunque te pregunten quién eres y qué haces, no respondas; limítate á repetir la frase: ¡ay qué malita estoy!

Creemos innecesario advertir á los lectores que no había tal charada ni cosa que se le pareciera.

Cuando transcurrieron algunos minutos el pícaro bromista avisó á la pobre máscara que ya podía subir y, cumplida tal misión, se marchó á la calle.

A poco presentóse el inventor, convertido en adefesio, interpretando fielmente su papel.

Un movimiento general de estupefacción notóse en todos los concurrentes.

¿Quien es este tío? ¿A qué viene usted aquí? ¡Dios mío, si se tratará de un loco! eran las exclamaciones que se oían á coro, mientras el hombre-mujer continuaba su cantinela: ¡ay qué malita estoy!

Cansados ya de aquella escena inexplicable, algunos muchachos enarbolaron los bastones y el desventurado protagonista de la imaginaria charada en acción lo hubiera pasado mal si no hubiese explicado rápidamente todo lo ocurrido, pidiendo mil perdones por aquella farsa de la que él no era culpable.

El individuo chasqueado de este modo desapareció de Córdoba y nadie ha vuelto á saber de él. Si continuó la serie de sus inventos á estas horas estará en un manicomio.

 

 

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DE MÚSICA

 

Los hijos de Córdoba, como descendientes de la raza árabe, siempre demostraron gran predilección por la poesía y la música, aunque entre los cultivadores de esta jamás tuvieron figuras tan salientes como las de Góngora, Angel de Saavedra y otros literatos insignes.

Pero nunca faltaron aquí artistas y aficionados al divino arte que le rindieran culto, ni sociedades y agrupaciones musicales, de mayor ó menor importancia.

La más antigua, de carácter oficial, digámoslo así, es la Banda municipal constituida con los elementos de la antigua y famosa Banda de Hilario y con el instrumental del bizarro Batallón provincial de Córdoba.

Aún recordamos haber visto un saxofón abollado por un balazo, que constituía algo así como una reliquia de la Banda.

Dirigiéronla sucesivamente los profesores don Juan de la Torre, en dos épocas, don Eduardo Lucena, don Rafael de la Torre Brieva, también dos veces, don José Molina León y don Francisco Romero.

Merced a las reformas introducidas en esta corporación por el Ayuntamiento y al celo y á la pericia de los citados directores, la Banda municipal de Córdoba ha llegado á ocupar un puesto preferente entre las de su clase y ha obtenido merecidas recompensas en varios certámenes y concursos.

Síguela en antigüedad la Orquesta, organizada por don Francisco Lucena, dirigida después por su hijo don Eduardo y al morir este por don Angel García Revuelto.

En ella han figurado y figuran profesores muy estimables.

Del popular Centro Filarrnónico creado por don Eduardo Lucena, así como de este artista, nada decimos, por haberles dedicado ya un artículo en el primer tomo de nuestras Notas.

Hace algunos años fundóse el actual Centro Filarmónico que ostenta el nombre de dicho malogrado compositor y que, como nadie ignora, ha obtenido verdaderos triunfos en las principales poblaciones españolas y en algunas de Portugal.

El Círculo Católico de Obreros, establecido en el patio de San Francisco, organizó cuando disfrutaba de vida floreciente un Orfeón del que era maestro don Manuel Molina Rodríguez, para amenizar las agradables veladas conque [sic] obsequiaba á sus socios.

En el último tercio del siglo XIX fundóse en la Escuela provincial de Bellas Artes una sección de música, al frente de la cual figuraba don José Rodríguez Cisneros.

Suprimida dicha Escuela, continuó, no obstante, la citada sección, convirtiéndose después en el Conservatorio provincial de que es Director don Cipriano Martínez Rücker.

De este centro han salido alumnos muy aprovechados, algunos de los cuales pensionó la Diputación para que ampliasen sus estudios en Madrid.

Y en el Conservatorio de Córdoba han alternado y alternan con las lecciones de su profesorado, conciertos y conferencias á cargo de renombrados artistas y de personas doctas en materia musical.

Finalmente, en los últimos años se constituyeron el Orfeón del Círculo de la Amistad, compuesto de numerosos jóvenes de uno y otro sexo y dirijido por el señor Rodriguez Cisneros, que obtuvo merecidos éxitos en las diversas veladas en que tomó parte, y la Sociedad filarmónica cordobesa, merced á la cual hemos podido oir en nuestra ciudad á varios insignes artistas.

Los compositores cordobeses son, en verdad, muy escasos.

De música religiosa solo ha habido uno en nuestros tiempos, don Francisco Lucena.

Las personas conocedoras del Archivo de la Catedral aseguran que posee abundante y buena música, mas no está escrita por hijos de esta población.

En ella figuran el Miserere del Canónigo señor Ravé y las Lamentaciones del Maestro de Capilla señor Balius, quienes residieron aquí largos años pero no vieron la luz primera en Córdoba.

Entre los compositores de otros géneros sobresalen dos: don Eduardo Lucena, el autor de la música popular, alegre y retozona y don Cipriano Mattínez Rücker, el maestro clásico, inspirado y correctísimo.

Composiciones ligeras nos legaron don Agustín Gallego Chaparro y don Angel Galindo, autor de la música de la revista titulada Córdoba la Sultana, original de don Marcos R. Blanco Belmonte, y don José Molina León y don Francisco Romero también han producido algunas obras; entre las del último figura la música de otra zarzuela denominada El piconero, de don Antonio. Ramírez López.

En cambio de los pocos compositores, hemos tenido y tenemos un buen número de instrumentistas dignos de mención, tales como la arpista doña Josefa Ravé, profesora del Conservatorio de Lisboa y perteneciente á la orquesta del Teatro Real y á la Sociedad de Conciertos de dicha capital; las pianistas doña Teresa Gil y doña Enriqueta Dutrieu, auxiliar del Conservatorio de Madrid; el trompa don Francisco Solís; el violoncelista don ]osé Serrano; el violinista don Angel Villoslada; los flautas don Rafael Vidaurreta y don Angel García Revuelto, y otros.

Y como cantantes podemos mencionar á doña Josefa Mora, contralto de zarzuela que estrenó las principales obras de Barbieri, Gaztambide, Oudrid y demás autores de su época; el barítono don José Rodriguez Cisneros; los tenores don Francisco Granados y don Rafael Bezares y las tiples doña Eloisa López Marán y doña Adelina Gil.

Por nuestra capital han desfilado y hemos tenido ocasión de oirlas y admirarlas, grandes eminencias musicales; cantantes de mérito extraordinario como la Nevada, la Pachini, la Pasqua, Tamberlik, Napoleón Vergeer, Stagno y Viñas, y concertistas insignes como Sarasate, Arbós, Ferriández Bordas, Cortok y Villa, sin olvidar á la Orquesta sinfónica de Madrid, á cuyo frente ha venido en dos ocasiones el maestro Bretón.

Hace muchos años nos visitó, con el objeto de ver la Mezquita, el gran Verdi y dejó un autógrafo muy curioso en nuestra ciudad. En el muro de uno de los pisos más elevados de la torre de la Catedral escribió, con lápiz, su firma que seguramente habrá pasado inadvertida para la mayoría de las personas que hayan subido á aquella altura.

Como prueba de las aficiones musicales que siempre ha habido en Córdoba, recordaremos los conciertos y representaciones de óperas efectuados en un teatro que se instaló en la plaza de las Nieves, donde hoy está el Circulo de la Amistad, al que nos referimos en el primer tomo de estas Notas; la fundación de la sala Rossini, en uno de los locales del edificio, ya desaparecido, que fué teatro del Recreo, Sala en la que también celebrábanse conciertos en los que tomaban parte excelentes aficionados, entre ellos los pianistas señores Aguirre y Martínez (don José Carlos) y el cantante señor Huguet y, por último, las amenísimas veladas que don Cipriano Martínez Rücker organizaba en el hermoso salón construido al efecto en su casa de la huerta de San Basilio, veladas en las que se dieron á conocer Granados y Bezares, y en las que interpretaban escogidos programas, ante un auditorio tan selecto como numeroso, el señor Martinez Rüker, su esposa, sus discípulos y otros cultivadores del divino arte.

El recuerdo de aquellas gratísimas reuniones perdura aun en la memoria de los amantes de la buena música.

Por no hacer demasiado largo este artículo omitimos la relación de otros muchos conciertos, efectuados en los teatros y en los círculos de recreo, generalmente para destinar sus productos á obras de beneficencia.

Y ahora, como epílogo, ahí van tres anécdotas, rigurosamente históricas.

Habia un joven con pretensiones de cantante que en todas las reuniones atormentaba los oidos de los concurrentes con trozos de óperas y zarzuelas, diciendo al final de la ejecución (aquí encaja perfectamente la palabra) esto me lo enseñó tal ó cual artista.

Una noche, en cierta "soiré de Cachupín", destrozó la siciliana de Cavallería rusticana, que era uno de sus números predilectos, y apenas hubo concluido, un amigo que le oía exclamo -¿á que sé quién te ha enseñado á cantar eso?

-¿Quién? -preguntó el tenor de guardarropía.

-Pues un lañador que anda por esas calles -replicóle el amigo- porque al oirte parece que se está oyendo el pregón: ¡compongo platos, tinajas y lebrillos!

Y la comparación resultaba exactisima.

En una fiesta de caridad, el padre de una joven que actuaba en ella como tiple prodigaba elogios y felicitaciones á los organizadores y á todo el mundo para que, en recompensa, le felicitaran por el triunfo de su hija.

Encontró al paso á uno de los que ya habían tomado parte en la función, hombre muy distraído, abrazóle efusivamente y exclamó: mi enhorabuena; ha estado usted admirable; esto resulta hermoso.

Muchas gracias, replicó el individuo en cuestión; efectivamente esto va bien; sólo nos ha deslucido el programa esa señorita que maya en vez de cantar.

No necesitamos añadir que la señorita ó la gata aludida era la hija del hombre de las felicitaciones.

Este, como en el lugar donde su niña desgarraba los oidos agenos hubiera periodistas, los confundía y abrumaba con atenciones y obsequios á la vez que con una charla insoportable, siempre dedicada á hacer la apología de aquella Patti del porvenir.

Una noche, en un concierto casero, tanto desespero á varios chicos de la prensa que estos decidieron jugarle una mala partida.

Era el mes de Diciembre; terminada la reunión, aquel padre insufrible se despidió de sus victimas con toda clase de cumplimientos.

Los periodistas juraron vengarse de la pelma.

A las tres de la madrugada presentáronse en el domicilio de la cataplasma viviente, golpeando la puerta como si quisieran hundirla.

-¿Quien es? gritó al cabo de más de media hora la doméstica.

-¿Está don Fulano?

- Está acostado.

-Pués dígale usted que haga el favor de asomarse al balcón porque los periodistas que estuvieron con él anoche tienen que hacerle una pregunta urgente.

Poco después de concluido el anterior diálogo, nuestro héroe aparecía en el balcón, en ropas menores y tiritando de frio.

-Señores ¿quieren ustedes pasar? ¿En qué puedo servirles? dijo sonriente.

-Usted nos perdonará la molestia -le contestaron los bromistas- pero es el caso que se nos ha olvidado el titulo de la ultima obra cantada por su hija de usted y venimos á que nos lo repita.

Y el pobre hombre les dió una contestación satisfactoria en vez de dispararles una Browing ó, por lo menos, arrojarles una maceta.

 

 

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UN SERMÓN QUE PROPORCIONA UNA MITRA

 

Era un sacerdote modelo.

Hijo de padres tan humildes como honrados, estudió la carrera eclesiástica á costa de grandes sacrificios, y cuando pudo ejercerla fue la Providencia de su familia.

Adornábanle todas las virtudes cristianas y especialmente, en alto grado, la caridad y la modestia.

Todo cuanto tenia era de los necesitados y jamás conoció el orgullo ni la vanidad.

Gozaba, no solo del respeto y la consideración debidos á su sagrado ministerio, sino del cariño de todas las personas que le trataban y en su feligresía aun los hombres más descreidos descubríanse al ver al señor cura, le dejaban la acera y saludábanle casi con veneración.

No tenía dotes oratorias pero las suplía con su sencillez, consu ingenuidad semi infantil y sobre todo con su bondad extraordinaria que ponían en su boca tales acentos de convicción y le inspiraba ejemplos tan hermosos y máximas tan sublimes, que aquellas pláticas llegaban hasta el fondo del corazón, impresionaban el cerebro más rudo y producían mayor efecto que muchos sermones llenos de erudición y de elocuencia.

En cierta ocasión la Reina Doña Isabel II visitó la ciudaddonde habitaba el ejemplar sacerdote.

Celebróse con este motivo una solemne función religiosa y alguien, no se sabe si con buenos propósitos ó con aviesos fines, expuso la conveniencia de que el señor cura aludido ocupara la sagrada Cátedra para que le oyera Su Magestad.

El pensamiento fué acogido con beneplácito y el humilde sacerdote, siempre dispuesto á obedecer, aceptó la delicada misión, aunque haciendo constar que desconfiaba de sus condiciones para poder cumplirla dignamente.

Llegó el día de la fiesta; el templo brillaba como ascua de oro; en el presbiterio hallábase la Soberana rodeada de su séquito y en las naves de la iglesia agolpábase un inmenso gentío.

En el momento oportuno, destacóse en el púlpito la figura del modesto predicador.

Con frase balbuciente dedicó un saludo á la Reina y tras un breve exordio empezó á expresarse asi:

Hermanos míos: voy á hablaros hoy de una frase corriente, vulgar, que todos decimos sin darnos cuenta y que no debemos decir; yo os suplico, yo os ruego, que no la digáis en lo sucesivo.

Tenemos la costumbre, cuando nos ocurre algo decagradable, de exclamar: estaría de Dios; pues bien, esto es una blasfemia, porque Dios nada malo quiere para sus hijos.

Y como demostración de la verdad de mis afirmaciones voy, hermanos míos, á contaros un caso que me ocurrió en la niñez.

Mi familia era muy pobre y mi padre murió dejando a mi madre con cinco hijos, todos pequeños, en el mayor desamparo.

Entre los hijos no había más varón que yo.

A costa de sacrificios y penalidades sin cuento, trabajando de día y de noche y con el auxilio del Todopoderoso, que jamás abandona á sus criaturas, mi santa madre iba sacándonos adelante, en lucha continua con la miseria.

Pero llegó un ano de terribles calamidades; una sequía espantosa agostó los campos, dejando sin ocupación á millares de hombres; los víveres se encarecieron y el hambre empezó á causar estragos en mi ciudad natal.

El señor Obispo, un santo varón, decidió, mientras subsistieran aquellas tristes circunstancias, dar una limosna, en relación por su esplendidez con la caridad inagotable del Prelado.

En cuatro días de la semana socorría con un cuarterón de pan á todos los hombres y niños que iban á palacio para recoger la limosna, y en los tres días restantes hacía análogo donativo á las mujeres y niñas.

Mi madre, mis hermanas y yo íbamos también, cuando nos correspondía el turno, por el pan.

Una noche nos acostamos todos con hambre; al día siguiente correspondía á las mujeres ir por el donativo.

La idea fué de una vecina de mi casa; como este es todavía chico -dijo á mi madre, refiriéndose á mi- ¿por qué no le pone usted un vestidillo de una de sus hermanas y puede pasar por una muchacha y recoger la limosna?

Nosotras lo llevamos y así se evita que yendo con ustedes pudieran reconocerle.

Mi madre aceptó la idea y la puso en práctica con satisfacción; como que, merced á ella, no me quedaría, sin pan.

Hecha mi transformación, condujéronme las vecinas a Palacio, y pocos momentos después, salíamos cada uno con nuestra hogaza.

Corriendo y saltando iba yo para llegar más pronto á casa, pero al pasar por la calle de Pedregosa, una calle á la que llaman así porque en ella hay muchas piedras de gran tamaño, tuve la desgracia de tropezar y caer, hiriéndome en la frente.

Las vecinas me prestaron los primeros auxilios y en sus brazos me condujo una de ellas hasta dejarme en los de mi madre quien, procurando encontrar un consuelo al dolor que el accidente le causaba, dijo resignada: estaría de Dios.

Pues bien, hermanos míos, mi madre decía mal, porque si es verdad que cometió un pecado, el del engaño, al disfrazarme de muchacha, lo hizo con una intención buena, con una intención santa, con la de que no se quedara sin comer su hijo y Dios no podía castigarla tan duramente por ese leve pecado; no me caí porque estaba de Dios, sino por una circunstancia imprevista.

Durante los primeros periodos del sermón, quien observara al auditorio vería dibujarse lijeras sonrisas en algunos labios; cuando el orador llegaba al final, en casi todos los ojos había lágrimas.

La Reina, muy emocionada, llamó al predicador y le dijo: el sermón de usted me ha impresionado y no le olvidaré fácilmente.

En efecto: á Doña Isabel II no se le borró de la memoria el recuerdo de aquel cura, todo modestia y bondad; ascendióle en su carrera rápidamente y poco después le proponía para Obispo de la primer diócesis vacante.

Su nombre honra la cronología de los Prelados cordobeses.

 

 

 

APENDICE

Un escritor muerto en Córdoba

y una poetisa cordobesa

desconocida en esta ciudad.

 

 

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I

En el artículo titulado Los cementerios, que forma parte de este volumen, al tratar del campo-santo de Nuestra Señora de la Salud decimos lo siguiente:

"En una bovedilla del segundo patio hay una lápida de mármol blanco con un busto en alto relieve y una inscripción, según la cual ocupan aquel nicho las cenizas de un "escritor destinguido", de quien no hemos podido adquirir noticia alguna; llamóse don Vicente Manuel Cociña y murió el 29 de Abril de 1854, á los treinta y cinco años de edad".

Tal artículo, antes que en el presente libro, apareció en las columnas del Diario de Córdoba, y poco tiempo después de su publicación fuimos sorprendidos por una carta, tan interesante como galanamente escrita, que hemos de reproducir íntegra, pidiendo á su autora mil perdones por la libertad.

Dice asi:

"Señor don Ricardo de Montis.

Barcelona 15-XII-13.

Distinguido señor mío: un amigo residente en esa ciudad, hubo de enviarme el Diario de Córdoba fechado en 1º de Noviembre del próximo pasado. Tuve, pues, el gusto de saborear el ameno y sentido trabajo necrológico de usted. Y uno de sus párrafos es el que pone la pluma en mi mano, á riesgo de molestar su atención.

El Escritor distinguido que entre "Los muertos ilustres" del Cementerio de la Salud duerme su eterno sueño desde 1854, fue mi padre, don Vicente Manuel Cociña.

Por si, para el segundo tomo de sus Notas cordobesas pueden serle de alguna utilidad los datos de su paso por la vida -yo me holgara mucho de ello y quedaríale reconocida al recuerdo- sírvase leer la biografía trazada muchos años después de su fallecimiento por su ilustre conterráneo [sic] el señor Parga Sanjurjo. A ese efecto, por este mismo correo, mando á usted el número de la revista España, Octubre de 1899, donde inserta la verá.

Nacida en esa ciudad, sultana de la Leyenda, madre de la Poesía, quiérola sin conocerla. A raiz del luctuoso suceso, y hallándome aún en la cuna, trasladóse mi familia á Galicia, no menos bella.

Sin recordar tampoco la imagen bendita del hombre que me dió el ser; viviendo desde muy joven en las provincias levantinas, conservo en mi corazón -como en un altar las preciadas reliquias- aquellos amores y aquellas añoranzas. El de Córdoba, guardadora de llorados restos, cuya visión se nutre al calor de mi fantasía, y el de Galicia, mi segunda madre, cuna de mi estirpe...

¡Quién no ama el dulce nido que cobijó nuestra niñez desvalida y triste!

Complázcome, señor mío, en testimoniarle mi consideración y ofrecerme á sus órdenes como su más segura servidora q. b. s. m., CAMELIA COCIÑA, Viuda de Llansó".

Acompañaban á la bellísima carta reproducida un número de la revista España con el trabajo aludido y unas notas de la señora Cociña, ampliando y rectificando algunos puntos del estudio del señor Parga.

Por la lectura de tales documentos pudimos apreciar que el muerto desconocido que citábamos en el capítulo referente á Los cementerios, fué una gran figura de su época, digna de que la conozcan los cordobeses.

Con este objeto vamos á extractar muy sucintamente la extensa y notable necrología original del docto magistrado don José Antonio de Parga y Sanjurjo, completando el extracto con los apuntes de doña Camelia Cociña.

El señor Parga presenta con gran relieve la personalidad de su biografiado en los primeros párrafos del estudio á que nos referimos.

"Hace cuarenta y cinco años -dice- que la muerte arrebató á Galicia uno de sus hijos más ilustres cuando el porvenir le sonreía y le reservaba, quizá, merecidas bienandanzas. Murió en medio del fragor del combate, valeroso el espíritu, indomable el corazón, desafiando las iras de un poder arbitrario y despótico, cuyas persecuciones afrontó llevado del amor que le inspiraba la patria.

Tal fué, en suma, don Vicente Manuel Cociña, patricio integérrimo cuyos merecimientos menospreciaron sus contemporáneos, relegándole á un olvido rayano en la injusticia.

Fué su vida breve, pero brillante, y al bajar al sepulcro ceñía ya en sus juveniles sienes la envidiable aureola del periodista imcomparable que consagra su vida á la realización de progresivos ideales. Su talento, rico y vario, acertó á producir, enmedio del bullicio de las redacciones, una labor periodística que fué regocijo y delicia de sus admiradores".

En los párrafos precedentes queda hecha, de modo admirable, la apología del distinguido escritor; réstanos, solamente, coordinar sus datos biográficos.

Don Vicente Manuel Cociña nació en Vivero, pueblo de Galicia, en el año 1820.

Empezó á estudiar, en la Universidad de Compostela, la carrera de Leyes y á poco reveló su precoz inteligencia y sus aficiones literarias publicando un interesantísimo folleto relativo á política europea, titulado Un sueño en Stambul.

En aquel trabajo auguraba los desastres coloniales que muchos años después había de sufrir la pobre España.

Tras este folleto dió á luz otro nominado Opúsculo filosófico sobre la historia del Derecho romano precedido de una sucinta idea sobre el patrio.

La acerba crítica de que hacía objeto en esta obra á los jurisconsultos romanos, provocó el enojo de los profesores del joven estudiante y este abandonó la carrera de Leyes, que no le inspiraba grandes simpatías, para dedicarse al periodismo, objeto de todos sus amores.

Trasladóse á la Coruña y allí fundó el primer periódico que tuvo la región gallega, titulado El Centinela de Galicia.

Pocos años después marchó á Madrid y luego á Córdoba, donde fijó la residencia de su familia, pues él más tiempo que en esta capital permanecía en la Corte, consagrado á la política y al periodismo.

No obstante, en nuestra ciudad nacieron dos de los tres hijos del señor Cociña, don Aliatar y doña Camelia, y en uno de los más importantes pueblos de la provincia, Montilla, adquirió varias fincas rústicas.

Elegido diputado á Cortes por su pueblo natal, Vivero, contando con esta representación, decidióse á fundar en Madrid un periódico, El Oriente, donde se reveló como escritor habilísimo, hombre de grandes energías y político de honradez acrisolada.

En el primer número de este batallador periódico, campeón de las ideas liberales, su fundador y director transcribía valientemente una carta de don Pedro Egaña, entonces ministro de la Gobernación, en la que proponía al señor Cociña, con mil ofertas presentes y futuras, la venta de su privilegiada pluma y el servilismo de aquellas columnas en pró del Gobierno.

Con tal golpe de despreciativa audacia contestó el escritor al cinismo del gobernante.

A don Vicente Manuel Cociña debiósele el transcendental y hermoso pensamiento de crear en Madrid la Asociación de la prensa independiente, en el año de 1853.

Tal idea atribuyóla alguien á don Angel Fernández de los Ríos, pero he aquí lo que éste decía en el periódico Luchas Politicas:

"Haría más que consentir en un error si dejara atribuirme una honra que debo restituir á la memoria del malogrado Cociña. El y sólo él fué el promovedor de aquel feliz pensamiento.

Yo no tuve mas parte que aprobarlo plenamente cuando me eligió para consultarlo sin que nos conociéramos personalmente".

El Oriente, apesar de su breve vida, costó á su fundador una fortuna. Sólo en una ocasión originóle un desembolso de catorce mil duros.

La circunstancia de que se reunieran frecuentemente en la redacción del citado periódico varios generales conocidos por los hombres de corazón hizo sospechar al gobierno que estaba tramándose una conjura y, en su consecuencia, dictóse auto de prisión contra don Vicente Manuel Cociña y su compañero don Antonio Romero Ortiz.

Ambos vinieron á ocultarse á Córdoba donde la muerte sorprendió al señor Cociña, en plena juventud, el 29 de Abril de 1854.

El ilustre periodista gallego, merced á sus dotes excepcionales, logró hacerse digno de la consideración general y ejercía influencia extraordinaria en varios pueblos de nuestra provincia como lo demuestra el hecho de que, en cierta ocasión en que el ilustre poeta y estadista don Nicolás Pastor Díaz fue despojado del acta de diputado á Córtes por Vivero, su paisano señor Cociña logró que obtuviera la representación del distrito de Pozoblanco.

Acerca del malogrado escritor en que nos ocupamos, apesar de sus meritos excepcionales, únicamente se ha publicado, además del estudio del señor Parga, una biografía en La Ilustración Española y Americana del año 1855, suscrita por don Luis de Trelles y unos apuntes en el Almanaque Gallego de Buenos Aires, correspondiente al año 1910.

Empezamos este articulo con unos párrafos del señor Parga Sanjurjo y vamos á concluirlo con otros del mismo autor, en los que presenta el retrato físico y moral de don Vicente Manuel Cociña:

"Era nuestro biografiado de aventajada estatura, de varonil continente y de distinguidos modales, destacándose sobre sus escultóricos hombros aquella equilibrada cabeza, en la cual el talento y el ingenio idearon la brillante y áurea labor á que dió cima en su batallador periódico. No era hermoso su mirar ni dulce su sonrisa, ni correctos y delicados los perfiles de su expresivo rostro; pero los movimientos de la pasión y los transportes del entusiasmo, al sentirse enardecidos por la contradicción y la polémica, le transfiguraban y le embellecían. Era de ver entonces cómo las centelleantes pupilas de sus vivaces ojos brillaban con fulgor semejante al que irradian en noche de tempestad los luminares del cielo y cuál reflejaban las variadas impresiones que se sucedían al compás de la discusión en su agitado espíritu y conmovían todo su ser.

Su corazón, abierto á las efusiones de la ternura y á los más dulces afectos, era en cambio, inaccesible á las inspiraciones de la envidia. Jamás cimentó Cociña la propia reputación sobre las ruinas de las demás, antes reconocía de buen grado el mérito allí donde brillaba, con un desinterés que le granjeó en vida numerosas amistades".

Tal fué el "escritor distinguido" cuyas cenizas tiene Córdoba el triste honor de guardar para siempre en una bovedilla del cementerio de Nuestra Señora de la Salud.

 

 

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II

Don José Antonio Parga y Sanjurjo, en su notable estudio biográfiro-necrológico acerca de don Vicente Manuel Cociña, al mencionar á los hijos de este ilustre periodista, califica á doña Camelia de "inspirada poetisa, laureada en varios certámenes, y legítima heredera de los talentos de su inolvidable padre".

La bellísima carta con que encabezamos este trabajo hízonos desde luego suponer que la señora Cociña era una mujer de esclarecido talento y gran ilustración, pero el señor Parga nos descubría á una escritora cordobesa desconocida por completo en esta capital y la suerte nos deparaba una oportunidad para hacer la presentación de doña Camelia Cociña á sus paisanos.

Con tal propósito nos dirigimos á la distinguida escritora pidiéndole sus datos biográficos, sus obras, todos los antecedentes y noticias que pudieran servirnos para el objeto indicado.

La señora Cociña sólo accedió en parte á nuestros deseos; su modestia es tan grande como sus méritos indiscutibles y se negó á facilitarnos los datos principales que hubiésemos querido adquirir pero, en cambio, nos envió una carta interesantísima, escrita con una galanura, una ingenuidad y una sencillez encantadoras, en la que narra prodigiosamente los primeros años de su vida, cuenta cómo nacieron sus aficiones literarias y cómo dejaron de ser un secreto, aunque sólo se entregaba á ellas en las intimidades del hogar. Esta parte de su delicada narración puede calificarse de verdadero idilio.

A la carta aludida acompañaban algunos recortes de periódicos con poesías de la señora Cociña, de diversos géneros y estilos, todas muy hermosas é inspiradas, suficientes para formar un juicio exacto de su autora.

Y con estos elementos y con los informes que varios amigos de la escritora nos han proporcionado, vamos á emprender la gratísima tarea de hacer la presentación á los cordobeses, como antes hemos dicho, de una paisana que les honra, de una ilustre poetisa continuadora de las glorias de nuestros insignes literatos.

He aquí la forma en que doña Camelia Cociña describe su niñez, su educación literaria y su primer triunfo poético:

"Al dejar á Córdoba por el triste acontecimiento que truncó el porvenir de la familia, se hizo cargo de esta mi abuelo materno, llevándosela á Galicia, punto de su residencia. Fallecida también mi santa madre, casada y lejos mi hermana mayor y, fuera del hogar, por sus estudios, el varón, halléme, á los tres años, sola con el abuelo, señor que si mucho me quiso, no solía prodigarme sus caricias y era del antiguo y severísimo corte que recluía las hembras en la clausura de su casa.

"Una imaginación que se despierta precisa de más amplios horizontes. Y yo los hallé, muy conformes con mis aficiones al estudio, en los volúmenes que habían ido almacenando mis mayores en la más retirada habitación.

"Seria y substanciosa fué aquella lectura, la más de las veces no asimilada por mi tierna inteligencia. El género novelesco tenía en ella escasa representación, dichosamente para mí, y aun esta muy escogida y selecta. Historia, viajes, ciencias y hasta ... ¡política! hojearon mis inocentes manos sin cansarme nunca, pese á la aridez de temas no comprendidos. Mas, la ambrosía, el néctar de los dioses, lo encontré en los versos. La Ciencia Gaya tenía en la biblioteca un delicioso nido...

"Y allí aprendí á conocerla y amarla en su bella misión de suavizar las costumbres primitivas, de medir el lenguaje y de aproximar los pueblos. ¡En su noble tarea de elevar el pensamiento hasta las regiones del infinito!

"Si precoz he sido en mi inclinación á las Letras, no lo fui en el escribir. Su gestación en mi entendimiento fue bastante larga, gran lapso de tiempo medió, necesité, para que de aquel caos de ideas brotase un sencillo pareado. Y cuando cristalizaron, ignoraba las más elementales reglas de la Retórica. Medía el verso por el oído. Bien es verdad que escribía para mi único y exclusivo solaz. Más tarde me ha sucedido lo mismo. Frenar la imaginación calenturienta es más difícil de lo que parece.

"Un deseo ardentísimo del sér más caro para mí; un capricho de convaleciente á quien nada podía negar después de su peligrosa enfermedad, me impulsó á tomar parte en un certamen de femeniles plumas.

"Se trataba del Centenario de Santa Teresa de Jesús y dirigíase la convocatoria á todas las poetisas españolas. Escribí, mal de mi grado, y mi trabajo obtuvo un premio. Usted, como escritor, sabe muy bien que no siempre es el mérito el que logra la palma en esta clase de torneos. Y, por lo mismo, obtuve yo el magnífico jarrón de plata de los Duques de Alba.

"Mi nombre salió en letras de molde y ya no fueron un secreto mis aficiones.

"Así comenzó mi labor literaria que fue bastante intensa en el corto periodo que le pude consagrar. Solicitada por mil obligaciones de familia descendí pronto á la prosa de la vida, sin pesar alguno. Porque, aunque partidaria de la cultura femenina, creo firmemente que el puesto de la mujer está en el hogar. Formando el alma de sus hijos labrará su mejor y más imperecedera obra".

No es posible trazar una autobiografía más sencilla, más modesta y más hermosa. En ella está retratada la mujer de talento profundo y de corazón nobilísimo, que sabe hacer un templo del hogar, tesoro inagotable de poesía, y en él rinde culto á los más sublimes y divinos ideales.

A partir de la fecha en que dona Camelia Cociña obtuvo el premio á que se refiere en su carta, por una sentidísima composición glosando la de Santa Teresa

"Nada te turbe,

nada te espante"

empezó a colaborar asiduamente, requerida para ello, en numerosas é importantes publicaciones periódicas de casi toda España ; aún de América.

La Ilustración de la Mujer y El Siglo del Bello sexo publicaron hace algún tiempo el retrato de la escritora cordobesa y unos apuntes biográficos en los que no consta dónde nació la biografiada y además se incurre en varias inexactitudes.

Y en Diciembre del año último la notable revista de Buenos Aires El Eco de Galicia también se honró con el retrato de nuestra paisana.

Además del premio antes citado, la señora Cociña ha obtenido otros muchos, no menos honrosos.

En unos juegos florales celebrados en Barcelona se le concedió la flor natural por una balada titulada Amorosa; el Centro Gallego de Buenos Aires otorgóle otra distinción por un Romance caballeresco; en un concurso internacional verificado en Tolosa (Francia) consiguió una valiosa recompensa por un trabajo en prosa; en Málaga fue laureada por un Romance histórico y, finalmente, en otro certamen premiáronle un drama en un acto y en verso, titulado La joya de más valía, que firmó con un pseudónimo masculino.

Pertenece nuestra biografiada á gran número de corporaciones científicas y literarias españolas y extranjeras.

Es académica correspondiente de la Academia Poética Malacitana; socia de mérito del Ateneo Igualadino; socia de honor del Centro Gallego de Buenos Aires y académica correspondiente de la Academia de Mont Real de Tolosa (Francia.)

Tales son los datos biográficos que hemos podido recoger de la escritora cordobesa; pasemos ahora á tratar de sus producciones literarias.

 

 

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III

Las buenas y variadas lecturas á que doña Camelia Cocina dedicó los primeros años de su juventud, las lecciones que, sin necesidad de maestro, recibiera en aquella apartada habitación del solar de sus mayores, donde estos almacenaron libros de todas clases, pero sanos y escogidos, con los auxiliares poderosos de una inteligencia despejada, de un talento claro, fueron insensiblemente proporcionando á nuestra biografiada una gran cultura, que si reporta extraordinarios beneficios á todas las personas, es indispensable al escritor.

Por eso las producciones literarias de la señora Cociña no resultan frívolas como las de muchas cultivadoras de la Gaya Ciencia; en ellas hay fondo, ideas profundas, pensamientos hermosos y originales, sin que les falte el dulce sentimentalismo que constituye una de las mayores galas de la poesía y el delicado perfume del corazón de la mujer.

Bellas imágenes avaloran las composiciones de nuestra paisana que sabe, además, vestirlas con el augusto ropaje del verso, vibrante y pulido.

Los tres sublimes ideales á que siempre rindió culto el poeta, la Patria, la Fé y el Amor, inspiran y enardecen á la señora Cociña que los canta en magistrales estrofas.

¡Qué admirable explicación de lo que es la bandera pone en boca de un marinero, al mostrar este á sus hijos la enseña roja y gualda!

Oídla sólo estos cuatro versos:

"Era mi amor mi bandera

que iba arriba repitiendo:

Lucha y vence. ¡Soy la Patria!

no desmayes. ¡Te sostengo!"

¡Qué bien se compenetra con el espíritu de la mística Doctora cuando glosa una de sus poesías y qué consuelo se desprende de sus máximas!

"Si de virtud el celestial tesoro

guarda tu alma, cual guardó la nube

la bienhechora, refrescante lluvia,

nada te turbe".

¡Y con cuánto acierto y galanura describe el amor de este modo:

"Del pecho juvenil es el suspiro;

el afanar intenso

que en tu pupila candorosa miro;

es de la vida el horizonte inmenso

que la mente traspone en un segundo;

la luz del claro día,

del antro iluminado lo profundo,..

esa se llama amor, hermosa mia!"

Entre las composiciones de la señora Cociña hay algunas con tan profundos conceptos filosóficos, que después de leerlas se nos viene á las mientes aquella famosa exclamación relativa á doña Concepción Arenal: ¡es mucho hombre esta mujer!

Entre las poesías de tal orden sobresale la titulada La vida.

Pero, apesar [sic] de sus arranques varoniles, nuestra escritora es ante todo y sobre todo mujer; ella lo demuestra en algunos párrafos de sus cartas que anteriormente hemos reproducido, ella lo pregona cuando, dirigiéndose también á la mujer, se expresa de este modo:

«La aurora del progreso alzándose esplendente

las sombras de tu mente, mujer, borrando está,

ensancha tu horizonte, eleva tu mirada...

más alza en tu jornada tu templo en el hogar".

Y este consejo lo practicó la poetisa, convirtiendo en sagrario el nido de sus santos amores, que la muerte implacable destruyera.

La señora Cociña, cuando describe, convierte en pincel la pluma y traza cuadros de una justeza de color insuperable, sin las exageraciones en que suelen incurrir los poetas meridionales, por exceso de fantasía.

Su descripción del Tibidabo puede presentarse como un modelo.

Posee, además, un dominio absoluto de la forma; el acento y la rima no tienen secretos ni dificultades para la escritora cordobesa, que usa todos los metros, todas las formas y todas las combinaciones con igual fortuna.

Como testimonio de tal afirmación, y con el objeto de que los lectores conozcan á nuestra ilustre paisana, reproduciremos al final de estos apuntes biográfico-críticos una composición en verso libre de doña Camelia Cociña que bastaría para dar renombre á un poeta.

En el corazón y en el cerebro de nuestra paisana no han logrado fructificar las simientes esparcidas hoy en todas direcciones por el huracán que azota los más nobles ideales y los más puros sentimientos.

Ella nos lo dice con su sinceridad característica:

"Al presente escribo poco. Amo la Poesía con el mismo entusiasmo de mis años juveniles y sigo con interés, y no sin inquietud, las evoluciones de la métrica.

"Ya sé que la forma no es la esencia de las cosas. Sé también que romper los antiguos moldes y remontarse anchamente, acusa una vida en plenitud.

"Lo que me descorazona es esa corriente de excepticismo, cada vez más acentuada en nuestra época, que socavando va los más bellos ideales".

Nuestra biografiada, á causa de la excesiva modestia que la adorna, jamás quiso coleccionar sus producciones, pero con las que tiene publicadas é inéditas, entre las que figuran, además de innumerables poesías líricas, el drama que ya hemos citado y un monólogo, podría formar varios volúmenes que enriquecerían el arsenal valioso de la literatura española.

Entre los grandes amores que conserva el corazón de la señora Cociña figura el amor á la ciudad donde naciera, apesar de que no la conoce, y para ella tiene constantes recuerdos.

-- "Quiero á Córdoba sin conocerla- nos dice; -sé algo de sus grandezas pasadas y ansío su prosperidad presente.

"Todo lo de esa región donde vi la primera luz me atrae con la magia misteriosa de la fantasía y la devoción á esa tumba del cementerio de la Salud".

He aquí, ahora, para terminar, la poesía cuya reproducción ofrecimos:

 

EL PROGRESO MORAL

Vuelve, noche, á venir. Velen tus sombras

el inmenso horizonte que descubro

del proceloso mar siempre agitado.

Reine el silencio en derredor y escuche

sólo el aletear del pensamiento,

-otro mar insondable- por regiones

que le acercan á Dios, iY á él pluguiera

que no volviese á descender, y, libre,

se anegase en la luz del infinito!

Tengo sed de vivir. Pero la vida

que en mis sueños me finjo locamente,

no la que en torno bulle y disimula

mortíferos miasmas en el fondo,

¡cieno asqueroso de pasiones viles!

Mi afán me lleva á investigar la causa

del de los pueblos malestar insano,

y miro la Ambición que, tinto en sangre,

levanta su estandarte maldecido

para asolar los débiles ó ineptos;

la ruin Envidia que en lo obscuro teje,

como la araña, la sutil urdimbre

y cautelosa al confiado burla;

quién, vendiendo á su Dios en el mercado

el ara prostituye y la conciencia;

cuál, más fiero que el tigre á quien obliga

el hambre á la defensa, con instinto

de carnaje cruel destruye y mata

sin Dios ni fé. sin ideal acaso!

Y mientras el Progreso que deslumbra

avanza más y más. Las Ciencias abren

horizontes de luz; el Arte crea,

y la Industria sus dones multiplica ...

¡Todo se agranda y se hermosea todo

á impulsos de la mente que concibe

y del obscuro brazo que ejecuta!

En esa intensa vibración de ideas

las distancias se borran, y los pueblos

al unísono marchan. Es la fiebre

que á la moderna Humanidad fustiga

la del trabajo: del Saber el ansia.

y, sin embargo, el egoísmo logra

con su impulso brutal, que los raudales

tuerzan el cauce redentor, asolen,

y al corazón en erial conviertan.

Veces mil ¡oh Progreso! he renegado

de tu alienta creador. He puesto en duda

las ventajas que aportas, y á despecho

de esa secreta voz que grita "¡avaute!",

de esa eternal aspiración humana

que nos impele á proseguir, mil veces

he envidiado la vida del que nunca

te vió llegar hasta su choza humilde

con el soberbio tren de tus conquistas.

Pero. nó. De la mente los tesoros

nos los dió el Hacedor. No improductivos

se estanquen, sino en círculos sus ondas

al infinito lleguen. Que, Universo,

por trono señaló á la Inteligencia,

y por tales peldaños sube el hombre

á la Verdad y á la Belleza suma.

Si hay viles que esos dones bastardean,

¡sobre ellos caiga execración divina!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Vuelve, noche, á venir. Sueño ó delirio

me finja nuevamente en el sosiego

augusto de natura, una inefable

promesa, una esperanza halagadora

de consuelo, de paz. A soñar vuelva

que una corriente misteriosa iba

la perfección labrando de loa hombres,

¡el Progreso Mora! Oh, ¡Cómo el alma

se extasiaba al mirar aquel concierto

donde las razas todas confundían

su aspiración futura y su presente

en amoroso y fraternal abrazo,

limpio su corazón, alta la frente! 

*

 

Tal es la poetisa cordobesa doña Camelia Cociña y Riveira, viuda de Llasó.

Una feliz casualidad nos ha deparado el honor de poder presentarla á sus paisanos; orgullosos nos sentimos de ello y de que sirva de epílogo á estas Notas la hermosa composición transcrita, pues cierra con broche de oro un libro tan pobre y humilde como el presente.

 

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